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Actualización: 24/01/2012
Sandra Lorenzano
Vestigios
Por Jacobo Sefamí
Ed. Pre-Textos
Valencia
2010
En Saudades (2007), Sandra Lorenzano apuntaba persistentemente a ciertas pautas que van y vienen como las olas del mar, a las palabras que se van descosiendo en el entretejido de sus textos, a los silencios que se escuchan con los soplos del viaje, a las distancias insalvables que crean vacíos en el recuerdo pero que no por ello remiten al olvido, a las huellas de lo que fue y que sigue siendo, pero ha quedado hecho trizas, y también a la recomposición de las vidas, a los encuentros amorosos que palian las penas del tránsito, a todo ello (y a mucho más) invita Saudades. ¿Cómo hablar de la pérdida?, ¿qué hacer con las desapariciones?, ¿qué significa el lenguaje y la poesía cuando se tiene que hacer frente al desamparo de lo que está temporal y espacialmente extraviado?, ¿cómo curar una herida? Me parece que este nuevo libro es una secuela, una parte orgánica del propio Saudades, pero ahora en su veta más lírica, en su delgadez más absoluta, en sus silencios cada vez más estridentes, cada vez más penetrantes.
Si "Vestigios" era en Saudades el nombre de la exhibición de A, y que a su vez le permitía iniciar una relación de amor, se podría pensar en este libro, también llamado Vestigios, como el punto de encuentro en que el amor aparece en medio del naufragio.
El libro se inicia con un epígrafe que alude al tercer movimiento de la sinfonía Titán de Gustav Mahler, Feierlich und gemessen, ohne zu schleppen (Solemne y medida, sin arrastrar), que (cito) "comienza con un solo de contrabajo". Así, es la visión del sonido lúgubre y funerario del contrabajo que sopla como lamento con el que se abre la sinfonía y el libro Vestigios, como si se tratara de una oración para los muertos, como si se tratara de un kadish que hay que decir para honrarlos. Y de allí se pasa al silencio: "Restaurar el silencio, dicen. Silere. Abandonar el lenguaje, para que una voz 'llegue a alguien en la oscuridad', escribió Becket. Quizás como la voz de fino silencio de las escrituras. Murmullos que no dejarán ver la tierra prometida". Es el callar, el no-decir, el anularlo todo como ejercicio implosivo exílico para que aparezca la voz. Las voces coartan la luz de la promesa. Es el ámbito del despojo en que se trata de recobrar una unidad insalvable. Se trata de una poesía que evoca otras voces de la pérdida (y de la concisión), como Paul Celan, Edmond Jabès, o en nuestra lengua, César Vallejo, José Ángel Valente y Alejandra Pizarnik. Son fragmentos, textos a veces en verso a veces en prosa, sin títulos, como si vinieran de conversaciones entrecortadas, residuos, que conforman hilos que se desenhebran, atisbos a veces epifánicos del no-olvido, como llama Sylvia Molloy a la escritura de Sandra Lorenzano: "el que no olvida y escribe ese persistente no olvido que se abre a otros taladrantes no olvidos, busca traer a la superficie esos restos, añicos, voces que se oyen, versos que se leen... El que no olvida habla en voces, practica una interlocución implacable y necesaria, como único modo de restituir las muchas historias despedazadas que son la Historia". Las palabras son -según este poemario-: "prófugas de una memoria salobre revelada en otros huesos".
Así, los versos aluden a historias incompletas, inconexas, dichas al sesgo; dejan a los lectores atónitos, con muchas incógnitas. Pero los silencios son también las respuestas; no se necesita decir más para comprender el dolor, el trauma, las posibles torturas por las que pasaron los seres: "La piel que cubre las clavículas, lastimada, dolorida, sangrante..." (6)
Una línea da una vuelta pasmosa, implosiva, a la noción del génesis del mundo. Dice: "No hay nadie al otro lado. No hay huellas ni sonidos. Veintidós letras perdidas. Silere." (7) En uno de los libros fundamentales de la cábala, el Sefer Yetzirah (siglo III), se lee: "Con 32 Vías Maravillosas de Sabiduría... Yaveh grabó y creó Su mundo. Con diez Sefirot y 22 letras permutó y formó con ellas todo lo Creado y todo aquello que ha de formarse en el futuro". Así, según esto, la cábala enseña que el mundo es el resultado de una operación lingüística, por lo que cada una de las letras (22 letras tiene el alfabeto hebreo) será una revelación, un misterio, un enigma que hay que tratar de descifrar. Pero Sandra Lorenzano le da una vuelta a esta noción, ve el "otro lado", su revés; esas 22 letras no fundan un mundo, andan desamparadas, ambulando solas, sin encontrar a sus hermanas, a sus esposas, no se casan con nadie, no forman nada, son incapaces de conformar palabras, de darle sentido a las cosas, construyendo el espacio quizá de la muerte, el diluir del silencio, el deshilvanado, la descomposición del lenguaje y -por ende- el mundo. Quizá se dé aquí lo que José Ángel Valente señala como dos ejes por los que pasan sus lecciones: "El eje vertical es el de las letras, que permiten leer, como en un acróstico, todo el lenguaje y en él toda la infinita posibilidad de la materia del mundo. El eje horizontal es el eje de la historia, el eje de la destrucción, de la soledad, del exilio, del dolor, del llanto del profeta".
Pero en medio de la tragedia surge el amor; el naufragio permite ese encuentro con el que se revierte a la vida; es en el exilio, en el hundimiento de todas las cosas, en el nublarse los ojos ante el mundo para recobrar con gran fuerza el sentido poderoso del encuentro; en las arenas de los sobrevivientes se paladea la sal del mar en una playa ignota que se convierte automáticamente en un sitio mítico, la locación del naufragio donde se da el amor del despeñadero, el amor del silencio: "ritual marino iluminando la sangre; no hay más nombre que el que dicta tu aliento ni otra plegaria que el abrazo" (8)
Desde el lamento lúgubre de contrabajo, desde la plegaria del tránsito por el desierto, desde el naufragio en que quedan los jirones como rastros de palabras, emanan los susurros, los vestigios que no recuerdan, pero que se resisten a olvidar, que persisten con un lenguaje silente, errante; desde ese ámbito es que nos susurra Sandra Lorenzano.