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Edwin Madrid

Actualización: 21/03/2012

Jugar fútbol es como escribir

Por Edwin Madrid

" Fútbol y escritura me han enseñado que cada una, por su lado, es una fuerza corporal y física que exigen de mis textos una contundencia y velocidad imaginativas, puesto que una cosa es un jugador de fútbol, un escritor con una mirada única y exacta, y otra un farfullador de historias, el que esconde la pelota o la saca fuera del campo de juego."

Siempre me gustó el fútbol. De niño jugaba en la calle, los partidos podían durar toda la tarde, a mí se me acababa cuando empezaba a oscurecer y mi mamá de un grito me sacaba de la cancha. Descontando a mi madre, lo que se jugaba era el orgullo de ser el mejor, el más hábil y pícaro para hacer con la pelota lo que quisiera. No había espacio para los niños lindos. Jugar en la calle suponía extremar al cuerpo hasta el límite con tal de salir vencedores. Pero no solo estaban las condiciones físicas y técnicas del jugador, sino también, la inteligencia, la intuición, la inventiva y el riesgo que se ponían en el campo. Más tarde jugaría en canchas reglamentarias y llegaría a formar la reserva de un equipo profesional, percibiendo el olor del triunfo y la humillación de la derrota.

Por eso, para mí, jugar fútbol es un ritual que va mucho más allá de las palabras. Exactamente, jugar al fútbol será como escribir. Fútbol y escritura me han enseñado que cada una, por su lado, es una fuerza corporal y física que exigen de mis textos una contundencia y velocidad imaginativas, puesto que una cosa es un jugador de fútbol, un escritor con una mirada única y exacta, y otra un farfullador de historias, el que esconde la pelota o la saca fuera del campo de juego. Yo en la cancha, me esforzaba por ser un superdotado, alguien que tenía una manera especial e individual de percibir el mundo, y cuando escribo trato de dar mi interpretación personal y particular de las cosas y allí tengo, una téctica y una estrética, (que surgen de: táctica y estrategia, ética y estética) en la que pongo en juego las tripas y el corazón para que mis palabras o las palabras que elija, digan exactamente lo que quiero decir. Y es al calor del juego lo que uno puede ir recreando ese universo, reinventando la realidad y destruyendo los lugares comunes. Yo voy pegado a la vida, a la pelota y a lo que mi propia intuición me determina durante la marcha o, para el caso, durante la cancha; porque de lo que se trata es de llegar al gol con lúcida imaginación. Mi dominio sobre el balón, mi dominio sobre la palabra, debe rehacer el mundo en el que me muevo. No me refiero a que un escritor determina el mundo desde la razón; desde las gradas del estadio, donde la vista gobierna los movimientos de cada uno de los jugadores y dirige con tranquilidad la historia que va a escribir o el partido que quiere jugar. Es muy fácil armar el juego desde las gradas; desde allí, el juego puede ser un cuento, un poema o una novela de amor con melodrama incluido. Mas dentro de la cancha ese melodrama, es drama puro, una verdad apabullante que nos domina, nos hace sudar, nos quita el aliento, nos lleva a esas zonas de la cancha donde están las fronteras de la fuerza psíquica y física con la que se construye un poema o se gana las eliminatorias al campeonato del mundo. En eso reside la proeza de los once que saltan a la cancha.

Esto es lo que quiero de un jugador de fútbol o de un escritor: su entrega espiritual y física, que transpire su camiseta, que tiemble mientras escribe, quiero que vaya tras la pelota como un perro de presa, que le respire en la oreja al contrario, quiero que salte en los tiros de esquina, que grite para reordenar las líneas, quiero que se lance en busca de la pelota que está por abandonar la cancha. Quiero que sus libros huelan a vida y nos muestren la verdadera condición de los hombres y mujeres. Quiero ver como el sudor chorrea desde la cabeza de un escritor hasta inundar su pecho, quiero ver sus ojos clavados sobre las líneas que escribe. Quiero ver sus muecas de dolor o felicidad mientras coloca una por una las letras en el ordenador. Quiero escuchar su corazón mientras imagina el poema. Quiero ver su cuerpo jubiloso que tensa las venas y arterias con sus flujos y reflujos de sangre corriendo a borbotones e iluminando su mente, como aquellos cuerpos que se miden, que compiten. Cuerpos que borran los límites que los separan de sus compañeros de equipo para prolongarse y confundirse con la hinchada que ruge en las tribunas.

Un escritor es alguien que coloca una mentira verdadera donde antes no había nada, como un jugador de fútbol que coloca la pelota, donde los cien mil pares de ojos que lo contemplan, nunca se imaginaron que la podía colocar. Y eso sucede porque solo ese escritor o futbolista, lo puso ahí donde antes no había nada, y porque nadie más que él lo podía hacer. Pasión del jugador, pasión del escritor, pero pasión que armoniza como ninguna otra los excesos: el puro impulso, la espontaneidad de la corazonada, la eficacia del puntapié en la parte correcta de la pelota, con la renuncia expresa a transgredir las reglas. El respeto incondicional a las reglas del juego. Si hay algo que define a un buen jugador es, justamente, eso: la audacia, la temeridad, la fuerza y la resistencia articulada con el estricto cumplimiento de las reglas del juego que sanciona como déficit cualquier transgresión, esa ética y estética a las que me referí líneas atrás, donde no hay chance de escamotear al lector, ya que los trucos en la literatura son tan indigestos, que el lector menos avisado, los detectará y abandonará ese libro como si apagara el televisor donde se pasa un partido de fútbol escandalosamente aburrido.

La escritura y el fútbol son magia, no se los puede atrapar con simple palabrería, hay que sudar lágrimas de sangre, y las más de las veces, esa lucha con las palabras, esas miles de prácticas y de entrenamientos con la pelota, no se convierten en poema, no se convierten en un triunfo dentro de la cancha; y uno tiene que volver a empezar desde el principio con una vocación irrenunciable, con esa testarudez del jugador que le pega cien veces al balón hasta que este se dirige donde él lo quiso colocar, a ese lugar donde nunca llegan los guardametas, a ese lugar donde solo llegan los lectores que construyen la historia de la mano de su autor. Y aunque el escritor sea un equipo solitario y el futbolista sea uno de once, la tarea que realiza es igual, el escritor también sabe que tiene que habituar su cuerpo y su mente a la escritura, y está claro que el mundo que está creando depende de él para que alcance la armonía necesaria y la seducción del lector como el futbolista que conoce que si se mueve con eficacia en el ataque y en la defensa, su equipo tendrá las mejores opciones de alzarse con la victoria.

Imaginemos un equipo hispanoamericano con una delantera conformada por: García Márquez en la izquierda y Vargas Llosa en la punta derecha. En la media cancha tres jugadores muy cerebrales e imaginativos como Gonzalo Rojas, José Emilio Pacheco y Juan Goytisolo y como enganche Carlos Fuentes. Una defensa compuesta por Cristina Peri Rossi, dos torres poéticas como Rafael Cadenas y Toño Cisneros, y, al otro extremo, un carrilero como Elena Poniatowska, mientras en el arco, nada menos, que el mítico sacerdote Ernesto Cardenal. Como director técnico el viejo zorro antipoeta Nicanor Parra; además, un banco, entre los que destacan el cubano Retamar, el colombiano Álvaro Mutis junto al español Caballero Bonald, Eduardo Lizalde, el tigre de México, Almudena Grandes y una pléyade de jóvenes narradores y poetas que en cualquier momento remplazarán a los titulares. Este equipo de la lengua hispanoamericana, que se deslice en la cancha como una línea de 2-4-4; será tan poderoso como cualquiera de otra lengua, donde sin duda, existen tan buenos jugadores. Pero ya se quisieran uno de las características argentinas. ¿Acaso los jugadores hispanoamericanos no han enriquecido el fútbol de cualquier parte del mundo?

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