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Portada Los árboles que poblaron el Artíco, de Antonio Deltoro

Portada Los árboles que poblaron el Artíco, de Antonio Deltoro

Actualización: 02/06/2014

Antonio Deltoro

Los árboles que poblaron el Ártico

Por Juan Carlos Abril

"Sin retoricismos ni estridencias sintácticas, bien podría ser esa una de las características más relevantes del libro: sin duda alguna su cercanía a lo cotidiano, donde aparecen incluso algunos mexicanismos y modismos que nos acercan esas variaciones de la lengua española del día a día, en una suerte de tempus irreparabile fugit (...)".

Deltoro, Antonio (2012). Los árboles que poblarán el Ártico, Madrid: Visor, colección Palabra de Honor.

 

Antonio Deltoro (Ciudad de México, 1947) es un autor relativamente conocido en España, lo cual supondría decir que es también relativamente desconocido. Los lectores españoles de poesía mexicana, sin embargo, habrán podido seguir sus poemas en las antologías más importantes de las últimas décadas, ya que su presencia es una constante en todos los repertorios. En España desgraciadamente no se encuentra más que una obra, El quieto (Sevilla: Sibilina Ediciones, 2008), y ahora Los árboles que poblarán el Ártico viene a acercarnos a esta voz imprescindible de las letras hispánicas contemporáneas. Aunque mexicano, es hijo de españoles —valencianos, para más señas— exiliados, y actualmente posee la doble nacionalidad. No es un dato baladí, ya que podremos comprobar cómo la infancia del niño que sufre la doble identidad —la de un lado y otro del Atlántico— se enfrentará durante toda su vida al dolor —no vivido en primera persona, pero sí como nostalgia— de la contienda civil española que separó a su familia de su tierra natal, y la acercó a tierras mexicanas. Esto puede leerse en «Agua enlodada» (pp. 43-44), donde hay una recreación espacio-temporal del adulto, como en flash black, que se recuerda a sí mismo volviendo de la escuela a la casa de sus padres, simultaneando planos en los que no se sabe bien si es el recuerdo del niño o el presente del adulto el que vive el agua enlodada, ya que se superponen los planos:

 

Estoy exaltado:

me espera la noche

con sus baldes y gritos

iluminada por los rayos;

la sensación de estar

amenazado por las aguas;

la aventura,

trabajosa y posible,

del pionero;

un juego donde se mezclan,

con el agua enlodada,

el niño y el adulto […]

 

La lluvia se erige como elemento evocador, motor de la rememoración y cierta melancolía, del drama más duro del exiliado de segunda generación, que ha vivido en el seno de una tradición y familia española en México, siempre ansiando volver pero al mismo tiempo viendo que no se puede volver, que debe arraigar y decantarse por su identidad, en la que al fin y al cabo él se ha criado, con la particularidad de sentir la pertenencia también a otro país, provenir de otro lugar:

 

la guerra de España…

siempre la guerra de España,

en carne viva y no obstante

no vivida,

como telón de fondo

de la casa y los rayos.

 

Pero se trata de una pertenencia siempre relativa, que le crea un conflicto interior, ya que está instrumentalizada por la sentimentalidad que le aferra a su familia. Por eso al final de «Pelea» (pp. 81-82) se plantea el tema de esa inquietud, ese desasosiego: «Contigo caigo: / comparto flores / y desarraigo.» Más allá de la biográfica condición del autor de hijo de exiliados, lo cual podría constituirse como un subtítulo al estilo de «Basado en hechos reales», de lo que aquí se trata es de indagar en la condición de desarraigado, de la calidad de exiliados que todos somos, como precisamente en «Exilio» (pp. 48-49) se muestra, donde podemos leer este fragmento central:

 

En el declive

las cosas

se van gastando,

 

después,

se deslizan

hasta amanecer,

una vez más,

sangrantes.

 

Pero esto son sólo algunos temas de Los árboles que poblarán el Ártico, uno de los mejores libros de poesía publicados en España —y nos atrevemos a decir, sin exageración alguna, en lengua española— en los últimos años, que se concibe estructuralmente como una sucesión de poemas, sin partes o subpartes, y que sin embargo posee diferentes poemas axiales que van marcando los grandes momentos del libro, alternándose con otras composiciones más breves, que funcionan a la postre como contrapunto y que no por breves son menos importantes. Destacan en este sentido, entre otros, poemas largos como «La barranca» (pp. 15-18), «En las tardes» (pp. 45-47), «Bullicio» (pp. 71-72), «Lecciones que se van por las ramas» (pp. 73-75), «Mi yo» (pp. 85-86) y «Taxonomías» (pp. 89-91). Estos son, con alguna excepción que no hemos citado, los poemas más largos y que marcan de un modo u otro las calas del libro, si bien no podemos dejar a un lado el resto de composiciones menos largas, igualmente importantes, pero menos destacables en el conjunto, por la relevancia tonal que adquieren las otras, ya que marcan de un modo u otro la pauta, la prosodia del conjunto, el ritmo de lectura.

Subrayaba T. S. Eliot la importancia de la «poesía menor», explicando que no se trata de mejor o peor poesía, sino de una poesía que no aspira a grandes discursos, que indaga en lo particular y que se ciñe a un mundo referencial más claro o evidente, señalando deícticamente su objetivo; y bien podríamos hacer nuestras sus consideraciones para clasificar ese puñado de poemas más breves, ese puñado gustoso de poemas de este volumen, tales como el primero, «La primavera» (p. 13), del cual el libro extrae su título, «Luna» (pp. 19-20), «Gatos (p. 21), que además poseerá un diálogo intertextual en «A los gatos» (pp. 62-63), «Sartén con papas fritas» (p. 26), «Cero» (p. 28), «Tumbas» (p. 29), y un largo etcétera que dejamos que el lector descubra. El repertorio para citar es amplio, ya que Los árboles que poblarán el Ártico es un elenco de lugares, sentimientos y cosas —con especial interés hacia objetos o seres aparentemente irrelevantes, en los que la mirada del autor nos descubre su otredad— observados desde la cotidianidad y poetizados, vistos con el filtro de quien ya tiene «sesenta y cuatro» años (p. 37). Los poemas breves se entreveran con los largos señalados, cumpliendo una función polifónica en los temas y en el modo de abordar las composiciones. De ahí que la «Taxonomía» antes citada sea una lista precisamente de esas particularidades que tanto llamarán la atención del autor, un clochard (p. 35) que vagabundea, pero también un flâneur que busca señales en la ciudad, con la que reconciliarse, huyendo a su jardín para reposar con la lectura de un libro, alimentando a sus gatos, un autor que en cualquier caso no deja de ser un voyeur que no pierde dato de lo que está ocurriendo, en las calles, en la naturaleza, donde sea.

Sin retoricismos ni estridencias sintácticas, bien podría ser esa una de las características más relevantes del libro: sin duda alguna su cercanía a lo cotidiano, donde aparecen incluso algunos mexicanismos y modismos que nos acercan esas variaciones de la lengua española del día a día, en una suerte de tempus irreparabile fugit (véase, entre otros, «Corazón», p 80), que nos envuelve sin remedio, mezclado con una suerte de horror vacui que, lejos de plantearse como existencialista se trata de una ausencia de esperanza: «Al salir del trabajo, / cansado y gris como los otros, / sientes que nada tiene / para nadie sentido / y que vivir es triste.» (p. 46). Más que un problema humanista se trata aquí de una mirada escéptica hacia el pensamiento utópico.

Antonio Deltoro es un poeta trovador de la vida, de lo cotidiano, de las cosas que nos rodean y de lo que nos pasa. Esa cotidianidad es una huella indeleble que nos hace pensar. Deltoro es una suerte de trovador posmoderno que trata de extraer de la realidad una lectura poética, y son esos los detalles que van quedando, porque en los matices encontramos la definición de lo que somos, de lo que nos conforma. No grandes discursos que generalizan sino puntualizaciones concretas. El cuidado de esa mirada hacia lo que nos acontece, podría erigirse como la más profunda y meditada lírica que nos regala, por ejemplo, este magnífico poema:

 

LOS SUEÑOS

 

Al desaparecer

ahondan su inexistencia.

 

Son tan frágiles

que necesitan de nosotros.

 

Son tiempo puro.

 

Cada noche surgen recién nacidos,

pero nacen muy viejos

sin haber tocado el presente

de ninguna materia. (p. 51)

 

Concluimos: el nuevo poemario de Antonio Deltoro viene a refrendar una de las trayectorias más sólidas entre las voces imprescindibles en lengua española, y es una alegría que haya aparecido en España, por fin. Un poeta que habría que leer en su totalidad y del que esperamos que pronto se publique una buena antología a la que puedan acceder la mayoría de los lectores de la buena poesía.

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