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Portada de "La Canción del outsider", de Álvaro Salvador

Actualización: 24/01/2012

Álvaro Salvador

La canción del Outsider

Por Juan Andrés García Román

Reseña del poemario publicado por Visor que fue Premio de Poesía Generación del 27 en el año 2008.

Epístola moral outsider

La publicación de un libro de uno de los miembros de la otra sentimentalidad es siempre un acontecimiento que excede un tanto los límites del texto en sí mismo y los del autor con su propia obra. Ya en ese sentido, empieza a cobrar significado la palabra "outsider", un extranjerismo tan discutido por muchos -como reconoce el propio poeta- como verdaderamente oportuno. La canción del Outsider de Álvaro Salvador, que fue Premio de Poesía Generación del 27 en el año 2008 no es en realidad una retractación, sino acaso otra vuelta de tuerca más a la actitud hacia lo literario mantenida por la otra sentimentalidad, su mirada "foránea", avisada y ultraconsciente ejercida sobre la tradición, la recepción y el yo del poema. Es ahí donde encontramos una de las primeras interpretaciones de la palabra "outsider": si la poesía realista de los ochenta se opuso diametralmente al carácter en cierto modo órfico de la que podríamos decir primera ola de posmodernidad española en la voz de los novísimos, era para dar la mano a una generación que había visto el alumbramiento de una nueva etapa democrática en nuestro país. Es decir, podemos admitir que la poesía novísima había matado al dictador a fuerza de ignorarlo y lanzando el horizonte de expectativas del lector a una distancia donde el lenguaje seductor y mágico del poema no fuera deturpado por la grisura del presente, pero es la generación posterior la que oficia su entierro llevando al lector de la mano a la celebración íntima, aunque ya desde el principio desengañada, de la libertad.

Ahora bien, esa operación tenía un poco, o un mucho, de tantear los límites del decir, de saberse bien las "afueras" del poema para escrutar sus posibilidades, de exacerbar el rigor de una poesía antidemiúrgica o regida por leyes y lógicas exclusivamente poéticas. Acaso sea esa la causa de la verdad excesiva, a veces hosca, prosaica y amiga del feísmo bueno de este libro, donde la persona empírica del poeta se inserta como antes nunca lo hiciera (pensemos en el poema "La canción del Outsider" de la sección homónima del libro, p. 69). Se diría que Salvador desarrolla paradójicamente ese mismo prurito de autenticidad de su poesía anterior para a la postre contravenir una de las reglas de oro de su promoción: la del poeta como fingidor anónimo de un cancionero contemporáneo, como mero instrumento que puede ser tañido por todas las subjetividades. Se diría o se podría decir eso, pero sería solo una verdad a medias. Es cierto que el poeta da más entrada a elementos de su vida como profesor universitario, como escribidor, como viajero -lo que concede a su cotidianidad poetizada el privilegio de un asequible, casi desapercibido exotismo (e ahí la magia de la verdadera poesía realista)-; es cierto que se permite no edulcorar la voz con un "falsete" sentimental, sino dando cabida a rasgos más genuinos y propios de su personalidad -lo cual halla su desenvolvimiento en la substitución del amor melancólico por una sensualidad explícita o, entre otras cosas más, en una ironía y un lenguaje directo y tajante cuyo buen uso es de agradecer en una poesía, la española, que nunca ha acabado de llevarse bien con ese tipo de rasgos tan familiares y tan característicos, sin embargo, de nuestra habla coloquial: "Ya está otra vez aquí el viejo Otoño / con sus jodidas hojas cayendo de los árboles" (p. 15) o cuando manda "a la mierda" a la "luz de agosto", "con su pellizco de melancolía" y de camino al becquériano y lírico color azul, al mar, a las gaviotas, en un poema (pp. 13-14) que podría definirse como una diseminación a la que finalmente no corresponde una recolección, sino, en su lugar, un premeditado y sabio corte de mangas dirigido a la poesía como institución. Pero no perdamos la pista: decía que si todo eso es cierto y el libro es ciertamente un ajuste de cuentas con un tono más meditativo y triste a costa de una mayor implicación y presencia de la persona física del poeta, esto no supone en modo alguno un descrédito del carácter ficcional del poema. Bien al contrario, ello parece obedecer más bien a la misma lógica por la que Gilles Deleuze y Félix Guattari firman sus textos en la sabiduría, aprendida por la edad, de que es dichoso y hasta más "sano" entrar el juego y en el teatro banal de una sociedad a la que en cualquier caso no se ha abdicado porque fue ella misma quien antes, y sin que apenas lo supiéramos, abdicó ya de nosotros. Y ahora retomar el personaje con más naturalidad y más frescura le permite a Álvaro Salvador, por una parte, una verificación de su propia voz y, por otra, una ampliación de sentido (porque todas las realidades son realidad por la misma razón que son ficciones más o menos deseables) que le permite la conciliación con los rasgos discursivos de generaciones ulteriores.

De tal modo, la atención inédita a imágenes de carácter inquietante y sensorial puede explicarse por la apertura neosimbolista que históricamente recorrió y hasta acabó por abrir en canal la poesía de la experiencia hacia otras direcciones (pienso en la obra de Luis Muñoz) o quizás por la iconografía cinematográfica de una generación cuyos padres pueden buscarse tanto en lo escritural como en lo visual, pero también, y a eso queremos referirnos, al carácter siempre conciliador de la otra sentimentalidad (su atención a las "afueras") con respecto a sus sucesores, la promoción más joven, en la que el interés por la imagen no sólo está relacionado con ese mismo patrón de una civilización audiovisual, sino también con su mayor atención a la tradición poética extranjera, así como a una lectura más permisiva de las vanguardias poéticas: "¿Qué vena roja acecha en las tinieblas?" (p. 56, del vertiginoso viaje in crescendo de "Estación de servicio"), "Pinta en el cielo / una gota de noche / la golondrina." (p. 33, de la serie de haikús que constituye una sección entera del libro) o "La vida también puede ser tu vida, / tu 'Life': / ser un gato de nieve / que te sale al encuentro / como una bendición."... Son todo ello palabras que insertan el poemario en el ámbito de una dicha sensorial de la que hemos de hablar en el siguiente y último punto.

Porque con todo lo dicho no nos hemos acercado aún al que creemos el étimo más significativo del poemario. Podemos decir que la poesía de la otra sentimentalidad (aunque menos ya, desde luego la de Ahora, todavía, 2001, y en absoluto la de los aforismos de Después de la poesía, 2006) ejercía llamativamente esa celebración democrática de la libertad civil reconquistada a través de un tono elegíaco y desengañado que podía deberse a la desilusión con que el individuo se enfrentaba a su precariedad económica y social e incluso al desencanto hacia el futuro en que poco a poco se iba tornando el entusiasmo primero, si bien ello se vertía en una poesía de preocupaciones preferentemente amorosas y existenciales. Sin embargo, en La canción del Outsider esa elegía hacia el futuro, esa profunda decepción social y política se tornan en la celebración de un presente atemporal, desideologizado, corporal, áureo ("La mano que toma la fruta en sazón / no tiene edad", p. 43) cuya expresión se decanta hacia el adagio y la sentenciosidad de gusto horaciano y hacia la directa explosión sensual y vital. Y no es que se haya olvidado qué es la poesía, sino que precisamente la atención desmedida a ella ha desembocado en la vieja máxima del arte largo y la vida corta: "Tras la lectura atenta y analítica / del poeta profeta laureado, / sólo me quedan fuerzas para escuchar tu canto / borracho de emociones cotidianas" (p. 12). Tampoco es que falten la desolación ni la pena por el pasado, los sinsabores del presente o la conciencia de la muerte, como demuestran los poemas a los hermanos ("El muelle de Matthews Beach" y "El dios de los peces") o el solemne "Nocturno de Nueva Inglaterra" ni tampoco, desde luego, la laxitud social, política o incluso literaria es total, ni siquiera parcial, no, pero asoma la necesidad de una dicha sencillamente humana y de un ajuste de cuentas que denodadamente prefiere un gesto bonancible a una mueca de amargura. El patrón del libro, entonces, lo debemos encontrar en ese beatus ille de la sección "El pornógrafo" y en su emocionante "Canción predestinada" cuyo tono de plenitud, pero plenitud despierta, no puede sino recordarnos los compases rotundos del poeta de Ocnos y su rendición feliz.

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