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Hay dos verbos que odio, no por su sonido, sino por las deplorables acciones que designan: mandar y obedecer. En los sistemas jerárquicos (Ejército, Iglesia, Empresa, Estado) son el pan de cada día y su funcionamiento depende de esos dos vicios denigrantes: la obediencia y el mando. El que obedece cede lo más humano que hay, la autonomía y la libertad de decidir; el que manda se hunde en la ignominia pues al quitarle al otro su dignidad, se vuelve indigno. Y más se pudre el carácter de quien manda, que se hace soberbio y prepotente, que de quien obedece, que sólo se humilla. No depender del mando ni de la obediencia, eso es la independencia: correr el riesgo, tener la madurez de decidir por sí mismo. No mandar es no pedir que me hagan lo que yo debo hacer: servirme un café, tender la cama, entrar en la batalla. No obedecer es no dejar que otro decida por mí: a quién matar, por quién votar, qué pensar. Sin independencia el ser humano pierde su humanidad y vuelve a la gregaria condición animal de las hormigas.
Independencia. Cambio de amo. Proceso por el cual una persona, un grupo social o una nación cambia de amo. Por lo general el ente que quiere independizarse invoca el anhelo de libertad absoluta, razona sus derechos y decide lograr su objetivo luego de un periodo de presión, y hasta represión, extrema por parte del viejo amo. En los procesos de independencia, muchas veces violentos y prolongados, el ente que busca convertirse en independiente se alía con el principal enemigo del viejo amo que casi siempre termina convirtiéndose en el nuevo amo. Independencia es también el nombre de la principal avenida de la vieja zona roja de San Salvador, El Salvador, en la América Central.
Para lograr la independencia (individual o colectiva), el hombre y los pueblos necesitan emprender un camino lleno de acechanzas y de peligros.
Deben luchar contra todas las formas de la enajenación (entendida en el sentido hegeliano y marxista), y conquistar su libertad de pensamiento y de acción. Ser dueños de nosotros mismos, ser pueblos capaces de escoger sus propios caminos, es una hermosa manera de jugarse la aventura de ser.
Doscientos años después, la independencia de las antiguas colonias españolas de América no puede interpretarse más que como una promesa incumplida. Hacia 1810, el ideario político y jurídico de la Ilustración europea era el horizonte normativo obligado para los padres fundadores de las repúblicas latinoamericanas porque representaba el sueño de establecer y administrar sociedades libres e igualitarias sometidas tan sólo a la ley de la razón y a la razón de la ley. Pero la importación sin aclimatación y la imposición sin participación de las instituciones liberales y democráticas británicas, francesas y estadounidenses, que fue la opción mesiánica de la generación de los libertadores, se tradujo en la construcción de los Estados antes de las naciones, con la pretensión desmesurada de extraer las naciones de los Estados, así fuera por la fuerza. Y el constitucionalismo retórico, como estrategia ideológica de caudillos y élites para la prevención del cambio social y la fabricación del consenso político, ha servido desde entonces para tratar de encubrir la injusticia, la corrupción y la violencia endémicas de las "repúblicas aéreas" que Bolívar mismo denunciara con melancólico desencanto en su Manifiesto de Cartagena de 1812.
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