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Víctor Manuel Mendiola

Actualización: 24/01/2012

Contra la espontaneidad

Por Víctor Manuel Mendiola

"¿La poesía dejó de importar porque abandonó el salto imprevisto, la imagen súbita o, por el contrario, porque ya no sube o porque ya no se hunde en una visión densa y con un sentido que no deja de encontrar siempre más significado?"

Un señalamiento sensible que podemos hacer sobre algo recién visto o alguien con quien comenzamos una relación es expresar que no tiene espontaneidad.

Si al ver una pintura el espectador advierte que ésta no provoca en su estado de ánimo un efecto repentino y que no lo empuja -arrebatándolo hacia arriba o hacia abajo- a la punzada insoslayable de la sensibilidad, dirá que el cuadro tiene valor pero agregará que carece, tal vez, de fuerza y de vida. No dejará de apreciar la intención pero tampoco dejará de notar la falta de impulso o la omisión del vértigo; lo atraerá la consistencia de la pintura pero, en su fuero interno, no dejará de echar de menos la sensación de energía de lo inesperado. Y lo mismo sucederá si una mujer al conocer a un hombre nota que éste se encuentra como detenido, que sólo mira y no responde de inmediato y que está poseído por algo más o menos denso, oscuro o refractario. Entonces, probablemente la mujer se sentirá incómoda y dirá, para sus adentros o más tarde a una amiga, "fulano no es natural, necesita frescura o más garra, no es completamente libre". La mujer, o el hombre -si la situación sucede al revés-, considerará la ausencia de espontaneidad como un defecto o como un medio equivocado para encontrar un amigo, un amor, una nueva experiencia o, simple y llanamente, para sincerarse un poco o divertirse. En esta actitud, casi siempre expresada de manera rápida en el laberinto de las emociones y los pensamientos, las personas ven en la espontaneidad no sólo la senda de la alegría y la pasión sino el camino más corto y más cierto para llegar a una especie de verdad placentera en un encuentro o en una conversación. En la mayor parte de la gente, la espontaneidad despierta confianza porque pinta -eso creemos- un suceso o a una persona en un trazo auténtico y chispeante. Puede ser el júbilo de la amistad que nace o el amor a primera vista o la casualidad que abre una dimensión desconocida y cambia la vida con vehemencia o por lo menos con un guiño amable. La espontaneidad siempre nos hace ver mejor y su pérdida -lo sabemos- nos afea. En la contemplación de un cuadro o cuando escuchamos un poema, la revelación que viene de golpe nos endereza y nos hace abrir el corazón. Un relámpago de expectativa y sueño nos deslumbra. Del mismo modo, en el encuentro, el hombre y la mujer están seguros de que, si la espontaneidad los embargó, ha sucedido algo elevado y no les cabe duda de que esa ligereza inmediata les ha permitido conducirse a su propio aire en el ritmo abierto de la respiración plena.

Desde esta perspectiva, los no espontáneos, es decir, los pesados, los gruesos espiritualmente, los que no cachan las cosas a la primera, casi nunca se escapan de una sonrisa compasiva o maliciosa. Los no espontáneos son los obesos o los anoréxicos del alma. Deberían encontrar una educación sentimental que los hiciera más gráciles y flexibles; deberían practicar un ejercicio para correr más rápido y atrapar ideas con donaire y lanzar frases, si no con salero, sí por lo menos con un poco de jovialidad. La fórmula de recuperación de los no espontáneos debería contener labia, muchas ganas de identificación con los otros y varios espejos para que nunca falte la luz risueña de un reflejo.

Pero en esta ilusión, en este juego entre el descubrimiento veloz y la observación involuntaria, en esta alternancia sutil pero decisiva entre la activa frescura y la mirada absorta, ¿no se estará perdiendo algo esencial? En este culto a la sonrisa, a lo que suena repentinamente, a la imagen que se vuelve una llamarada, a la apariencia pionera de juventud que se lanza al aire y sin motivo, y en este rechazo al rostro impávido, al murmullo silencioso, a la imagen que permanece quieta en sí misma, al amor por lo que se retrasa con todas las razones del mundo, en esta aceptación y en este rechazo, ¿no se estará creando un círculo estrecho y rígido? ¿Estamos condenados a oscilar entre las formas fáciles, rápidas, rizadas e hipersonoras y las formas difíciles, retardadas y silenciosas? ¿Tenemos que aceptar que la literatura, la pintura o la música tienen que ser cada vez más como el cine, la televisión y los deportes? ¿Estamos condenados a la ecuación: arte = a espectáculo o, al contrario, arte = a rechazo del público, rechazo del lector, rechazo de la comunión? ¿La poesía dejó de importar porque abandonó el salto imprevisto, la imagen súbita o, por el contrario, porque ya no sube o porque ya no se hunde en una visión densa y con un sentido que no deja de encontrar siempre más significado?

En La guerra y la paz, uno de los personajes centrales es una figura torva y confusa: Pierre Bezújov. En el tejido de la trama, este hombre representa un hilo grueso y oscuro. Tolstoi lo describe con su enorme cuerpo, su mente enmarañada y su intelectualismo inevitable. Pero a través de la gravedad y del alma enredada de Pierre, Tolstoi nos está mostrando la pesada rapidez no sólo del alma de su personaje sino del mundo que lo rodea. En la novela de Tolstoi, la gravedad inactiva y casi estéril de Pierre Bezújov va contaminando todos los personajes y con su gangrena embellece la historia, embellece hasta el germen mismo de la espontaneidad. Pierre Bezújov, el gordo lerdo, el gigantón desorientado embellece a la vara, al nardo, a Natasha Rostov.

 

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