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Independencia compartida
Mi padre me arrojó a los 3 o 4 años a una piscina para que aprendiera nadar. No es de extrañar que, en 1958, a mis 19 años, me señalara la puerta
cuando pasé a ser incómoda en casa. Muy pronto, pues, quedé exenta de autoridad y obediencia, años en los que, sin embargo, no supe «dirigir mi conducta» y, aún menos, «ser responsable de ella». Pero un buen día tuve que «elegir»: no sólo a qué país ir a vivir, sino en qué dirección buscar un trabajo en la línea de mi deseo y mi formación que, además y ante todo, me permitiera sobrevivir. ¡Elegí España, en plena dictadura! La paradoja es tanto mayor cuanto que estaba decidida a vivir rodeada de libros: en el país de la Censura empecé a trancas y barrancas a tirar adelante gracias a los libros tras decidir «libremente» obedecer y cumplir con horarios y deberes en distintas editoriales a cambio de techo, comida, la compañía de mis amigos y el ejercicio secreto de mis ideas.
La independencia no llegó hasta bastante tarde con el andar del tiempo y de la vida misa: nació de la confianza ilimitada en mi criterio y mi tenacidad por parte de quienes desde su inicio, y luego durante largos años de mi trabajo en la editorial que fundé, me alentaron con su apoyo incondicional y su capital a que desarrollara según mi propio «olfato», sin trabas, reticencias ni censuras, un catálogo al que, hoy, pese a que jamás haya metido yo misma un centavo en este negocio, reconozco sin rubor como reflejo de mis querencias literarias e inquietudes intelectuales a lo largo de 40 años. Es una independencia compartida, si se quiere, pero es el tipo de independencia en el que creo, al que había aspirado y que me parece haber conseguido. Siento tan sólo el dolor de, en cambio, no poder compartirla con la persona que más y mejor contribuyó junto a mí a que la disfrute hoy: Antonio López.
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