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Portada de Piedras al agua, de Antonio Cabrera

Actualización: 24/01/2012

Antonio Cabrera

Piedras al agua

Por Andrés Navarro

Tusquets Editores

Barcelona

2010

 

Guido Boggiani (Italia, 1861-Paraguay, 1902) constató que los indígenas de la selva amazónica mostraban un rechazo visceral a ser fotografiados. Para estas tribus, la captura de su imagen les arrebataba o bien el alma o bien la voluntad. Ese conocimiento no impidió a Boggiani dejarnos varias series de fotografías estremecedoras, aunque al fin, como parecen constatar sus biógrafos, la intromisión acabara por costarle la vida. Antonio Cabrera (Medina Sidonia, Cádiz, 1958) reformula en Piedras al agua uno de los dilemas que comparten la física y la antropología modernas: cómo observar sin alterar. He aniquilado la voluntad a fuerza de analizarla, decía Fernando Pessoa por boca de Bernardo Soares. Esa suspensión de los resortes volitivos que busca acercar posturas entre el observador y su objeto es una de las constantes de la obra poética de Cabrera; hasta hoy: En la estación perpetua (Visor, 2000),Tierra en el cielo (Pre-textos, 2001) y Con el aire (Visor, 2004). Pero Antonio Cabrera o bien no se rinde ante las evidencias de la física, o bien las aprovecha en su favor, les da la vuelta: ¿Por donde nunca paso/acontecen el hierro y el vapor de las cosas? Es cierto, donde no suele haber nadie suele haber misterio, o al menos lo hay para quien por allí transita y experimenta el vacío que su presencia rompe, esa sensación a mitad de camino entre la bienvenida y el rechazo... al acercarme, simplifico, aparto. El poeta se sabe un obstáculo, una injerencia turística, y a menudo los textos se detienen justo ahí, en el conflicto que va del respeto por lo que se le ofrece al ejercicio de sustracción imprescindible para trasformar ese material virgen en poemas.

Antonio Cabrera corteja tanto a lo animado como a lo inanimado: corzos y tórtolas, mirlos, piedras, juncos, orquídeas, gatos, abejas, polvo... como si quisiera erigirse en voz articulada de todo aquello dotado de un lenguaje no verbal. En cuanto te quedas de verdad solo, los animales se adelantan hacia ti -leí ese aforismo de Jorge Riechmann hace algunos años y, más allá de la atracción que me produce o de la exactitud que le supongo, sigo sin saber si alude a una experiencia o a algo más parecido a una fe. Los poemas de Cabrera evidencian que todo lo que narran es fruto de una experiencia, la constatación de un instante visual que ha sido después auscultado, diseccionado, transformado en signo. El poeta se impone la óptica del observador oriental, se esfuerza por no entrar en plano, aunque algunos de sus mejores textos lo son precisamente por traicionar esa tesis de partida; tras un encuentro fortuito con una familia de caballos en un bosque, el observador se asusta y al mismo tiempo toma conciencia de que su presencia espanta a los animales, y al fin concluye: «Si has de elegir», me dije, «no escojas el enigma, no te quedes rodeado de equívocos nocturnos./ Mejor es el regreso, algo sencillo, sólido. / Fíjate en la cautela/ de los caballos fuertes.»

En otras ocasiones, la reflexión se disocia y la mente (o el ojo mental, la conciencia que mira) pasa del análisis de lo observado a estudiarse a sí misma en el acto de observar. Ambas actitudes se entrecruzan, se interrogan, y el poeta aprovecha ese conflicto para destilar sentencias inquietantes, lúcidas. En Frente a un espigón, escribe: Pescar parece triste. Ver pescar/ es detenerse en un silencio de otros, /es triste, es no pertenecer./ Desde aquí, esas figuras, con camisas abiertas/ y sombras en la cara, están formando parte. Formar parte es más puro que pensar.

El ritmo, estríctamente imparisílabo, ensaya distintas soluciones métricas para esquivar el sonsonete: se disloca, cambia, echa mano del eneasílabo intrépido, espera su momento, se deja mecer por el sentido, recomienza. Cabrera no es, ni lo pretende, un poeta temerario, pero a la apuesta rítmica hay que añadir cierta audacia léxica -más motivada por imperativo de la exactitud que del alarde formal- que desgrana pasajes como este: Hay un constante pez, un pez-concepto/ nadando en mi cabeza. Entra el cebo,/ lo muerde con la contemplación, tiro/ de él. Así, la voz va saltando de la descripción detallada al aforismo moral, de la intuición al símbolo. Pero en Piedras al agua, el voltaje simbólico impone sensaciones más que hechos, y esas sensaciones giran entorno a una identidad que busca lugares en los que disolverse: los espacios abiertos, las aves, el hogar, la hija, la madre. ...estoy siendo/ el que rechaza, el que ha cerrado un círculo/ y en amniótico aire empieza a respirar. En algún momento alude a la contemplación como a una anestesia para el pensamiento. Cerrar un círculo metal, anestesiar el pensamiento, porque lo que pensamos suele ser una traducción contaminada por un "yo" que busca protagonismo, que toma el mando, nos roba nuestras máscaras o nos impone la suya. Un "yo", en suma, que nos falsea, lo que me lleva pensar de nuevo en indígenas que defienden su alma frente al falseador, al que retrata. Y también en Boggiani, curioso, pintor, lingüista, sensible a la reticencia que suscitaba su labor documental pero incapaz de quedarse al margen o apartar la vista del visor. Y aquí el círculo mental se cierra, el poeta ha saboreado la adrenalina del predador y la de la presa, algo se ha ganado y se ha perdido: Mi sombra/ bajo la luz occidental, se ausenta/ de mí, soy yo en el mundo sin mí mismo, como resina que segrego y pierdo.

Piedras al agua plantea todos estos conflictos en una atmósfera de celebración tranquila, un canto a todo aquello que al revés que nosotros -ciudadanos occidentales- ha decidido no cambiar, carece de horarios y acostumbra a hablar poco porque entiende las leyes y los ciclos, y nos teme, y conoce el secreto.

No hay ningún epitafio ¿Qué añadido mejor

para unas pocas letras y unos números toscos

que esta maceración

de sombras disminuidas junto a flores?

Aquí la muerte es más elemental,

rumia como el ganado.

 

 

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