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Actualización: 05/03/2012
Un espejo empañado
Por Eduardo García
"Más allá de la aparente diversidad de apuestas venimos observando una común tendencia del discurso poético a quebrarse en fragmentos."
Cada época acostumbra dar a luz un arte capaz de ofrecernos un espejo en el que sentirnos reflejados. Salta a la vista, al hojear multitud de libros de la poesía última, la aparición de una nueva línea de fuerza que parece manifestarse simultáneamente en diversas corrientes de estilo. A menudo los poemas evitan "cerrarse" en un sentido convencional. A un verso sucede otro que a simple vista no enlaza en un sentido inmediato con aquél. Más allá de la aparente diversidad de apuestas venimos observando una común tendencia del discurso poético a quebrarse en fragmentos. Una deconstrucción de la palabra que responde sin duda al enérgico impacto de la revolución tecnológica en nuestras vidas -el "zapping" televisivo, la navegación en Internet, el aluvión de SMS y mensajes de correo que nos cruzamos cada día-, pero que brota a un tiempo del veraz ejercicio de la introspección de un sujeto que se percibe hoy disperso, en precario equilibrio, vacilante. Cuando el poema se fragmenta en voces, cuando la sintaxis y el ritmo se entrecortan, cuando el verso parece balbucear, se abre paso nuestra incertidumbre en las palabras. Abocados a la perplejidad por un mundo en perpetuo e imprevisible cambio comenzamos a perder los puntos cardinales. Procuramos flotar a duras penas, fluir en plena tempestad, sin saber hacia dónde, sin reglas definidas. Es natural que la fragmentación que ha invadido nuestra percepción de la realidad y de nosotros mismos acabe por reflejarse en la poesía de nuestro tiempo. Si es cierto que el poeta se contempla en el espejo de la página hoy su azogue ha empezado a plegarse en un poliedro irregular.
No es de extrañar que así sea, si atendemos a cuanto sociólogos y psicólogos afirman sobre una época convulsa como la nuestra. El yo es cada vez más maleable, más dúctil la mirada. Desorientado equilibrista, intenta mantenerse sobre la cuerda floja de un inestable horizonte de valores, un mundo surcado de continuo por la contradicción. Como afirma Gilles Lipovetsky, ya no podemos ?ser?, sino ?estar?: atravesar diversos estados de conciencia. La incertidumbre es nuestro medio, el actual espacio de despliegue de la sensibilidad. El sujeto moderno, firme eje de diversas emociones, se dirige hacia una radical transformación. Asistimos hoy al nacimiento del plural e inestable sujeto hipermoderno: una sucesión de máscaras que se disuelven en la niebla.
Zygmunt Bauman insiste en el mismo fenómeno al definir nuestro tiempo como "modernidad líquida". Nos experimentamos como siluetas desdibujadas, extraviados en un caos vital de fuerzas en conflicto. O mejor, aplicando a la subjetividad su lúcida metáfora: sujetos líquidos, no sólidos. Zarandeados por la época precisamos adaptarnos a los cambios. Como el agua se adapta al recipiente, adoptamos la forma de los sucesivos contextos que nos acojen. El sólido yo centrado, la fuente de la poesía de la modernidad, se fragmenta en multitud de ecos dispares, experimentándose como el perplejo visitante de una galería de espejos. El siglo XXI ha llegado, alumbrando nuevas modulaciones de la voz. Un yo líquido, tanteante y fugaz: una fosforescencia.
El poema decoroso, altivo en su exquisita isosilabia, aquel que hacía gala de un rigor formal inmaculado, da muestras, en las últimas generaciones, de empezar a batirse en retirada. Bienvenido sea pues el poema impuro, vivaz, proliferante. Una poesía en donde una voz sumida en el caos de la época se embarca en fugaces tentativas, escenas condenadas de antemano a un margen de indeterminación, al emborronamiento. Una poesía manchada por nuestra perplejidad, nuestros contrarios impulsos, nuestra confusa evanescencia. Hoy la identidad no se descubre o revela en el poema: se inventa y reconstruye sin cesar, al paso de la voz. Work in progress: una vaga silueta que apenas logra perfilarse en claroscuro, siempre en tránsito, en el proceso mismo de escritura.
Lo cierto es que inauguramos el milenio sin saber ya muy bien de qué neblinoso magma subjetivo nacen unos versos. Apenas logramos discernir con claridad en qué clase de sujeto descentrado, ya sea disperso en una pluralidad de voces, ya disuelto en el discurso, reside su fuente remota, su oculto eje vertebrador. Y sin embargo intuimos que tan confusa voz -vacilante, desdoblada en otras muchas- nos refleja.
El poeta clásico intentaba otorgar un tranquilizador orden al lenguaje que simulara protegerle del caos de la vida. Ofrecía un simulacro de sentido en donde el yo lírico acudía a afianzarse en una impecable construcción. El lector buscaba en unos versos un sólido edificio de palabras al abrigo del cual acogerse, al modo de un refugio imaginario. Procuraba así una ilusoria paz en la lectura frente al imprevisible devenir de la existencia, tronando alrededor. La belleza, valor clásico donde los haya, fue siempre la platónica obsesión de los poetas amantes de la perfección formal: un espacio de armonía minuciosamente construido con palabras, protegido del fragor de la batalla cotidiana. Un escenario apto para la representación de un yo lírico sólido, sin fisuras.
Hoy todo parece haber cambiado. Algo ha debido de ocurrirnos cuando nuestros versos empiezan a resquebrajarse. Asistimos a una transformación de la sensibilidad que ha venido a desdibujar la arquitectura del poema. Más, si cabe, si los jóvenes poetas acostumbran ahora experimentar la fragmentación con naturalidad, sin dramatismo: apenas un latente estado de inquietud. Así pues, el poema en cuanto unidad de tono, simulacro de un sentido claramente perfilado, parece entrar en crisis. Pero una crisis fértil, generadora de inéditos horizontes. Un fenómeno que empieza también a afectar a esa convención que en las últimas décadas reclamaba todavía el contenido despliegue de una única voz a lo largo de todo un poemario. Día a día asistimos, dentro de un mismo libro, a una mayor diversidad: desdoblamiento en voces, perspectivas, tonalidades... Una suma de quebradas superficies en donde queda el rastro de sucesivos estados de conciencia.
En la era de la globalización y las nuevas tecnologías no es de extrañar que los poetas busquemos inspiración en las más diversas fuentes. Inéditas fusiones de una pluralidad de enfoques y tradiciones heredadas, construcción abierta a la fractura y el extrañamiento, dispersión de un yo líquido asentado sin angustia en la perplejidad: tales parecen las señas distintivas de una poesía que viene a reflejar la dinámica pulsional de una época accidentada e imprevisible, desnuda de certezas. Una poesía abocada a un futuro que se hurta a la mirada. Un empañado espejo en donde perseguir los borrosos fragmentos de un semblante que se evapora en el cristal.