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Portada de "Las Herencias"

Actualización: 24/01/2012

Piedad Bonnett

Las Herencias

Por Juan Carlos Abril

 

En Las herencias la reflexión acompaña a la voz que narra desde el primer hasta el último verso. La poesía de Piedad Bonnett (Amalfi, Antioquia, Colombia, 1951) venía poseyendo ese sesgo reflexivo desde siempre, pero quizás ahora se ha volcado hacia una mirada experiencial mucho más incisiva, sin renunciar a cierta vocación vanguardista, creacionista —o simplemente lúdica— que supone disponer las palabras en una página en blanco, de ahí que en multitud de ocasiones los poemas carezcan de puntuación o disposición versal rigurosa (en el sentido tradicional), y que apunten hacia el ludismo en sus concepciones más amplias y nada excluyentes.

Posiblemente todo eso se encontraba en sus seis libros de poesía anteriores, si bien el lector español sólo habrá podido comprobarlo a través de la única muestra poética disponible en nuestras librerías, Lo demás es silencio. Antología poética (Madrid, Hiperión, 2003). Urge, por tanto, una edición accesible a nuestro público —con una efectiva distribución— donde se recopilen todas sus poesías, para apreciar desde una perspectiva completa un perfil sistematizado de su trayectoria. Decíamos que la reflexión es el sesgo que marca Las herencias, obra que desde el título nos advierte que de lo que se trata es de indagar en lo que hemos recibido —heredado— de nuestros antepasados, incluyéndonos a nosotros mismos, en nuestro suceder vital. La retrospectiva, por consiguiente, es vasta en todos sus aspectos, no sólo abierta al resto de relaciones sociales que nos rodean, intersubjetivas, sino también a las que nos atañen a nosotros mismos, las intrasubjetivas. Ésta podría ser una de las dialécticas que vertebran el libro, un eje que posibilita que los poemas no sean espacios unidireccionales sino que establezcan diálogos con las cosas, con los demás, y con uno mismo. Y paradójicamente a través del silencio se iría desgranando todo esto. En efecto, el silencio adquiere en esta poética una notable presencia, digamos «expresiva», ya sea para reivindicar —por contraste— la propia voz frente al resto, como para establecer un diálogo consigo misma, un monólogo conversado o soliloquio. De este modo, en el primer apartado de Las herencias, «I. Vocación de quietud», se nos presenta a un sujeto inmerso en un proceso de decantación poética donde cada palabra que se pone en juego representa una apuesta por la vida. Poemas como «La muy perra» (p. 19) nos advierten de las complicaciones de una vida que se debate entre las mezquindades y miserias más ominosas de la condición humana. Cualquier indagación, en este sentido, estará motivada por este tipo de problemáticas, y así, cuando se habla del silencio se estará afrontando un asunto vital en el hombre sin tener que ser abordado desde la metafísica o el trascendentalismo. El silencio aparecerá, pues, en todas sus ocasiones como algo carnal, algo «humano» apegado a la cotidianidad. Y la cotidianidad —en la que la familia ocupa un lugar decisivo, pero también habría que traer a colación el recuerdo emotivo de algún poeta desaparecido como José Watanabe— también se configurará como el cronotopo donde el poema encontrará sus estímulos. En los detalles más intrascendentes de esta cotidianidad que lo envuelve todo, la reflexión de la poeta hallará sus mejores composiciones, como ésta, titulada «Levedad» y que es un canto a las gentes y a la vida en sus formas más sencillas, que nos hace poner los pies sobre la tierra y darnos cuenta de las cosas que merecen la pena, de lo que de verdad es importante. En este poema la poeta, que trabaja en su estudio (meditando sesuda, solemnemente), observa cómo la muchacha de la limpieza vive distraídamente, y entona esta alabanza de lo simple:

 

LEVEDAD

La muchacha

entona una canción elemental, insípida,

mientras y viene por la casa.

Lleva un traje de flores

ordinario e insulso como los días lunes.

No es tonta,

pero nadie podría decir qué inteligente,

y menos aún qué gracia tiene.

Difícilmente podría recitar las capitales,

jamás

los elementos químicos

ni hablarnos de Beethoven o sor Juana.

La muchacha

llana y vulgar, se pinta ahora las uñas

tarareando su sonsa cantinela.

Su alegría de feria,

rutilante y hermosa en su simpleza,

cae sobre mis manos

escépticas y apáticas

como un globo de helio que ha equivocado el rumbo. (p. 27)

 

Vemos cómo con un lenguaje desprovisto de especulación, la autora nos acerca una mirada madura hacia la realidad, que normalmente suele ser esquiva ante nuestras propias confusiones, como si de ráfagas de niebla se tratara. Otro poema en esta magnífica línea que podría resultarnos ilustrativo es el titulado «Ida y regreso» (p. 31), donde se insta de nuevo, pero estas vez desde las nubes (apuntes desde un avión), a poner los pies en la tierra. Esta primera parte del libro es sin duda la más extensa, y van gradualmente haciéndose más breves las dos siguientes, tituladas respectivamente «II. El hueso del amor» y la homónima del libro «III. Las herencias». En la segunda parte se articulan los poemas explícitos de amor del libro, si bien algunas composiciones de la primera parte anticipaban el tema, como «Bodas de plata» (p. 41). La reflexión sobre el amor en la cotidianidad sigue siendo la constante indagatoria de esta parte, que posee muchas concomitancias con la primera parte de aquella antología aludida, Lo demás es silencio y titulada significativamente «Memoria del cuerpo». Para Piedad Bonnett no existe una reflexión más fértil en torno al amor que la que se deriva de la experiencia amorosa, lejos de cualquier idealización. El poema anterior citado, «Bodas de plata» y que está en relación con esta temática, dice en su última estrofa: «Frotan de cuando en cuando / sus desnudeces. / Y cada noche, / cuando cierran los ojos sobre la almohada, / alguien sale en puntillas de entre sus sueños / buscando otras pisadas.//» Esclarecedor final para una composición que habla de un amor de al menos veinticinco años, y que aún sobrevive a pesar de los obligados deseos, en el mejor sentido onírico del término, de dos sujetos que a fuerza de costumbre se acaban conformando. Por eso esta parte, la central, se titula «

El hueso del amor» y comienza con un poema en diez partes breves titulado «El sabor de la derrota» donde se hace un balance de lo que se ama y de nuestras proyecciones, obsesiones y frustraciones. Dos —también breves— poemas sobresaldrían del resto, dispuestos correlativamente, «Nosferatu» y «Maldición», que nos permitimos reproducir por su penetrante crudeza y su decisiva «puesta en escena».

 

NOSFERATU

Es fácil convocarte,

hacer que bajes

convertido en un ángel que me bebe.

 

Ahora

henchido de mi sangre te veo alzar el vuelo. (p. 59)

 

*

 

MALDICIÓN

 

Tú, el huido,

el del soberbio cuerpo que me excluye,

fornicarás conmigo sin saberlo

cuando seamos dos nadas en la nada. (p. 60)

 

El amor no responderá a ninguna elucubración idealista, como podemos observar, sino que será, usando las propias palabras de la autora, una memoria del cuerpo. Cabe aquí también el canto solapado por la fugacidad del tiempo, el del envejecimiento y el de nuestros deseos de perdurar en poemas cernudianos —no en vano posee una cita del poeta exiliado sevillano— como «La tristeza de mi cuerpo» (p. 67), que nos recuerdan a aquel otro que evocaba el ruido tan triste de los cuerpos cuando se aman. Íntima pero explícitamente la poeta agrupa esta composición en la sección de poemas amorosos porque cualquier juicio acerca del cuerpo (y de su soledad) está directamente relacionado con la otredad, con nuestra necesidad del otro, y así nos lo quiere hacer saber. Un cuerpo sirve en tanto que se frota con otros cuerpos, y cualquier aura está en relación con lo que de esa fricción aparece. Y no hay ninguna reducción metafísica, sino que es más bien física, química y reacciones puramente humanas, contacto y destellos. No en vano en otro poema titulado «Agujero negro» (p. 71), comienza preguntándose: «¿Adónde va el deseo / cuando no sabe dónde posarse?» Los cuerpos que hemos visto o visitado nos llenan de luz y, al mismo tiempo, nos dejan ciegos, quedando sólo «el destello de luz de la memoria» como único vestigio, y es aquí donde se aferra la poética material de Piedad Bonnet, donde reside su experiencia en el sentido más clásico y sensible.

Para terminar nos gustaría simplemente señalar que la última parte insiste en estos aspectos materiales de la existencia a través de un vínculo axial y físico como la sangre, estableciendo asimismo una verdad poética para la realidad también cotidiana del dolor y de sus variantes más misteriosas, como el recuerdo nostálgico, los remordimientos o la culpa. Aparece aquí, entre otras cosas y como en ninguna otra parte del libro —convocada por el calor de la sangre, sin duda, por su olor y su textura— esa fusión exuberante característica de la mirada hispanoamericana, que pretende mezclar en un solo espacio textual naturaleza y civilización. Pero estos y otros apasionantes temas quedan aquí sólo sugeridos, abiertos y esbozados para el lector que sin duda no se debe perder el conjunto de esta obra, comprobando lo que hemos intentado apuntar o explicar y descubriendo todo lo que se nos ha quedado por decir.

 

 

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