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El tiempo menos solo

El tiempo menos solo

Actualización: 09/12/2015

Abraham Gragera

La soledad del tiempo y el tiempo de la soledad, por Mariano Peyrou

Por Mariano Peyrou

Abraham Gragera
El tiempo menos solo
Pre-Textos, Valencia, 2013
 

En noviembre de 2005, hace nueve años, se publicóAdiós a la época de los grandes caracteres, el primer libro de poemas de Abraham Gragera. Al poco tiempo ya se había convertido en un libro de culto: muy citado, muy plagiado y, en general, mal entendido. Mal entendido porque, en cierta medida, desmonta el aparato crítico del lector, como toda verdadera obra de arte. No se ajusta a las expectativas, a los moldes; eso es precisamente lo que la convierte en una verdadera obra de arte. ¿Quiere esto decir que toda verdadera obra de arte es, en general, mal entendida? En mi opinión, sí.

            Sin embargo, entre los buenos lectores, que desde luego los hay –son quienes tienen un aparato crítico lo bastante flexible como para adaptarse a las exigencias de cada obra particular-, la sensación fue la de estar ante un gran poeta. La aparición, en diciembre de 2012, de El tiempo menos solo, el libro que presentamos aquí hoy, legitimó plenamente esta sensación.

            A veces pienso que las buenas obras de arte producen lenguaje, generan ideas y palabras, demandan que se hable de ellas, que se las analice y se las cuestione. Esto ocurriría porque de algún modo nos fecundan, nos estimulan intelectual y emocionalmente, nos siembran de palabras, de imágenes, de sonidos. Otras veces, en cambio, me parece que las buenas obras son las que nos dejan sin palabras, perplejos, atónitos, tal vez incluso momentáneamente vacíos de sentimientos y de ideas. Esto ocurriría porque percibimos que ya está todo dicho, que no hay nada que podamos añadir que no suponga un estorbo. Creo que de algún modo esto se parece a la gestión del aplauso: a veces sentimos el deseo de aplaudir, pero ante una obra, una representación o un concierto realmente alucinantes, lo que queremos es escuchar el silencio, y en el silencio, ecos o resonancias, no palabras. Todo esto, sin duda, tiene que ver con la distinción entre lo bello y lo sublime, con la diferencia entre el placer y el goce. La obra de Abraham Gragera se sitúa, sin duda, en la segunda de todas estas categorías.

            De hecho, tal vez por el impacto que produjo en Abraham el impacto que produjo su primer libro o tal vez porque el propio autor sintió la necesidad de quedarse un tiempo en silencio, el segundo libro tardó en llegar un poco más de lo que podría haberse esperado. El poema con que se abre, “Los años mudos”, habla de algunas de estas cosas y de muchas más. Creo que es interesante que nos detengamos en él, así que lo reproduzco entero:

 

 

LOS AÑOS MUDOS

 

 

Pero también perdimos la palabra

 

mucho antes, antes de que supiéramos siquiera

 

que la palabra existía

 

mucho antes de nosotros y de los que existieron antes 

junto a nosotros, en los huecos que dejamos al cambiar de lugar, en cada instante

 

que inauguramos. Así que no es motivo de preocupación, más bien una posibilidad inesperada

 

de amar nuestra lengua porque una vez amamos la palabra

 

que dispersó las lenguas, sin ser estrictamente religiosos, ni vulnerables a las profecías.

 

Me pregunto por qué pasó de largo la poesía

 

frente a nuestros intentos de adquirir dominio público, y nos dejó de este modo, imaginando

 

con tanta imprecisión tragedias generalmente aceptadas, por los que sufren y por los que persiguen

 

transformar sus asuntos en ejemplos. Por qué es difícil escribir, por qué no basta

 

el simple amor porque las cosas sean

 

incapaces de aceptar el yugo, lo literal de nuestras voluntariosas

 

aproximaciones: los barcos mugen, crepusculares, las gaviotas levantan

 

su torre de Babel en la corriente térmica; el sol se agita como un saltamontes entre el bajo voltaje de las chicharras

 

y en los muros del solar abandonado las telarañas recuerdan

 

a la espuma marina. ¿Qué pensarán las nubes, es el tiempo el que cambia

 

o sólo lo hace nuestra forma de recordar? ¿Está nuestra ilusión del otro lado, por eso nos dispara por la espalda

 

y nos sentimos la espalda del futuro, y lo sabemos? Nos ha costado tanto llegar hasta el presente

 

que es demasiado tarde para ser mañana.

 

Por eso es cada vez la última.

 

Y agobiados hasta lo interminable, con vergüenza de ser como las falsas etimologías,

 

con aire silencioso, de futuros conocidos, tratamos de encarnar en lo posible

 

este amor imposible

 

por todo lo que es, perece y muda.

 

Porque en nuestro futuro no hay memoria

 

y somos el futuro de todo lo que está a nuestras espaldas.

Para empezar, pensemos en la relación entre el título del libro y el del poema: El tiempo menos solo / “Los años mudos”. ¿Qué es el tiempo menos solo? Hay una ambigüedad en ese título que podemos tratar de resolver, aunque en la ambigüedad no se está tan mal, como sabe cualquiera que se interese por el arte. Puede ser el tiempo el que esté solo; la frase también puede referirse al tiempo en que yo o alguien estaba o está o estará menos solo; y por último, ¿por qué no?, puede tratarse de una operación aritmética, de una resta –el tiempo menos solo- cuyo resultado podría ser el escaso número de instantes en que nos sentimos acompañados, o un calendario con todos los días tachados, o la vida entera, pero la de algún animal pre-homínido. No podemos ir a cualquier parte desde ese título, pero sí a multitud de lugares, todos estimulantes.

            Más adelante, en un texto titulado “La poesía”, leemos:

 

            si esta nostalgia de los propios rasgos,

            que enciende el aire del amanecer,

            hace al tiempo sentirse menos solo [...].

 

            Así que es el tiempo el que está solo, o menos solo, del mismo modo que, en el poema que nos ocupa, los años están mudos, permanecen mudos cuando uno no escribe o calla. A partir de la proximidad entre “el tiempo” y “los años”, se establece una igualdad o al menos una semejanza entre la soledad y la mudez, cada una consecuencia y causa de la otra. Mudo no es quien pierde la voz, sino quien pierde la palabras.

            El tiempo de la soledad es el tiempo del silencio, los años mudos. Y con este libro acaban el silencio y la soledad; en cierto modo, es un libro sobre el fin de la soledad: Adiós a la época de la soledad, diría; “la nostalgia de los propios rasgos”, dice. Eso es el amor.

            Este tema del callar, de la dificultad para nombrar, va apareciendo en distintos momentos del libro. Es, por supuesto, un tema con un ilustre linaje: aparece en Hofmannsthal y en Wittgenstein, y también en Shakespeare, en el personaje de Cordelia. Cordelia, ante el uso hipócrita e interesado del lenguaje que hacen sus hermanas, se encuentra incapaz de hablar, se queda muda; siente que, por ser el lenguaje algo ajeno, anterior a nosotros, todo lo que se pueda decir resulta necesariamente falso, y opta por el silencio que la conduce a la soledad. El poema “Nuestros nombres” plantea algo muy similar: “Ahora // imagina que fuésemos capaces de renunciar a cualquier ilusión, / incluso a la de ser inmunes a las ilusiones. // Que callamos, y al callar descubrimos que el silencio también lo disfraza todo”.

            Los años mudos, pues, no privan de imaginar, de producir imágenes, disfraz, representaciones falsas. Esto se nombra también en el poema que hemos leído: “por qué pasó de largo la poesía”, dice, y más adelante: “y nos dejó de este modo, imaginando // con tanta imprecisión tragedias generalmente aceptadas, por los que sufren y por los que persiguen // transformar sus asuntos en ejemplos”. Esos son los que escriben. “Por qué es difícil escribir, por qué no basta // el simple amor por que las cosas sean // incapaces de aceptar el yugo, lo literal de nuestras voluntariosas // aproximaciones”. Lo que se ama es el fracaso de la escritura, la rebeldía del referente, la inadecuación entre la palabra y la cosa. Y, como hemos visto, al final del poema, “tratamos de encarnar en lo posible // este amor imposible // por todo lo que es, perece y muda”: lo que la palabra no puede captar porque se transforma mientras que ésta es demasiado estática.

            Aunque en un momento inicial el poema dice que esto “no es motivo de preocupación”, al final se afirma que este intento nos deja “agobiados hasta lo interminable”.

            Es difícil escribir cuando uno es exigente, cuando no se conforma con nombrar lo que hay y está quieto, cuando la escritura es, por definición, utópica, ya que trata de nombrar lo que no existe. Se constata que hay “idiomas” por todas partes: los barcos que mugen, las gaviotas de Babel.

            Tal vez las posibilidades de un poema sean tres: nombrar algo que ya tiene nombre con una voz nueva; nombrar algo que no tenía nombre antes del poema; nombrar algo que no existía antes de ser nombrado. Abraham tiene un interés evidente por la relación entre las épocas, el tiempo, los años: los “maestros antiguos”, “los que existieron antes // junto a nosotros”, dice, o “como si vivir fuera solamente una estancia en la resurrección”; ese interés también se manifiesta cuando junta “todos los soles, / todos los mundos, / todos los reinos”, o cuando afirma que “los días van borrando el país donde el amor nos hizo”, o por último, cuando declara que “Somos como los siglos / antes de separarse”.

            Todas estas citas proceden de distintos poemas, y no son las únicas que servirían para ejemplificar lo que quiero decir, pero tal vez el momento del libro en que esto se afirma con mayor claridad y contundencia sea en el poema “A la altura, a la medida”: “como si el hombre fuese sólo / la forma humana del tiempo, y no la forma temporal del hombre el tiempo que los ha soñado así, a la altura de la siembra, a la medida de la siega”. El hombre como una forma del tiempo, el tiempo como una forma del hombre: la relación entre hombre y tiempo, entre el antes y el después, entre la siembra y la siega, entre el deseo y el sueño, entre la imaginación y el amor, entre las palabras y las cosas: Abraham Gragera nombra con una voz nueva, y también pone nombre a lo que no lo tenía, pero sobre todo nombra lo que no existía, una mirada, una sensibilidad, una manera de estar en el mundo, es decir, de usar las palabras. Escribe para quitar los disfraces que impone el silencio, escribe para inventar el tiempo.

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