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Actualización: 21/03/2012
Las miradas perdidas de Fina García Marruz
Por Milena Rodríguez Gutiérrez
"Las miradas perdidas es también, quizás, el libro que alcanza una mayor unidad en la obra de la escritora, un libro compacto, donde los poemas significan por sí mismos y, a la vez, están perfectamente imbricados en un conjunto mayor."
Decía Eliseo Diego que Fina García Marruz había escrito, a lo largo de su vida, un solo libro de poemas, sus miradas perdidas o sus visitaciones. Probablemente Eliseo Diego tenía razón, aunque habría, quizás, que matizar que en esa escrtura continua hay ciertas digresiones, o desvíos, a veces preciosos o entrañables. Acaso, el gran libro de Fina sea su primera suma de libros, Las miradas perdidas (1951). Es fundamentalmente en ese libro donde se hacen verdaderas aquellas palabras que escribiera en 1954 Fernández Retamar con las que aludía a la poética de la llamada segunda promoción origenista, a la que pertenece Fina; una poética cuya temática era
... el pasado, la niñez, los sitios primeros en la vida; temas todos traspasados no por una nostalgia sentimental, sino por un aire de misterio o maravilla que los convierte en huellas de algo paradisíaco y fabuloso.
Las miradas perdidas es también, quizás, el libro que alcanza una mayor unidad en la obra de la escritora, un libro compacto, donde los poemas significan por sí mismos y, a la vez, están perfectamente imbricados en un conjunto mayor. Está ya aquí contenido y desarrollado el concepto de entrevisión, no "lo que permanece siempre huyendo", sino "lo que huyendo, permanece" que es el gran tema de García Marruz o, como bien afirma su principal estudioso, Jorge Luis Arcos, constituye el centro de su pensamiento poético. Algunos de sus poemas mayores los encontramos en este libro: "Una dulce nevada está cayendo"; "Ama la superficie casta y triste"; "Yo quiero ver"; "El bello niño"; "Canción de otoño"; "Vendrá la muerte"; "La demente en la puerta de la iglesia"; "Retrato de una doncella siciliana"... Otros grandes poemas, pertenecientes a libros posteriores, son, en cierta medida, variaciones de este mismo tema; así: "Ya yo también estoy entre los otros"; "El jardín"; "Ya viene el grave otoño"; "No avanza la ola siempre: retrocede"; "Quiero escribir con el silencio vivo"; "Los indios nuestros"; "Ay, Cuba, Cuba..." (Visitaciones); "Del tiempo largo"; "Piedras"; "Cine mudo"; "El momento que más amo"; "Terpsícore"; "A los espacios"; "El instante raro" (Habana del Centro).
De Las miradas perdidas podríamos decir, siguiendo a Gastón Bachelard, que es el libro de una soñadora de ensueños más que de sueños; es decir, se trata de uno de esos libros cuyos poemas parecen haber sido escritos en la penumbra, bajo la llama de una vela, bajo una pequeña luz. En estos versos, para decirlo con Bachelard, la poeta es un "soñador de llama"; alguien que "une lo que ve con lo que ha visto. Conoce la fusión entre la imaginación y la memoria". O, como escribe Emilio de Armas: el libro se sitúa en "un ámbito de penumbrosas estancias donde un breve rumor puede equivaler al lenguaje más hondo".
Resulta interesante colocar estas miradas perdidas junto a los poemas del origenista cuya poética se encuentra acaso más próxima a la de García Marruz, Eliseo Diego y advertir dichas proximidades, pero también las peculiaridades y matices que los diferencian. Por ejemplo, en En la calzada de Jesús del Monte, que es el primer libro de Eliseo Diego, hay una fuerte presencia del sueño: "que toda la vida es sueño", dice la cita calderoniana que abre el libro; el sueño, o también el ensueño de Diego, toma como centro la amplia calzada de Jesús del Monte, y los protagonistas de los poemas son, a menudo, elementos del afuera: la calle, las columnas, la esquina, los portales...; "Calzada, reino, sueño mío...", escribe Diego. En medio de la calzada, dirá también: "esta isla pequeña rodeada por Dios en todas partes" ("El primer discurso"). García Marruz, sin embargo, se mueve principalmente en la penumbra de la casa; allí dice: "el círculo del ser me rodeaba por todas partes" ("Los astros"). Así, apenas sin salir de la casa, bajo una luz generalmente mitigada, tenue, la voz poética percibe el círculo del ser. No necesita más que un pasillo o un cuarto, unos oscuros muebles, una mampara, unos trajes... y la imaginación y la memoria. Hay una preciosa fantasía, o acaso sería mejor decir un ensueño, en Las miradas perdidas que, sin ser tal vez uno de los grandes poemas de la escritora, resulta, sin embargo, delicioso, e idóneo para ejemplificar lo que venimos diciendo. El poema se titula "Convalecencia" y es una auténtica aventura que transcurre ya no sólo dentro de la casa, sino dentro de un cuarto y todavía más, en la cama:
CONVALECENCIA
Ah, que todos se han ido
a comer, mientras queda
el cuarto en la dulcísima
penumbra de las siete!
Mi edad me envuelve tierna,
tranquila y segurísima.
Me vela mi tamaño
como un pobre que espera.
Y es maternal la extraña
dulzura de taparse
tras la abrigada manta.
Apartada, poseo
lentamente. ¿Qué otra
eres, de pronto, mampara,
ahora que eres, bella,
pura y sola, tú misma?
Me llaman. ¿Qué obedezco
oculta y suavemente?
Estoy aquí. ¿Regreso?
¿Y de qué extraño pueblo?
Ah, que viene mi madre,
de larga bata oscura,
con el vaso y la lámpara
en sus manos suavísimas!
En el texto, se han ido todos los familiares a comer y la niña del poema se ha quedado sola en "la dulcísima / penumbra de las siete", amparada por su edad y su tamaño; sola con estas cosas, no necesita más: puede comenzar su ensueño bajo la manta; un ensueño que dice con ese verso tan sugestivo: "Apartada, poseo / lentamente". Su ensueño se centra en la mampara, un ensueño que queda sólo sugerido en el texto: "¿Qué otra / eres, de pronto, mampara, / ahora que eres, bella, / pura y sola, tú misma?". La llegada de la madre provoca el brusco regreso, la vuelta del peculiar viaje: "Me llaman. ¿Qué obedezco / oculta y suavemente? / Estoy aquí. ¿Regreso? / ¿Y de qué extraño pueblo?/ Ah, que viene mi madre, / de larga bata oscura". Por los extraños pueblos, recordemos, se titulaba el segundo poemario de Eliseo Diego. En aquel libro, Diego recorría y describía lugares, sitios reales de los pueblos (el almacén, los trenes, la cañada, los caminos...). Asombrosamente, Fina no necesita salir de la casa, y aún siquiera de la cama, para ir, pasear y volver de los extraños pueblos. No necesita apenas el afuera real; le basta la casa, lo de adentro y por supuesto, su imaginación y su deseo ("las ganas de salir, no lo de afuera, / iluminan el tedio de la casa", dice en otro poema de este libro, "Las ganas de salir") para su deslumbrante aventura.
Uno de los poemas centrales y más hermosos de Las miradas perdidas es, sin duda, "Canción de otoño":
CANCIÓN DE OTOÑO
¿Conoces tú el país?...
GOETHE
Repitamos con tono de balada muy vieja:
"Cómo volver allí cómo volver."
Puedo volver, amigo, al país más lejano.
Fácil sería ver la nieve y los ciruelos.
Pero enséñame, dime el intacto camino
que me llevó al lugar de nuestro encuentro.
Llévame a los hondos pasillos de la casa
en que estuvimos con frío aire de otoño.
¿Cómo volver allí, cómo volver?
Podemos caminar la tierra entera.
Cansados de buscar, preguntaríamos
"¿Cómo volver allí, cómo volver
al lugar que está sólo a unos pasos
de aquí, conoces tú el camino?"
Allí nosotros solos, los fugaces,
entre el muro real, la tarde eterna,
estuvimos hablando de los libros
preferidos, oyéndonos las voces.
Cómo volver allí, cómo volver,
si ya el pasillo está lleno de polvo,
y he visto ya mi alma totalmente
y no entro en mí como en un parque oculto.
Más que un amor que no es correspondido
o el futuro que mira un moribundo,
lo imposible es la casa en que estuvimos,
y cómo a mí me sonaban tus palabras.
Cómo volver allí, cómo volver,
a imaginar siquiera lo que fuimos,
la extraña adolescencia, los encuentros,
y los juegos más graves que la frívola vida.
Oh y los muros estaban como un hecho
irrefutable, más allá del deseo
de mis ojos fugaces y distintos!
La casa, sí, sólo un amargo engaño,
era frágil, mortal como los sueños.
Nosotros, los fugaces, los despiertos
¿cómo podemos di, volver allí?
Puedo volver, amigo, al país más lejano,
al país de la nieve y los ciruelos.
¿Mas adonde quedó tu traje oscuro,
tus palabras y el ruido del otoño?
Puedo mirar a la verdad, los ángeles.
¿Mas aquella mentira en que creímos,
con ácida pureza, en los días secretos?
Puedo soñar el sueño más distante.
¿Qué quedará más lejos que la tarde
que acaba de pasar, parque encantado?
¿Conoces tú el país en que se vuelve?
Y sin embargo escribo sobre su polvo "siempre".
Yo digo siempre como el que dice adiós.
Este poema, que resulta también fundamental en la poética de Fina García Marruz, nos permite percibir el que acaso sea uno de los secretos de la eficacia y de la belleza de su poesía, esa fusión, ese modo en que se armonizan elementos que pertenecen a diferentes órdenes y categorías: el espacio y el tiempo, lo ideal y lo material, lo abstracto y lo concreto, lo real y lo fantástico, lo adulto y lo infantil, lo trascendente y lo cotidiano menor. El poema es un canto y también una pregunta por la infancia y la adolescencia, pregunta que leemos filosófica y trascendental y, simultáneamente, entrañable, cordial, e incluso ingenua. La voz que habla en este poema es, a la vez, adulta e infantil: el poema consigue que los acentos infantiles, ingenuos, que aparecen en la voz poética adquieran una dimensión trascendente; o tal vez habría que decirlo al revés: el poema logra que sus acentos trascendentes no parezcan nunca impostados, gracias a esa ingenuidad, a ese aire infantil que hallamos en la voz poética; de ahí, acaso, la magia de estos versos. Quizás valga la pena recordar aquí algunos de los apuntes de García Marruz sobre La Edad de Oro, la revista infantil creada por José Martí. Decía García Marruz:
...no bastaba con eludir el tono presuntuoso sino también el otro extremo, quizás más frecuente, del tono excesiva o deliberadamente ingenuo. Por ahí suele pecar más el libro destinado a los niños. El equilibrio es de veras difícil, de ahí que sen tan contados los escritores que han sabido hablarles a los niños. Suele pasarles lo que a Alicia al querer entrar en el País de las Maravillas, que tan pronto se volvía demasiado grande como demasiado pequeña. Así, el lenguaje se les vuelve demasiado magistral o demasiado pueril.
Podríamos decir que en este libro, la voz poética es una especie de Alicia que viaja al país de la infancia y la adolescencia, al País de las Maravillas, y que consigue, sin embargo, no parecer nunca ni demasiado grande ni demasiado pequeña; el lenguaje del viaje no es, tampoco, ni presuntuoso ni pueril; consigue, pues, el equilibrio perfecto y tan difícil.
En este texto, el tiempo es convertido, o presentado no sólo como tiempo en sí, sino también como espacio y como materia: el pasado de la infancia es así un lugar real y concreto, un lugar también vivenciado o sentido: "...los hondos pasillos de la casa / donde estuvimos con frío aire de otoño", "...la casa en que estuvimos / y cómo a mí me sonaban tus palabras"; no se trata, pues, de un tiempo ideal, presente sólo en la memoria sino también de un lugar físico: el "lugar que está sólo a unos pasos / de aquí..."; tan físico, tan material, que la voz poética llega a preguntar: "¿conoces tú el camino?". Asimismo, la imposibilidad para volver a ese particular pasado, está dada, sin que se establezcan jerarquías entre ellas, tanto por razones materiales (y en cierto modo infantiles, ingenuas): "Cómo volver allí, cómo volver, / si ya el pasillo está lleno de polvo", como por motivos trascendentes: "...he visto ya mi alma totalmente / y no entro en mí como en un parque oculto". La voz poética, con su acento infantil, nos da también una de las claves y una de las verdades más auténticas de por qué perdura (no sólo para ella, sino para todos) ese tiempo pasado, ese tiempo de la infancia, y es que en él ocupaban los juegos el centro; los juegos, sin duda, "más graves que la frívola vida". La fusión, la armonía, la anulación de contrarios, alcanza su máxima intensidad al final del poema, bellísimo momento en que se tocan -instante raro y fugaz-, presencia y ausencia, pasado y presente, ingenuidad y trascendencia, convirtiéndose en una sola y misma cosa; esa constatación, así, de "lo eterno en lo fugaz" que, como dice Arcos, puede sintetizar toda la poesía de García Marruz: "¿Conoces tú el país en que se vuelve? / Y sin embargo escribo sobre su polvo "siempre". / Yo digo siempre como el que dice adiós".
La importancia de Las miradas perdidas viene a confirmarla la que podría considerarse, al menos hasta ahora (se sabe que la autora tiene aún muchos poemas inéditos), como última publicación de García Marruz. Nos referimos al cuaderno "Umbral", incluido en la recopilación de su Obra poética editada en 2008. El cuaderno tiene un subtítulo: "Poemas que no incluí en Las miradas perdidas (1940-1951)". Así, el último trabajo poético de García Marruz no es otra cosa, en realidad, que una mirada perdida, un bis, una prolongación de su primer libro. Su obra parece cerrarse, como un círculo, donde mismo comenzó.
Pero tal vez Las miradas perdidas nos parece el gran libro de García Marruz porque es aquí donde la encontramos por primera vez, donde entramos, maravillados, en su mundo. Porque conocer sus miradas perdidas nos permite entregarnos a sus visitaciones, y andar por su Habana del Centro no como viajeros que llegaran a lugares desconocidos, sino como quien regresa a sitios familiares, entrañables, conservados ya en la memoria.
* Fragmento revisado del prólogo a la antología de Fina García Marruz El instante raro, publicado por Pre-Textos en 2010.