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Carlos Marzal

Actualización: 21/03/2012

Un recorrido por la poesía de Carlos Marzal (1987-2009)

Por Marta B. Ferrari

"La de Carlos Marzal es una poesía que, sin renegar de su arranque experiencial, se anima a explorar en nuevos territorios discursivos a partir de una entonación lírica personal que, a falta de mejor denominación, llamé una "lírica del pensamiento"

Cierras los ojos. Sientes
cómo viene el azahar de oscuras fuentes,
cómo se emboscan las barracas
-girasoles, higueras-,
cómo ladran los perros a distancia,
cómo canta la vida desde el fondo
del barro.

 

César Simón

En una reseña aparecida durante el mes de marzo de 1996 en el suplemento "Babelia" del diario madrileño El País, a pocos días de la publicación del que para muchos es el libro central de nuestro autor, Los países nocturnos, Miguel García Posada sostenía que en él Marzal llevaba hasta las últimas consecuencias "la llamada poética de la experiencia, pero más en la línea de la experiencia personal que de la histórica" (33). El crítico deslindaba así dos tensiones u orientaciones dentro de una misma estética dominante en España desde los años ´80, orientaciones que actúan como polos o extremos de un quehacer poético con unas coordenadas estéticas comunes. Efectivamente, la de Carlos Marzal es una poesía que, sin renegar de su arranque experiencial, se anima a explorar en nuevos territorios discursivos a partir de una entonación lírica personal que, a falta de mejor denominación, llamé una "lírica del pensamiento".1 Sin dejar de reconocerse integrante de la denominada "poesía de la experiencia", la escritura de Carlos Marzal inclina decididamente el platillo de la balanza hacia el componente subjetivo de la experiencia; un término que, como lo admite el mismo poeta, se ha tornado excesivamente lábil como para referir una cosa y, a la vez, su contraria:

 

La experiencia, para mí, constituye el entero patrimonio físico y espiritual de la vida del hombre. Tan perteneciente a la experiencia es el universo cultural, como los acontecimientos biográficos. Tan propio de la intimidad es lo soñado como lo acontecido dentro de los límites de la cotidianeidad. El lenguaje no existe sino como la experiencia que cada cual posee del lenguaje en abstracto y de su uso en concreto. El fenómeno religioso, el místico son partes de un todo que podemos denominar con la palabra experiencia, que alude a los intereses del hombre en todos los ámbitos. (Marzal, 2005b: 25).

 

Estaríamos aquí ante una poesía que, a diferencia de la de sus compañeros generacionales, amplía significativa y críticamente el campo conceptual de lo que se entiende por experiencia y repone como tono dominante la cadencia meditativa y el tono reflexivo que tan temprana como acertadamente advirtiera Luis Antonio de Villena en la escritura poética de nuestro autor al señalar que en Marzal la poesía de la experiencia tendía a lo sentencioso, "versos lapidarios" -dirá-, "un talante meditador, de filosofía moral y eudaimonista que es quizá su tono más propio" (27). Esta defensa de una ética de la felicidad a la que Marzal asiente -"La función sagrada del arte es, a mi modo de ver, la persecución de la felicidad" (2009b:17)- también es advertida por Luis García Montero cuando señala: "Carlos Marzal consume la vida con una voluntad penetradora, apuesta por la felicidad sin renunciar a las sombras de la inteligencia" (154). Una poesía que lucha por someter la palabra al ritmo interior del pensamiento, que aspira a conquistar un modo de pensar mediante el lenguaje a través de un tono meditativo que nace de la íntima relación entre el mundo sensorial y el mundo de las significaciones, entre experiencia e idea como quería Robert Langbaum, generando un efecto de identificación más que de complicidad con su lector. Si en la escritura cómplice de los poetas de la experiencia, emisor y receptor parecen estar ambos en previo conocimiento de un secreto común,# en esta poética del pensamiento, autor y lector logran simultáneamente una mutua identificación -una mutua empatía, entendida ésta como un modo más de conocimiento como lo planteara Langbaum en su libro Poetry of experience- en el acto mismo de descubrir el significado de un poema. La escritura poética de Marzal adhiere así a una vasta genealogía que bien podría arrancar en el siglo XVII, con la elección de un tono de voz próximo a la reticencia y la austeridad y alejado del énfasis y la retórica  y que prevé como ámbito de resonancia de sus versos un espacio igualmente entrañable e íntimo. Una escritura que entronca con la contención y la reducción que también caracterizaran al barroco -tanto hispánico como sajón- como bien nos recuerda Aurora Egido en su estudio sobre la palabra poética en el siglo XVII:

 

El poeta barroco está sujeto a numerosas contenciones y al lado de la prolijidad, hay todo un proceso de reducción, de eliminación y de síntesis que debe ser entendido en sus justos términos. En este sentido, la retórica y la poética del silencio representarían el grado último de oposición a la retórica incontenida con que se ha caracterizado y hasta menospreciado, históricamente la hidra bocal del barroco. (81)

 

Este gusto de su escritura por la brevedad sustentado en la técnica -también de raigambre barroca- de acumular el mayor significado posible en el menor espacio discursivo es una percepción que el mismo Marzal confirma al sostener que su "flujo mental", su "proceder intelectual" es de naturaleza aforística,# y que sus poemas nacen "a partir de un enunciado sentencioso que está sometido a un ritmo interno, a una "música pensada, ideas que revolotean alrededor de un eje de carácter acústico" (2009b:13), y  añade:

 

En el ejercicio escrutador de mí mismo que entraña lo que escribo, he observado que el aforismo es una de las maneras habituales en que trabaja mi mente; tal vez la manera más propia en que suele afrontar la tarea que podríamos denominar el pensamiento (...). Creo que el mecanismo que rige mi cabeza es de naturaleza sentenciosa: obra por máximas; es decir, por destellos, por enunciados que tienden a contener una idea completa (12).

 

Carlos Marzal ha realizado una pública declaración de principios poéticos en la que aunaba comunicación y conocimiento, emoción y capacidad de crítica, el afecto del placer y la lección ética; en síntesis, el docere, delectare y  movere  de la retórica clásica:

 

Escribir consiste (...) en partir hacia un lugar sólo intuido en la bruma. El paraje al que se llega (...) constituye un descubrimiento absoluto, un lugar del lenguaje. De ahí que entienda la literatura, además de como comunicación y como conocimiento, además de como delectación y como enseñanza (...), también como descubrimiento. El descubrimiento poético sería así (...) la comunicación al lector de un conocimiento íntimo y ajeno, que nos deleita y nos enseña, en la palabra. (...) Gracias a la intensidad de la poesía, cuando transmite la emoción estética, accedemos a una forma superior de sabiduría, de comunión en el saber que nos hace asentir al mundo en lo que el mundo tiene de maravilla y que nos fuerza a mostrarnos críticos con la existencia en aquello que la existencia alberga de criticable. (Marzal, 2005b:13-23)

 

El movere ("la emoción recordada en tranquilidad", según definición de  Wordsworth en el prefacio a sus Baladas Líricas) aparece -como también nos lo recuerda Egido- como la finalidad básica del poeta barroco (88), mientras que el docere y el delectare andan parejos en ese acto del entendimiento capaz de discernir lo que hay bajo los efectos sensoriales o impresionistas de los tropos retóricos. Porque la dominante lógica o conceptual que guía el estilo conceptista con su replegarse del discurso sobre sí mismo, con su intento de decir elípticamente, con su entramado de paradojas, quiasmos, correspondencias y oxímoros apuntan simultáneamente a conmover al lector, a transformar la reflexión en emotividad.

A lo largo de toda su trayectoria -desde su poemario inicial El último de la fiesta (1987) hasta Anima mía (2009)-  la escritura de Marzal se ha mantenido fiel al precepto que él mismo se impusiera, el de la corrección formal, algo que involucra no sólo a la estructura del poema y a una dicción (fraseo, sintaxis y vocabulario) que respeta la acentuación y la respiración de un decir sin artificios, sino que compromete también a la ya referida contención y equilibrada dosificación tonal de sus textos. La variedad formal que exhibe su escritura oscila desde la estricta regularidad métrica (del endecasílabo al hexasílabo medido y rimado) hasta la buscada sequedad y naturalidad del verso libre; del empleo del terceto o sexteto de tradición modernista a las formas estróficas más libres y menos codificadas.

Y todo ello a cargo de una voz poética que, en sus libros iniciales, ostenta la pose del personaje insolente, algo frívolo y decadente en su rol desacralizador, personaje extremadamente ficticio y artificiosamente literario que irá dejando lugar progresivamente a una voz íntima, la de un sujeto consciente de su incerteza (y para quien dejar constancia de la incertidumbre constituye la única certeza desde la que puede articular su discurso), su relatividad y  provisionalidad. Una voz que comienza apropiándose de esa poética de "línea clara", tal como la enunciara Luis Alberto de Cuenca a propósito de "La brisa de la calle" (1985), que repone el registro coloquial y la retórica menuda o, en expresión del autor, la "mini elocuencia". Pero que ya en Los países nocturnos cede a la apuesta por la ampliación léxica y explora en el vasto lenguaje de las ciencias, algo que cristalizará emblemáticamente en su libro siguiente, Metales pesados. Este será, a mi juicio, el libro central de la producción poética marzaliana, el que inaugura el giro que va del materialismo científico al trascendentalismo místico, del yo al nosotros, de la enunciación neutra o sentenciosa a la apelación y al imperativo, del poema como ejercicio de ficción al poema como cántico y celebración, el que intenta alejarse de la retórica e inaugura la modalidad del despojamiento expresivo que será la impronta poética de su último poemario,  Ánima mía.

Dentro de esta trayectoria, Fuera de mí significará un intermedio lírico con sus juegos aliterativos que acercan el poema a la canción, con su léxico neomodernista y su profundo extrañamiento lingüístico que generan un efecto desautomatizador en la percepción lectora, concomitante con el asombro y la perplejidad que siguen definiendo al sujeto, pero deliberadamente distanciado de la buscada complicidad experiencial.

Cuando abrimos un libro -señala Marzal- en realidad estamos despertando una infinita cadena de lecturas a través de lecturas, de influencias a través de influencias, de admiraciones a través de admiraciones, "las influencias, dijo con acierto Jaime Gil de Biedma, hay que merecérselas, y no sólo soñarlas. Por eso, los más indicados para juzgarlas nunca son los autores, sino los lectores de los autores. Que sean los demás quienes persigan ese infinito hilván de las influencias en la tradición".  (Marzal, 2009b: 39-40). Más que de lecturas o influencias, Marzal prefiere hablar de la voluntad de  "unir ciertos nombres al suyo propio", como lo confiesa en el poema "Epílogo privado", y así en los tres libros iniciales podemos leer -entre muchos otros- nombres de poetas y nombres de filósofos, los de Boecio y Schopenhauer, Quevedo y Calderón, Louis-Ferdinand Céline  y Jorge Luis Borges, Manuel Machado y Luis Alberto de Cuenca, Jaime Gil de Biedma, Francisco Brines -"maestro próximo, un amigo, un padre y un ejemplo" (Marzal, 2009: 152)-  y Felipe Benítez Reyes, T.S. Eliot, Antonin Artaud, Unamuno y Emil Ciorán. Y desde la publicación de Metales pesados, libro bisagra en su trayectoria escritural, se sumarán los de San Juan de la Cruz y Heráclito, Hiedegger y Tertuliano, Emily Dickinson y George Santayana, Manrique y Juan Ramón Jiménez, Bécquer y Miguel Hernández, José Hierro, John  Keats y Horacio. A todos ellos debemos añadir el nombre de otro de sus maestros valencianos, César Simón, a quien rinde homenaje en el poema "La edad del paraíso", y de quien adopta esa poesía de tono sosegado pero fervoroso, de metafísico extrañamiento ante la contemplación del mundo y la conciencia del ser frente a la muerte.

Mientras las preocupaciones temáticas se confirman y acentúan libro tras libro, los registros poéticos van variando significativamente a lo largo de la obra de Marzal. Desde su primer poemario, El último de la fiesta, hasta Ánima mía hemos recorrido diversos caminos expresivos: el de la ironía festiva, el del feroz escepticismo existencial, los tonos altos de exaltación vitalista y los bajos tonos del sombrío nihilismo celiniano. Un registro que se podría definir mejor  con una síntesis de claros ecos unamunianos (la preocupación por el "bufo trágico" tal como se plantea en Niebla) y que él mismo propone, el de "la trágica humorada." Pero más allá de la variación tonal que es un dispositivo al que el autor recurre de modo permanente, sus dos últimos libros son libros de síntesis, de madurez y aprendizaje, de amoroso entendimiento con el mundo; son libros que se orientan decididamente hacia el tono celebratorio, el del canto de alabanza y la cadencia hímnica de visos claramente neorrománticos.

Sin embargo, la tensión dialéctica deliberadamente irresuelta entre levedad y profundidad, entre vitalismo y nihilismo se mantendrá a lo largo de toda su obra como el modo más efectivo para plasmar ese estado de duradera perplejidad y asombro afectuoso ante lo que la vida es, porque en todo descubrimiento está implícita también la sorpresa del reconocimiento. Significativamente el autor elige concluir -una conclusión que paradójicamente  nada clausura, "una interrogación que no se extingue" en verso de César Simón- ese canto de exaltación a la vida que es su último poema dedicado a Luis Landero y titulado "A pájaros", con una serie de interrogaciones. Estos interrogantes suponen, a un tiempo, la incerteza connatural al sujeto y la pregunta retórica, pero esta última, como figura de diálogo que es, hace aquí algo muy distinto a preguntar, de hecho nos sitúa frente a un enunciado que contiene en sí mismo una respuesta afirmativa apelando con su carácter oblicuamente argumentativo a despertar, otra vez hacia la vida, la conciencia dormida del lector:


y, por ello, no la nec

Cierra ese libro abstracto,

y sal a comprender lo que has leído.

(...)

¿Quién sabe qué sentido es el del verde

con que nos quiere verdes el deseo?

A ver qué levantamos,

con un poco de suerte, hasta la boca,

con un poco de arrojo, hasta la muerte.

 

¿Estamos a gozar,

o estamos secos

de toda sequedad, sin una gota?

 

¿Estamos a vivir

o es que no estamos? (144)

 

Bibliografía:

 

-de Villena, Luis Antonio (1992),  Fin de siglo. El sesgo clásico en la última poesía español. Madrid: Visor.

-García Montero, Luis (1994). "Carlos Marzal". Lérida: Scriptura Nro: 10.

-García Posada, Miguel (1996). "Carlos Marzal y la noche futura", El País, 23 de marzo de 1996.

-Marzal, Carlos (2005a). El corazón perplejo.Poesía reunida, 1987-2004. Barcelona: Tusquets.

-Marzal, Carlos (2005b) Poesía y Poética. Madrid: Fundación Juan March.

-Marzal, Carlos (2009a). Ánima mía. Barcelona: Tusquets.

-Marzal, Carlos (2009b) Los otros de uno mismo. Valladolid: Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial Universidad de Valladolid.

 

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