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Siete árboles contra el atardecer, de Pablo Antonio Cuadra

Actualización: 24/01/2012

Pablo Antonio Cuadra

Siete árboles contra el atardecer

Por Rafael Espejo

Reseña del poemario del nicaragüense Pablo Antonio Cuadra gestado entre 1977 y 1978, momento de la insurrección contra la dictadura de Somoza.

Si pudiésemos leer la Historia no en los manuales especializados -ahí la leemos según nosotros mismos- sino en las huellas que a su paso van dejando nuestros avatares en el planeta, sin duda los árboles serían los mejores confidentes, sabios longevos y estáticos que todo lo ven y todo lo registran en silencio, aparentemente impertérritos. Los árboles como oráculos que nos devuelven el pasado desde otro punto de vista. Pues bien, algo de esto encontramos en Siete árboles contra el atardecer, poemario del nicaragüense Pablo Antonio Cuadra gestado entre 1977 y 1978, momento de la insurrección contra la dictadura de Somoza. Desde ese planteamiento bifurcado, entonces, los poemas exigen al poeta celo y responsabilidad simultáneos, y el poeta asume el reto de manera fascinante: resolviendo en matrimonio el lirismo escapista de un lado y el combate político del otro, dos actitudes antitéticas casadas no obstante aquí por una tercera en concordia: ese irónico enciclopedismo que las justifica desde el conocimiento teórico. Así, en el libro se alza un ejército de siete árboles (la Ceiba, el Jocote, el Panamá, el Cacao, el Mango, el Jenísero y el Jícaro), vigías ceremoniosos de los últimos y cruentos sucesos de la Nicaragua retratada. Y en el poema de cada cual, a modo de presentación de personaje, se incorporan entradas -acompañadas por una fotografía ilustrativa- que nos arroja información sobre su etimología, su genealogía, su aspecto, sus propiedades culinarias y sanitarias, sus necesidades climatológicas, su proyección simbólica -las supersticiones fabulosas que despiertan en el pueblo-, citas de autoridades, mitos, etc. Todo ello tratado con un asombroso tacto para el canto y la evocación:

                        "Escucha, pues este poema, sembrador de árboles:

                        fue escrito para un pueblo donde la violencia abate

                        al héroe y al amante:

                        ¡Corta tú en mi nombre una rama al Xocolt de los nahuas

                        y siémbrala en tus caminos!

                        ¡siémbrala en tu historia!

                        Porque este es el árbol que cierra y abre heridas:

                        Las cierra con su corteza cuando son heridas de guerra.

                        Las abre con sus frutos cuando son heridas de amor."

                                                                                                                      (pp. 69-70)

 

Dotado, entonces, cada árbol de un torrente arrollador de significados, de planos de significación, uno a uno se erigen como siete estatuas vivas y míticas a un tiempo, se erigen en siete poemas totales. Y lo hacen sin condescendencia para con el lector: ni traen ni buscan una belleza fácil, porque la suya, salvo contadas excepciones (por ejemplo "El cacao"), es una lírica sin moraleja. Una suerte de realismo mágico irresoluto, aunque resulte evidente la posición ideológica del poeta, sumergida pero latente a lo largo y ancho de cada poema, casi de cada verso.

De los combates privados entre ciencia vs. creencia, universalidad vs. presente absoluto e himno vs. responsabilidad surgen piezas de brillo y valor incalculables, poesía de alto vuelo cuyas raíces, no obstante, se hunden en la tierra. Una rica -por compleja- mirada que oscila entre el antropocentrismo de la voz poética -o personaje poético, profético- y la "ecocrítica" de sus discursos, según apunta Steven F. White en su acertado prólogo: "los poemas-árboles de Cuadra son canciones sostenibles" (p. 51). Yo entiendo eso como una nueva exhibición de poética con doble fondo: ficción y empirismo.

El lector español se verá por momentos desbordado por un léxico exótico que lo remitirá a otros tiempos y lugares. Pero, con todo, nuestro inexcusable agradecimiento por ese viaje regalado solapa cualquier tipo de inconveniencia en la lectura. El diccionario, en este caso, nos asistirá para el detalle en verdad irrelevante, porque en poemas de largo aliento como estos importa más la asimilación de atmósferas que los pormenores de acepción. Incluso uno acaba dando por buenas las falacias, hasta tal punto que no supone esfuerzo dejarse engañar por ellas, al contrario: esa fantasía nos hace de algún modo libres, nos zafa de las reglas de la realidad o la razón. Y también, en ese sentido, alcanzan tal punto de graduación lo bello y lo sublime que al poema se le disculpa el desaliño de su puntuación, su sintaxis caprichosa. Será que es así como respiran los árboles, de manera que "Esta inmensa lámpara verde da luz a la asociación y a la simplicidad" (p. 73).

Se completa la edición con otra serie de poemas que no forman parte del libro pero que portan un aliento similar: fábulas del mundo donde los elementos naturales (el agua, la tierra, el fuego, el aire, la botánica, los fenómenos atmosféricos, el reino animal, etc.) trabajan tanto para el conocimiento como para la fuga, tanto para la revelación súbita como para la complejidad de nuestra conciencia, para la figuración, en fin, del ser humano como parte del planeta, no como su poseedor:

 

"Pero ¡ved! un árbol

con tanta ley y majestad y células

en números redondos fue construido

para que una rama sostenga

a mediados de abril y mientras canta ¡un pájaro!"

                                                                                                          (pp. 119-120)

 

 

 

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