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Actualización: 24/01/2012

Rafael Espejo.

"Nos han dejado solos"

Por Juan Andrés García Román

En la fiesta debía de haber manzanas, pues los personajes volvieron preguntándose por el por qué de las cosas. Sí, compréndanme, como si hubieran sido expulsados súbita y estúpidamente de cualquier paraíso. O, mejor dicho, el personaje, él, no ella. No se trata de machismo. Hay en Días de vino y rosas (1962) un momento muy lírico en el que Jack Lemmon dice precisamente eso: »Pasan tan rápido los días de vino y rosas«. Lo dice, no se lo dice a ella; está mirando al vacío, pero el vacío es un perfecto espejo, especialmente el vacío que miran unos ojos vidriosos por la bebida. Quiero decir que desde el principio se tiene la conciencia de que aún queda vino, pero que ese vino se ha agriado. 

 

Rafael Espejo  ganó en 2001 el Premio Hiperión con El vino de los amantes, en realidad un libro raro, más de deseo y desenfreno que de amor y desde luego más deudor, aunque fuera por un acto de intuición, del erotismo poético árabe que del concepto de amor dolcestilnuovista y sus transformaciones románticas (nada menos que una jarcha y un travestido cantar de amigo se dan lugar también en Nos han dejado solos). Y es que si algo honra la trayectoria ética y estética del poeta cordobés es su capacidad para ser autor de un tono poético y lírico rotundamente clásico (por favor no afilen sus cuchillos hasta que no me consiga explicar) que, sin embargo, anduvo siempre muy alejado del gran peligro anacrónico de la lírica contemporánea, el cual no es otro, para mí, sino el del lastre de la delicuescencia y la melancolía antimodernas con que nace vieja mucha poesía joven. Porque desde que Dios muriera, no han cambiado muchas cosas en esta casa. Tal vez una cuestión de mobiliario, nada más. 

 

Pero volvamos al “service divin - service du vin” como querría Rabelais y pensemos en el tiempo que va del año 2001, año de publicación de El vino de los amantes, hasta el año 2009, año de la publicación de Nos han dejado solos, por el que el autor obtuvo el Premio Emilio Prados: qué gran virtud y qué sabiduría la de leer mucho, no para escribir al hilo de, sino para saberse decir mejor a uno mismo, con menos palabras, más certeras en el acto solipsista de escribir, más creadoras y más efectivas a la hora de crearse como una voz y como un ser individual que acepta sobre el papel la aventura de una raza. Y ello con denuedo y sin ansiedad comercial. Cuánto petróleo en mirarse el ombligo, microcosmos, especie de »luna al mediodía« (“De amiga”) o astro en un eclipse color carne por donde se hila la aguja del macrocosmos. Nueve años ha tardado el personaje en levantarse de un lecho en el que, dormido  junto a la mujer, se » hundía en sueños ocultos y embrionarios « (“Ejemplos de lo que no te digo”), tejiendo con la » respiración filtrada « de ella una red de hálito humano y un pequeño mito tranquilizador, o en sus palabras, » una música sedante «. Y no es que no pueda volver a ese lecho. De hecho, lo hace, pero ya le tortura lo que antes no sabía u olvidaba en un espasmo integrador: que la razón profunda de su ser, de su naturaleza humana, no pueda por más tiempo coincidir con su esencia, como en cambio sí pasa con la flor que está pastando ante los ojos de quien la mira: » la penetrante esencia de la flor, sus profundas razones. «  De una manera explícita, leemos, en “El universo en mí, yo le dolía” » ¿por qué me desprendí de qué absoluto? «. O, como querría Heidegger, ¿en qué momento comencé a olvidar el Ser y a desprenderme de mi estado de “abierto” (“lo abierto” de Rilke)?, porque la muerte acecha -también esto es Heidegger 1 -, pero no todas las posibilidades del dasein o eseyer (Félix Duque) se ejecutan totalmente en la muerte -eso sería cristianismo-; pues, aunque “sólo en ella duramos para siempre”, el poeta no puede aceptar ni ésa ni ninguna otra consolación más, ningún » reverso « más, sino su propia condición:  » ¿Qué reverso del mundo / he de aceptar por no quedarme solo? « (“Principio y fin de la siesta”). Y es que Espejo no sigue, pese a valorarla, la senda hispánica de un enlutado existencialismo a lo Miguel Hernández o tal vez a lo Unamuno. Al fin y al cabo, la muerte de Dios no significaba para Nietzsche -¿hace falta decirlo?- que Dios hubiera muerto, sino que sin la idea de Dios ningún discurso filosófico podría sacarse de la manga el as de una causa sui capaz de sostener un discurso que otra vez apacientara el rebaño en la aceptación de una realidad mimética y, en consecuencia, del devenir catastrófico de la historia (Benjamin), de la tiranía y del dóberman del poder.

 

En cambio, existe la posibilidad de que esa mortífera violencia por imponer una representación del mundo y una lógica pueda ser arrebatada y lo sea, de hecho, en el momento en que el poeta vuelve » de bien amar … con sabor en la boca a carne cruda « (“Buenos días, noche”), lo cual,  permítaseme fantasear un poco, es menos una afirmación de la futilidad de la carne y de lo efímero de los placeres, que una brutal necesidad de, una vez probada la sangre, andar en pos de carne más fresca y en definitiva de otra representación del mundo radicalmente nueva y radicalmente propia. El hombre acepta su condición de soledad cósmica como lo haría el primer y huérfano habitante de Rapa Nui; y esto en el libro de Espejo, y pese a la vehemencia de las palabras de un servidor y al hecho de que el existencialismo está ahí en cada poema, no se efectúa de un modo trágico, sino también en el místico regreso y participación del ciclo de la naturaleza-Brahma, que recorre todas las formas para llegar a ser ella misma, así como en un lúdico y violento afán creador. De este modo se encamina el poeta, alegre, a realizar, como un mesías que sonríe, el “Milagro”  de » desintegrar el agua … con unas pinzas «, no para salvar a la humanidad, sino por que se lo ha pedido » Panchita «, su amada, a la que con una semejante mueca ensoñadora le ruega en una suerte de pareado flaneurista y socarrón: » No vengas esta noche, voy a pensar en ti « (“Profundidad de campo”). Quizás porque, debido a razones históricas y hasta políticas, la sociabilidad sí supone para el poeta una traba al desenvolvimiento natural del todo, al redescubierto orden natural de las cosas: la sociabilidad, desnaturalizada por ya-simbolizada, obliga al poeta a más esclavitud respecto de los otros y culpa hacia los otros, que a una hermandad natural con esos otros: así ocurre en el poema al padre, ingeniosamente llamado “Espejos enfrentados” y en el silencio que une más que cualquier palabra en “Hospital”. Y si hay un cierto proletarismo en el libro, se trata más de un proletarismo genético de una raza, la humana, que ha llevado al poeta a ser lo que es y a estar de pie a partir de un acto de amor, pero desde luego con menos carga política y cívica que un poema en este sentido semejante y muy representativo de nuestras letras, como sería el “Para que yo me llame Ángel González”, del maestro asturiano. Una reflexión histórico-biológica puede también ser entendida cuando el poeta, de nuevo mirándose el ancestral ombligo, se pregunta en “Sin equipaje”: » ¿Qué puedo retener / con tamaño agujero en el bolsillo / de la memoria? «. 

 

Porque, de hecho, hay más comunión con lo inanimado-animado mineral, más con un perro, más con el viento, con las nubes, con » la flor transitoria « y » con las muchachas  «, en realidad engendradoras no de fraternidad, sino de placer y de telúrico magnetismo -si Rafael Espejo es un poeta de amor lo es en el sentido de un Neruda, autor de Veinte poemas de amor, pero no menos de Residencia en la tierra-. Así, no en vano, ocurre en el memorable poema “Autorretrato”, donde quien se nos presenta desnudando de tópicos lo lírico, lo bello y lo social en un paseo que evoca los paseos del Rimbaud más fresco y joven, acaba con un conmovedor e histriónico solo (solísimo) que recuerda mucho al Sinatra imaginario del disco de Tom Waits Frank wild years ante un palco de butacas vacío.      

 

Sin embargo, esta soledad queda rota por, ¿se me permite?, “la alegría de los naufragios” que supone el acto de crear o de estar preparado y dispuesto para ello. Espejo no sólo usa un imaginario y simbolismo sugerente y nuevo a lo largo del libro -pero nunca tendente a la bizarría y al pop, como parece imponerse-, sino que hasta se atreve al final de él a relatar un par de escenas distorsionadas y con desenfadados apuntes de irracionalismo (» Después de decidir qué parte era su espalda, / lo situé de espaldas a la calle «, en “Fábula de terraza con jardín”). Lo cierto, y redundando para terminar en esta idea, es que -al hilo del manifiesto expresionista de Kandinsky- una vez que el paisaje, las cosas, los objetos se han vaciado del lenguaje opresor y tranquilizador burgués o, en este caso ¿infantil-amoroso? (» No hay casa para el eco, las palabras / ignoran sus orígenes «, en “Andare”), lo otro, lo que se presenta al poeta en su viaje, está deseando ser inventado, (re)generado e impulsado para alcanzar una realidad más plena: la de la pura fuerza espiritual del poeta, la que la hacía comprensible, transitable, la que la volvía dócil y le aportaba como un corsé una forma inofensiva o más humana. » Quizás necesitaba ese descanso el agua, quizás fluir agota «, se dice en “Nubes,: aproximaciones a lo que vi”, a propósito de la nieve, una nieve que aquí es símbolo máximo de una ensoñación y del poder imaginativo, fantasta y singularizador del creador o amante -sin que uno pueda dejar de recordar en este punto el singular y salvador amor del Principito de Saint-Exupery por su flor sola en el universo-; una nieve, en cambio, pero tampoco es preciso abandonar la desolación de ese mismo Principito, que tampoco puede del todo abandonar su connotación de frío, inmovilismo mortal y amenaza que la hizo merecedora del odio de Luis Cernuda. Por eso, ocurre también -maravillas del arte- que la realidad que se había divorciado completa y hasta drásticamente de la mirada del hombre, vaya por su propio pie a él, se integre en él, en su psique, hasta crear en ella otro lecho: un lecho de nuevo, sí, pero esta vez un lecho que está de pie con la venia y la autorización ferviente y panteísta del poeta, que, desarraigado, vuelve a abrazarse, abrazando (» la tierra no descansa de engullir y manar «, leemos en “Otra vez esas hojas”, de modo análogo a en “No me lo expliques” o en “La rueda”). Y, no en vano, es así, como concluye, en el poema apaciguado que da título y fin al libro, este verdadero viaje espiritual y hasta religioso sin dogmas que es el nuevo poemario de Espejo: » Qué placenta / esta balsa de tiempo suspendido, / qué remando de paz. / Como el principio. « Como el principio, sí, un principio inventado y humano, un principio creado. Al fin. 

 

 

 

 1 A veces la lectura de Heidegger parece tan líricamente modulada como incluso académica: » Y yo no soy quien habla / sino la voz del mundo, / que se sirve de mí para aliviar / tanta ley física « (Idéntico a lo mismo); siendo así el hombre el que puede mirar y recoger el olvido desperdigado del ser, así como en convertirse él mismo en fenomenológico “ente” para el estudio del ser. Aunque también, del mismo modo que la existencia del hombre es herramienta de conocimiento del ser, es a su vez un obstáculo o un tropiezo devenido en el silencioso, astral y milenario rular de ese Ser: » Te irás, ya pronto / tu materia querrá cambiar de estado, / descansar de la tara de una vida « (Espejos enfrentados). La vida humana es o bien una tara o bien una herramienta de autoconocimiento para el Ser.  

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