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Antonio Deltoro

Actualización: 15/02/2012

El guardián del silencio

Por Antonio Deltoro

"En el barullo de la época sólo haciendo silencio, separando, creando nuevos espacios se puede aspirar a cultivar esa pasión por la metamorfosis que, para mí, distingue al poema"

En la vida diaria nos amurallamos para que no nos hieran y suponemos que a nuestro alrededor los hombres y las cosas están anestesiados, cuando no muertos. El poeta, los poemas, combaten esta ficción; en realidad todo está prodigiosamente vivo. Uno de mis libros más queridos es Maravilla del mundo, una selección de lo que ahora llamaríamos poemas en prosa de fray Luis de Granada, hecha por Pedro Salinas. En este librito se canta con igual atención y entusiasmo las cosas grandes y las pequeñas. Yo sería partidario de una religión que no resaltara unas cosas en detrimento de otras, de una religión horizontal, que no hiciera distinción entre el torrente y la gota, entre la fogata y el cerillo, entre las criaturas y su creador; que cantara la simultaneidad; que restituyera a todo la dignidad de lo enigmático y su calidad milagrosa.

Siempre me ha interesado la aventura de lo pequeño; "la normalidad aguda" para utilizar una expresión de Guillén; para mí no hay mayor honor que el de estar vivo; toda la poesía en el fondo celebra este hecho esencial; intenta devolverle la corona del ser a todo ser. Esto se puede realizar sin grandilocuencia, sin lujos verbales: también uno se enriquece con claridad; depurando se llega a nuevas abundancias. "Del sol de Dios ventana cristalina", dice de la verdad Lope de Vega,

yo lo diría de cierta poesía a la que aspiro.

Hablar inteligiblemente con uno mismo es una meta tan válida, al menos, como otras: hablar con un lenguaje que pueda comprender el prójimo, incluso en sus silencios e indeterminaciones; frecuentar, con la inteligencia y el alma, al menos como aspiración, un lugar seco, común, pero habitable, aunque a veces la realidad nos abrume y entonces sea una cuestión de vida o muerte retroceder más allá del prójimo y más allá de uno mismo y quedarse callado.

¿De qué manera cada poeta se va aproximando al poema? ¿De qué manera el poema va haciéndose antes de escribirse? Hay poetas que lo esperan sentados y entornando los ojos. Dejan que las cosas se aquieten, no interrumpen su viaje hacia el silencio. Otros poetas, al contrario, les gritan, las despiertan, hacen que revelen su nombre, su verdadera faz, las desenmascaran con la velocidad de un perro de caza que obliga a su presa a salir de su guarida. En lo personal, he ido evolucionando de la segunda a la primera actitud. Mi poesía va deslizándose de la rapidez a la lentitud, del énfasis al pudor, de la precipitación a la espera.

En el barullo de la época sólo haciendo silencio, separando, creando nuevos espacios se puede aspirar a cultivar esa pasión por la metamorfosis que, para mí, distingue al poema. El poema crea su soledad, su silencio. Esta zona de silencio, que está representada en la página por el blanco que rodea el poema, es el origen del rostro y de la voz del poeta; es su responsabilidad. Éste no debe rendirse a la superstición del resultado, de la prisa, de la cantidad, de lo lleno; que es la superstición de nuestros días. Debe ser fiel a su silencio y a su verbo; compartir con el pescador la religión de la espera. El poeta porque es responsable de su voz es el guardián del silencio; de su silencio.

Esta especie de "caza del no", como llaman los cazadores al espacio vacío, al tiempo de la espera, que incluso en la poesía más abigarrada y barroca está representado por lo espacios blancos que rodean el poema, es lo que en este momento quiero subrayar. Este silencio, si somos todavía capaces de él, no puede ser el de otros tiempos. El nuestro deberá ser como un bajorrelieve en el ruido de la época, un corolario lento, pero provisional como todos.

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