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Actualización: 24/01/2012
Ramón Cote Baraibar
Colección privada
Por Luis GarcÃa Montero
La dulce caducidad de nuestras pasiones
Como nos indica el autor en su presentación, encontramos una buena manera de comprender las intenciones de este libro, en la moral que define a un coleccionista, a la persona que forma una Colección privada. Ramón Cote Baraibar caracteriza las colecciones privadas como un ámbito reducido, arbitrario, incompleto y obsesivo. Y tiene razón, pero no conviene olvidar que estas características se hacen verdad en un sentido paradójico. El coleccionista vive en la carencia y en lo incompleto porque necesita dialogar con la totalidad. Se trata de alguien que acaba convirtiendo lo arbitrario en una definición personal muy precisa, en una colección tan privada como particular. Porque las colecciones privadas no sólo se definen ante lo público, sino ante el Todo. Coleccionamos huellas, momentos, objetos que señalan una historia y nuestra nostalgia de la plenitud. Nos gustaría poseerlo todo y nos definimos en aquello que por azar y por obsesión vamos consiguiendo. Un coleccionista es un melancólico dedicado a pensar en el futuro.
La pintura y la poesía son en Colección privada un ejercicio optimista de restitución. Enfrentado con el tiempo y con la historia, con la dimensión biológica y cultural de la vida, el arte es una colección privada de los seres humanos, el conjunto de revelaciones que ilumina nuestra existencia. El poeta elabora en su libro, a través de la palabra, una colección privada, y los versos quieren ser también revelación, conocimiento de la pintura, de la historia y de su intimidad. Resulta inevitable que un poeta escriba sobre sí mismo y sobre la poesía al hablar de cualquier cosa. Pero debe quedar claro que en este caso la pintura no es una excusa anecdótica, sino una materia imprescindible de los poemas. Como afirma el escritor mexicano Fabio Morábito, en Colección privada "jamás se pierde de vista la presencia de la pintura". La mirada individual, la necesidad de elegir, más que una negación del todo, aparece como una operación de reconocimiento en el todo.
Cada huella esconde por eso la nostalgia de la plenitud. Las sugerencias, los instantes que aluden a la totalidad perdida son un eje sólido en el libro de Ramón Cote Baraibar. Frente a la Expulsión del Paraíso, sentimos con Masaccio que "nada, nada de eso, ni las semanas ni las arenas / ni las sucesivas generaciones / han podido de nuestros cuerpos / ese aroma a jazmín que un día muy lejano / trajeron del Paraíso". La poesía y la pintura, como la Virgen de la Anunciación de Antonello da Messina, son aves de alivio, del mismo modo que las naranjas de Paolo Uccello en la Batalla de San Romano son "un reflejo de otras naranjas / más lejanas y que jamás mano alguna / podrá alcanzar". La vitalidad resulta inseparable de la ilusión óptica y de la melancolía. Leonardo da Vinci nos enseña con su Ginevra Benci que el arte, como la memoria, es "una desesperada maniobra de rescate", mientras Caravaggio busca en cada joven su parentesco con el ángel. Por su lado, Joseph Cornell nos convence de que el arte permanece instalado en su sótano particular en la calle Utopía, y Hopper demuestra que, a medianoche, una luz encendida en lo alto de un edificio es un imperio.
En fin, vivimos entre huellas, entre restos de la totalidad, marcados por la nostalgia. De este modo las cosas se complican, porque el regreso a la plenitud no parece una verdadera solución. La totalidad nos inmovilizaría en la nada, nos disolvería en la muerte. Lo que define el tono lírico es "la dulce caducidad de nuestras pasiones", como escribe Ramón Cote a cuenta de Alejandro Obregón. Esa es la marca, la carencia que nos hace existir, el diálogo con el vacío que nos va llenando y nos mantiene vivos. No es otra la lección que nos otorga el vértigo de la ciudad, su ir y venir, su aparecer y desaparecer, como ese Madrid Sur de Antonio López, que se deshace y se esfuma, que corre y vive en la huida, porque el tiempo sigue fluyendo en el arte. Y es que el arte no detiene el tiempo; en realidad, capta la fuga del tiempo, el tiempo en su inevitable movilidad. Es esta fuga la que nos caracteriza, la que nos hace humanos, es decir, coleccionistas, seres particulares, reducidos (a nuestro propio ser), arbitrarios, incompletos y obsesivos. El "Caronte" de Patinir lo comprende al cruzar la Laguna Estigia, y maldice su destino total e incompleto. Es precisamente su condición transitoria, la que permite a los mortales emocionarse con la luz del crepúsculo.
Tampoco resulta viable la solución de idealizarlo todo, sublimarlo, detenerlo en una abstracción intangible. Con los amantes de Cezanne, debemos admitir que ningún día de la creación tiene valor si no se deja sobre lo que amamos la marca hambrienta de unos dientes. De este inevitable diálogo con la fugacidad y la materia, de esta búsqueda imperiosa de revelaciones, nacen la pintura y la poesía, y la Colección privada de Ramón Cote Baraibar. Como el poeta afirmó en la última línea de Botella Papel (1999), la vida acontece "entre vestigios y fulgores".
La variedad y riqueza del libro se consigue en una atmósfera de unidad porque un mismo fin es buscado a través de diferentes perspectivas. El proceso de conocimiento comienza en algunas ocasiones, como ocurre con la Res desollada de Rembrandt, cuando el cuadro se dirige a su autor. En otros casos, el espectador entabla un diálogo con el cuadro y ofrece su propia interpretación. Así ocurre en La joven de la perla de Vermeer. A veces los poemas se plantean como monólogos dramáticos, en los que el pintor justifica la lógica de su creación. Velázquez evoca la nostagia que sintió en una tibia tarde de septiembre, la efímera felicidad que late en el Jardín de Villa Médicis, y Balthus se las entiende con los laberintos de su deseo al imaginar a Katia leyendo. El poeta toma también la palabra de forma directa para hablar de algunos pintores o cuadros, como sucede en la pieza que nos cuenta la muerte del expresionista alemán Franz Marc. Se comparan los efectos de la granada que acabó con su vida, el 4 de marzo de 1916, con la fragmentación y el estallido de las formas que caracteriza su técnica pictórica. La variedad de perspectivas enriquece la atmósfera unitaria de esta Colección privada.
Ramón Cote Baraibar opta en su libro, y es de agradecer, por la precisión y la sencillez. Porque una aventura de estas características podía haber desembocado en el culturalismo, la pedantería y el espectáculo erudito, males poéticos a los que nos tiene acostumbrados la literatura de referencias estéticas. La pedantería es a la poesía culta lo que el derramamiento volcánico a las pretensiones telúricas, un espectáculo demasiado superficial. Ramón Cote, sin embargo, habla del arte a través de versos limpios y desnudos, buscando la intensidad en la mirada y en el recinto de la emoción intelectual. Esta es la opción poética de Ramón Cote Barabar, que se plasma en la calidad, la belleza y el valor reflexivo de su Colección privada, un libro muy recomendable.