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Ramón Cote Bariabar

Actualización: 05/03/2012

Escrito en un poste de la luz

Por Ramón Cote Baraibar

"Un poema también fija, detiene, ahonda y vuelve, si no "mágica" la realidad, como proclamaba un tanto victoriosamente el aviso del poste de la luz, sí crea una realidad distinta, paralela, que nos permite apreciar algo que de otra manera no se podría advertir o decir."

Hace algunos años me encontré con uno de esos avisos fotocopiados que pegan en los postes de la luz en el que se invitaba a los despistados transeúntes a matricularse a un curso de fotografía. Y lo hacía con una frase contundente: "La fotografía vuelve mágica la realidad". Ese anuncio casero, con su respectivo teléfono y la imagen borrosa de una Hasselblad, fue como una especie de pieza que faltaba para completar un rompecabezas pues, efectivamente, la fotografía, al extraer algo que está sucediendo en el tiempo y separarlo de la simultaneidad en la que nos encontramos, revela lo momentáneo de las cosas, la verdad instantánea de la vida. De manera que, en definitiva, para ver necesitamos detener. No en balde todo el mundo quiere, con las actuales cámaras digitales, ver de inmediato el resultado, pues se aprecian cosas que no advertimos a simple vista, gestos que no habíamos descubierto y que de repente quedan fijadas en una especie de intempestiva intemporalidad.

El paralelismo con la poesía es inmediato. Aunque con otro lenguaje y formato y otros medios, un poema también fija, detiene, ahonda y vuelve, si no "mágica" la realidad, como proclamaba un tanto victoriosamente el aviso del poste de la luz, sí crea una realidad distinta, paralela, que nos permite apreciar algo que de otra manera no se podría advertir o decir. De allí que muchos lectores, al igual que sucede con la urgencia de ver la imagen fija en la pantalla de la cámara digital, como ya se anotara, se asomen de la misma manera a la poesía para reconocerse en los poemas.

No se quiere con esto decir que la poesía necesita ser "realista" para ser comprendida. Más bien, y volviendo a la mencionada simultaneidad, un poema es a fin de cuentas, sea cual sea su estilo y su propósito, un instante salvado, donde la voluntad, el talento y los diversos procedimientos harán lo suyo para darle la dimensión que necesite ocupar, para existir como un organismo independiente.

Ahora viene la segunda comparación y tiene que ver con una serie de bolas de cristal que mi madre coleccionó durante años y que, al momento de su muerte, sus hijos nos disputamos como si fueran verdaderos tesoros. Y lo eran, al menos para nosotros. Al final, cada uno quedó contento con la respectiva repartición. Las había grandes, pequeñas, de colores, con flores en su interior, otras con burbujas de aire detenido. Todas ellas al contacto con el sol producían en las paredes unas alucinantes imágenes, donde colores nunca antes vistos o delicados matices de luz mostraban, como un prisma elemental, su descomposición, su arco iris particular. Al igual que con el aviso urbano, esas sencillas y compactas y pesadas esferas transparentes escondían algunas claves del misterio de la poesía. Y en varios aspectos: primero, porque esas burbujas de aire de formas alargadas que parecen flotar eternamente en su interior, se parecen a su vez a los poemas -bolsas de palabras, almacenes de memoria, que se han elegido para ser algo, para tener una propia existencia. Segundo, porque esta anomalía interior, algo que alguien podría juzgar como una imperfección al interior de la esfera, contiene una intensidad, una fuerza propia, un delimitado territorio donde se atesora un movimiento detenido, algo así como el vuelo fugaz de una danza, algo que se resiste a morir, una parte que dice y retiene fragmentos del todo. La propia palabra BURBUJA, ya lo anotaba Machado, es balbuciente, efímera, nos remite a lo pasajero, a lo que pronto, por su liviandad puede estallar de un momento a otro. Pero éstas, por estar en su interior, estallan hacia adentro perpetuamente, preservan el aire contenido y se defienden de ser otra vez nada.

Eliot decía en los Cuatro cuartetos que el ser no soporta demasiada realidad. Pues bien: la poesía es la manera de rebelarse contra su constante tiranía y se separa, se hace poema para ser. Cada poema, entonces, aspira o desea ser un territorio salvado de la simultaneidad y también de la fugacidad y del olvido, y nace del interior de cada poeta para ser compartido como una señal, para convertirse en un objeto de dominio público. El poema, a su vez, es un retrato donde el autor puede verse y donde el lector también puede verse reflejado, en una convergencia que, esta vez sí, podríamos llamar "mágica", tal como lo proponía con elocuencia publicitaria el aviso del curso de fotografía.

Muchas veces, o mejor, en demasiadas ocasiones, todos los que escribimos poesía nos hemos encontrado con amigos o conocidos que nos confiesan que no entienden la poesía por ser demasiado abstracta o, ya entrando en el resbaloso terreno de los gustos, por ser excesivamente alambicada, retorcida. Puede que tengan razón, pero lo que es más extraña es que la vida de cada uno de ellos está rodeada de los mismos misterios y azares, dichas y tristezas que le suceden a cualquier persona, escriba poesía o no. La vida, increíblemente, está llena de poesía, que les llega de todas las formas, desde las canciones que escuchan en sus aparatos eléctricos o hasta en los mínimos sucesos cotidianos, por no mencionar nacimientos, muertes, encuentros fortuitos, casualidades, y un largo etcétera. Como afirmó hace poco William Ospina: "Todos sabemos que definir la poesía es imposible; en cambio a todos nos es dado el don casi espontáneo de sentirla. No sabemos qué es: sabemos dónde está". Pero lo que sí saben los que escriben poesía es que cada poema crea un punto de contacto, una intersección, una puerta que aguarda para que algún día ese hipotético lector la abra y se dé cuenta de que la poesía no es un ejercicio banal y vanidoso -como en el fondo supone- sino un espacio donde también se verá retratado y donde este mismo podrá descubrir esas bolsas de aire que flotan y que están esperando que las haga suyas, y que gracias a ellas pueda convertir en mágica, por momentos, la realidad, es decir, convertirla en una realidad emocionada y emocionante.

Y ahora una confesión no pedida: hace unos meses un amigo mexicano me contó que en un bar de Cuernavaca un desconocido empezó a recitar un poema que a él le parecía familiar. Se trataba de mi poema Granizo y cerezas donde se "cuenta" el momento en el que unos niños, después de una granizada espectacular, empezaron a comerse las cerezas heladas que estaban en el parque. Por supuesto quedé de piedra y vi de nuevo con claridad que el poema es exactamente ese punto de intersección entre lo íntimo y lo público, donde nos conocemos y reconocemos y donde se justifica esa amarga apreciación de Westphalen sobre la escritura: "Empeño manco este esfuerzo de juntar palabras".

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