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Actualización: 09/03/2012

Del árbol y sus pájaros

Por Ramón Cote Baraibar

"(...) Para hablar de los más recientes poetas es necesario saber de dónde provienen. El problema de saber a dónde van, ya es asunto suyo. Nos limitaremos entonces a hablar del árbol, de sus ramas más recientes y después de los pájaros."

Carlos Obregón

Giovanni Quessep

José Manuel Arango

Darío Jaramillo Agudelo

Raúl Gómez Jattin

Víctor Gaviria

Los poetas jóvenes

 

Alguna  vez André Gide dijo que el pájaro canta mejor si lo hace sobre el árbol de su genealogía. Algo parecido podemos decir al comentar acerca de los últimos 40 años de la poesía colombiana, ya que para hablar de los más recientes poetas es necesario saber de dónde provienen. El problema de saber a dónde van, ya es asunto suyo. Nos limitaremos entonces a hablar del árbol, de sus ramas más recientes y después de los pájaros. Para no repetir lo que ya se ha dicho y bastante bien –Cobo Borda, Henry Luque Muñoz, Armando Romero– es necesario entonces situarnos un poco más cerca, más hacia los últimos años, con el objeto de ver cuáles son los poetas que más han repercutido en las nuevas generaciones, así como ver cuáles son los poetas que destacan en la actualidad.

Teniendo en cuenta la inevitable parcialidad de estos artículos, para los poetas nacidos del sesenta en adelante el panorama podría plantearse de la siguiente manera: Existe una serie de poetas tutelares, y otros intermedios o de transición. Antes de empezar a nombrarlos es conveniente anotar que una poética tan influyente en las anteriores generaciones como fue la de Mito –Gaitán Durán, Cote Lamus, Charry Lara, Mutis, entre otros– no ha encontrado eco en la actualidad. Pero como cada generación inventa su propia tradición, ha tomado inusitada fuerza en años recientes el poeta, novelista y pintor Héctor Rojas Herazo (1921-2002), incluido en esta misma generación de Mito. Su obra, escrita con un acento desgarrado, bronco, que comparte los lineamientos básicos del “realismo mágico” bajo una óptica más desenfrenada, convirtiendo su trópico natal en el eje de una poética vital y desbordada, ha sabido filtrarse en los nuevos creadores. Y por otra parte, como cada generación reivindica un poeta olvidado, ahora toma más fuerza Carlos Obregón (1929-1965), un poeta que apenas publicó dos libros (Distancia destruida y Estuario), quien al convertirse en monje de clausura acabó con su propia vida en la isla de Mallorca. Según Juan Manuel Roca, Obregón es “el secreto mejor guardado de la poesía colombiana”. Y no le falta razón. Estuario (1961) publicado en la colección Juan Ruiz de poesía española contemporánea de Papeles de Son Armadans, al lado de libros como los de Jorge Guillén (Historia natural), Gabriel Celaya (Cantata en Aleixandre) y Gerardo Diego (Paisaje con figuras), emite una luz totalmente nueva, inexplorada, deslumbrante para muchos lectores actuales. En sus poemas escritos desde su celda nos habla con una intimidad dolida, agradecida y atormentada que busca en la poesía un camino para encontrar su salvación:

 

Lo que veo es muy sencillo.
Pero lo que no veo
es aún más sencillo.
Desde tu hondura veo
contra la noche
un ciprés y una rosa.
Y lo que no veo
solamente es tu hondura.
Me hiciste monje
para cerrar los ojos.

Las causas que han conducido a desconocer el valor de los poetas aglutinados alrededor de la revista Mito no se pueden explicar en tan poco espacio, pero cabe anotar que si para la Generación sin Nombre (Darío Jaramillo Agudelo, Augusto Pinilla, Jaime García Maffla, Juan Gustavo Cobo Borda, Juan Manuel Roca) esos nombres fueron fundamentales, ahora parece que no lo son tanto. Otras son las voces y otros son los ámbitos.

 

Ya hablando de los poetas tutelares a los que hacíamos referencia, Giovanni Quessep (1939) ocupa un lugar fundamental. Prueba de ello es el justo homenaje que se le rindiera en el IX Festival de poesía de Bogotá realizado el pasado mes de septiembre. Su misteriosa obra, que ha llamado la atención tanto en Colombia como en Iberoamérica, cada vez más amplía los círculos de su encantamiento. No sería exagerado decir que Quessep se ha convertido –por ser un ave raris– en el nuevo Aurelio Arturo, ya que su economía verbal, su mundo poblado por doncellas, torres y jardines, su gusto por las rimas, así como su recurrencia en ahondar en contadísimos temas –el paraíso perdido, la intensidad del instante, la fugacidad del tiempo– ha dejado una huella imborrable entre los jóvenes. Precisamente su anacronismo, su manera de ir en contravía –no por premeditada sino por justamente lo contrario–, ha logrado un interesante viraje hacia la valoración de una poesía como la suya que desde sus orígenes desdeñó las trampas del coloquialismo, como también del hermetismo, para centrarse una y otra vez en sus asuntos. Parece imposible que con tan pocas palabras, y casi siempre las mismas, pueda decir tanto. Insistimos en el autor de Casi una leyenda, porque les ha permitido a los jóvenes acercarse a una poesía donde vuelve a primar el sonido, la armonía musical, algo que siempre fue mirado con cierta sospecha, por no decir con absoluto desprecio. El ejemplo unitario de sus libros les ha permitido entonces acercarse sin rubor a otros poetas, a encontrar que los vapuleados sonetos –recordemos que en Colombia la dictadura del soneto se prolongó por siglos, como en tiempos recientes lo hiciera la dictadura de la poesía social y coloquial– también pueden ser vehículos válidos de expresión poética.

Escritura

La escritura en la piedra
se torna fuente, nube.
No hay aquí la hiedra.
El cielo mana y sube

dejando en toda cosa
la leve adivinanza
de la muerte: la rosa
de polvo no me alcanza.

Me nombro en la escritura
de la Alhambra. El desierto
no es más que una aventura
del árabe. Su huerto

a la piedra resiste
cantado en la Gacela:
El paraíso existe
si duerme el centinela.

No se quiere decir que a Quessep lo hayan descubierto ni revalorado las nuevas generaciones. Por el contrario, ya desde hace bastante tiempo se ha venido insistiendo en la particular calidad de su obra. En su “rareza”. Lo que queremos resaltar es esa pérdida del pudor de un lector acostumbrado a una poesía más de corte coloquial y menos apegada al formalismo. De manera que ya no es un delito leer a Rubén Darío, a Lugones, a Nervo, o a los piedracelistas –Carranza, Rojas, Camacho Ramírez–. El sectarismo no sólo se da en política. También en apreciación poética.

Si se creía que el nadaísmo, aquel movimiento contestatario que entrara en la poesía colombiana como una tromba, había muerto, parece que no lo es tanto, ya que de ese grupo –Jotamario Arbeláez, Eduardo Escobar, Gonzalo Arango– los más jóvenes rescatan la figura de Jaime Jaramillo Escobar (1932), más conocido como X-504. En una época donde reina el poema corto, X-504 escribe poemas de enorme extensión, construidos con una gran coherencia interna, mecidos por una música parecida al salmo de la recitación. La lectura que de él se hace en la actualidad prefiere su aparentemente despreocupada admiración por el mundo, su comprensión de éste, dejando en un segundo término esa angustiante necesidad que tenían algunos miembros del nadaísmo por hacer una poesía que basaba sus fundamentos –aunque no lo reconozcan– en el simple hecho de sorprender al lector. La entronización del efectismo les ha pasado su factura, aunque es justo reconocer que una antología de la poesía colombiana sin algunos de los poemas de Jotamario Arbeláez o de Eduardo Escobar estaría incompleta.

 

En tercer lugar, el recientemente fallecido José Manuel Arango (1937-2002) es otro de los poetas tutelares. Su obra abre las compuertas a una manera sutil e inteligente de unir en pocas y exactas palabras naturaleza y ciudad, circunstancia personal y experiencia social. Tanto en sus poemas cortos como en los de mayor extensión se hace patente su mayor logro: el ángulo privilegiado en el que están escritos. Bajo la influencia de Emily Dickinson, de Wallace Stevens y de la poesía oriental, sus poemas mantienen una mirada atenta, lo que los hace vibrar de una manera distinta, ya que para Arango cada poema es único, independiente. Supo el poeta antioqueño en libros como Signos, Cantiga, Montañas, devolverle a la naturaleza su calidad de símbolo y a sus observaciones cotidianas, envolverlas bajo el fulgor de lo sagrado:

CERCA de la ventana iluminada
un aleteo roza el muro
de piedra

la mujer sueña
sueños tranquilos

y en el silencio, extraño como un libro,
también la ciudad es un texto.

 

En este rápido recuento de los poetas que están muy cerca de los jóvenes de hoy, destaca la figura de Darío Jaramillo Agudelo (1947). Este poeta, que también ha incursionado con éxito en la narrativa, ya cuenta con una favorable repercusión en el ámbito iberoamericano. Las ediciones que de su obra se han hecho tanto en México como en España, sin contar con el fervor que despierta en Colombia cada vez que publica un nuevo libro, hablan a las claras de su importancia. En sus poemas la ironía –que podría parecer una herencia del nadaísmo pero que nos parece heredera de la poesía norteamericana– y la experiencia cotidiana se han unido para adquirir un tono propio y contundente. Desde el principio supo evitar el tono confesional o contestatario que primaba en los años setenta. Es que el gran mérito de Jaramillo Agudelo consiste en que ha sabido anclar su poesía en el vertiginoso y peligrosísimo coloquialismo que campeó largamente por estos pagos, para volverlo un eficaz vehículo de comunicación, cuidando de no lastrarlo con la llaneza acostumbrada de este estilo, sino por el contrario, apropiándose de su libertad. No cayendo en su cautiverio. Al igual que uno de sus más admirados poetas, Jaime Gil de Biedma, la elegancia sin querer ser elegante, el saber decir sin resultar enfático, sin querer ser “poético”, el saber distanciarse, lo han convertido en una de las voces más influyentes de la poesía colombiana del siglo XX.

 

En quinto lugar, una figura muy controvertida en los últimos años ha sido la de Raúl Gómez Jattin (1945-1997). Este poeta abre otro horizonte entre los jóvenes, y más específicamente entre los escritores de la costa atlántica colombiana, al proveerles de nuevos temas –o de los mismos temas vistos de otro modo– para su poesía y porque les ha permitido hablar de su entorno con una voz propia, desenfadada. Por decirlo de otra manera, es justo reconocerle que supo abordar su entorno geográfico y biográfico sin sentir que estos asuntos fueran inferiores o carecieran de calidad literaria. Llamar a las cosas por su nombre, hacer explícita su inclinación sexual, hablar de la vegetación y de los patios de las casas dándoles un tono casi épico, de los pueblos polvorientos y de su afición a la zoofilia, han sido aspectos determinantes para que muchos poetas contemporáneos a él o posteriores miraran su entorno sin temer a sus propias palabras, sin temer al barroquismo de su habla, en definitiva, sin temer a ser llamados provincianos o sin temor a ser acusados de escribir una poesía en tono menor. Gómez Jattin les quitó cierta autocensura imperante en sus escritos así como los llenó de motivos para escribir sin miedo, recuperando para la poesía colombiana algo tan decisivo para esta región del país: la tradición oral.

Finalmente, y no por ser el último es el menos importante, entre los poetas que conforman el tronco más reciente de la poesía colombiana se encuentra Juan Manuel Roca (1946), quien desde un principio manejó con habilidad en sus poemas un tono de denuncia político mezclado con una concepción onírica, muy al estilo del surrealismo. No en balde sus grandes maestros son André Breton y el crítico y poeta argentino Aldo Pellegrini. Sabiendo Roca que tanto la denuncia –con su “mensaje” implícito–, como la veta surrealista –la traslación del orden y el significado de las cosas– lo podrían conducir a un callejón sin salida, en sus libros más recientes se advierte cierto cambio de rumbo, prefiriendo la exaltación a la acusación. Si lo suyo fueron las calles nocturnas de las ciudades, el pavor de habitar en un país de asesinos, aspectos que logró encerrar bajo un valioso bestiario, en épocas recientes ha cambiado el tono de su voz, huyendo de los fantasmas que él mismo había creado, matizando los temas que vertebraban su poética y dándole preferencia a otros, donde prevalece el milagro y la extrañeza de estar vivos, vistos siempre bajo el prisma de la dislocación, que es la manera que Roca ha encontrado para comprender su entorno.

II

Está comprobado que en los tiempos que corren en Colombia la poesía ha dejado de ser un ejercicio solitario. El papel fundamental que ha venido cumpliendo la Casa de Poesía Silva, el Festival de Poesía de Medellín y el de Bogotá, así como las revistas, encuentros, congresos y lecturas, la han convertido en una actividad cultural tan importante como los festivales de cine, danza o teatro, algo impensable en otros países, o en la misma Colombia, minada a diario por la crudeza de su realidad política y social. Esta “masificación” de la poesía ha traído como resultado la familiarización con poetas de otras latitudes, el conocimiento de diversas tendencias y sobre todo, el acceso constante y frecuente a una especie de “internacional poética”. De manera que los poetas últimos tienen en sus manos mayor información, mayor capacidad de análisis y sobre todo, más lecturas, que les ha dado nuevas herramientas para incorporar a su propio lenguaje. Que lo hagan o no, bien o mal, es otra cosa. Lo decisivo es que las tengan.

Como es sabido que las influencias o tendencias no atienden a las categorías temporales, el siguiente grupo de poetas comparten no solamente poéticas similares con los anteriores, sino también edades. Si los seis anteriores poetas, con sus respectivas reconsideraciones y revaluaciones forman el tronco principal donde canta el pájaro en el árbol de su genealogía, avancemos hacia otros poetas que también inciden en el más reciente quehacer poético. Éstos son Elkin Restrepo, Piedad Bonnett, William Ospina, Álvaro Rodríguez y Víctor Gaviria.

 

En este grupo la polifonía es un aspecto evidente. La poesía urbana de Víctor Gaviria (1955), más conocido por su trabajo cinematográfico –Rodrigo D. no futuro, La vendedora de rosas– emplea un reconocible corte narrativo. Por medio de historias anónimas que va relatando casi sin quererlo, como si hubiera dejado prendida la cámara sin que el autor intervenga en ellas, va poblando sus poemas con el rastro de esas personas que pasan delante de sus ojos. En cuanto a Elkin Restrepo (1942), quien dirige la revista de la Universidad de Antioquia, su voz se ha decantado en los últimos años hacia una brevedad que no tiene otro nombre que el de revelación. Amante del cine como Gaviria, dejó en Retrato de artistas testimonio de su deuda con las grandes estrellas del séptimo arte. En su más reciente libro, La visita que no pasó del jardín, donde se advierte la influencia de José Manuel Arango, –sin que ésta llegue en ningún momento a anular su propia entonación– toca temas muy cercanos a la poesía de esta región del país como son la familia, los recuerdos, los amores imposibles, teñidos por una nostalgia que nunca cae en el patetismo.

Piedad Bonnett (1951), aunque nacida como los dos anteriores en la misma parte del país –Antioquia–, apunta en otra dirección. Entresaca de los asuntos domésticos sus temas principales, sin olvidar la reflexión sobre la inutilidad de la escritura. En cada libro nuevo confirma el constante crecimiento de su obra, lo que le ha dado carta de naturaleza a la equivocadamente llamada “nueva poesía femenina” colombiana. Si María Mercedes Carranza abrió el camino, Piedad Bonnett representa no sólo a las mujeres sino también a una poesía poco complaciente con el canto, a una poesía fracturada que la emparenta con la que realiza Blanca Varela en el Perú. Por otra parte, Álvaro Rodríguez (1948) también es un ejemplo de concisión, del poema concebido no como comentario de la realidad sino como comprensión de la realidad. Traductor de Baudelaire, Apollinaire, Rimbaud, entre otros, sus libros despiertan en los lectores una sensación de seriedad, sinceridad y buen oficio. Con William Ospina (1954) las cosas van por otro lado. Ni lo urbano, ni lo coloquial, ni lo confesional, lo definen. Más bien Ospina recupera el poder del canto, el homenaje, la historia, la enumeración. Heredero del romanticismo, admirador del modernismo, de Whitman y Borges, este poeta ha sabido ampliar su territorio al dedicarse a la crítica y a la reflexión política, social y cultural del país.

 

Ahora el turno es para los poetas jóvenes. En Inventario a contraluz (2001) Federico Díaz Granados ha dejado una antología bastante amplia y completa –41 poetas, nacidos desde 1960 hasta 1980– de la más reciente hornada de la poesía colombiana. En su prólogo expresa claramente que “la experiencia común de recibir un país descuadernado condujo a esta promoción de poetas a ser testigos mudos e impotentes de una guerra sucia que ha ensangrentado a Colombia en los últimos quince años, con la utopía de un posible cambio en las estructuras morales, incineradas en la medida que caían acribillados los pocos líderes que surgían. De igual forma debieron ver en vivo y en directo la caída del muro de Berlín al ritmo de “The wall” de Pink Floyd, lo mismo que el bombardeo a la legendaria Bagdad, ciudad que conocían desde las páginas de Las mil y una noches en la llamada Operación Tormenta del desierto”.

En ellos tanto las influencias de los poetas tutelares como del segundo grupo que se acaba de mencionar saltan a la vista. Jorge Cadavid (1962), Catalina González (1976) y Gloria Posada (1967) han hecho una lectura provechosa de José Manuel Arango y de Elkin Restrepo. Jorge García Usta (1960), Carlos Fajardo (1961), Joaquín Mattos Omar (1960) y Gustavo Tatis Guerra (1961) se beneficiaron en sus inicios con el huracán de Raúl Gómez Jattin. Héctor Ignacio Rodríguez (1970-1998) de quien se incluyen aquí dos poemas en una breve muestra de poesía joven colombiana, John Galán Casanova (1970), Ricardo Silva Romero (1975), Francisco José González (1972) y Pascual Gaviria (1974) siguen muy a su manera la senda trazada por X-504 y Víctor Gaviria. Federico Díaz Granados (1974), Rafael del Castillo (1964), John Fitzgerald Torres (1965) le deben mucho de su trabajo a la obra de Héctor Rojas Herazo. Luis Mizar (1962), Fernando Denis (1968) y Felipe García Quintero (1973) a Giovanni Quessep y William Ospina. Carlos Alberto Troncoso (1961) y Sandra Uribe (1971) a Juan Manuel Roca.

Por supuesto muchos otros se escapan a la estrecha y tantas veces miope clasificación por sus influencias, ya que cada poeta encuentra su propia tradición para que cante mejor el pájaro de Gide. Tal es el caso de Juan Felipe Robledo (1968), quien con un par de libros publicados –De mañana, Premio de Poesía Jaime Sabines y La música de las horas, Premio de Poesía del Ministerio de Cultura 1991– es una de las voces, junto con la de Gloria Posada, que destacan por su firmeza, talento y enorme madurez entre la más reciente poesía colombiana.

III

La poesía colombiana ha venido escribiéndose y publicándose con la convicción de que cada poema es una afirmación de la vida, una negación a la muerte. Independientemente de las circunstancias políticas y sociales en las que se encuentran los poetas –o por el contrario, muy conscientes de ellas– saben que su mayor reto consiste en hacer buena literatura. Por eso esperan que su trabajo sea leído ateniéndose a criterios de su calidad propia, y que sus aciertos o desaciertos no sean valorados por el hecho de haber sido escritos en uno de los países más violentos del mundo.

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