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Actualización: 24/01/2012
Sergio Gaspar
Estancia
Por Juan Andrés García Román
Cuando Sergio Gaspar reflexiona sobre su nueva entrega poética, Estancia, se refiere mucho al propósito de poner en solfa la unidad (moderna) del libro de poesía.
Cuando Sergio Gaspar reflexiona sobre su nueva entrega poética, Estancia, se refiere mucho al propósito de poner en solfa la unidad (moderna) del libro de poesía, y con ello, considero, la concepción del ser humano como entidad unitaria, una concepción que, aunque esté llena de tabúes y sea simplificadora, resulta sin embargo eficaz en la medida en que no contraviene la moral "de uso" de nuestros pactos de convivencia. No obstante, la realidad es que al poeta no le corresponde la tarea de diversificar y escindir, sino, aunque él no lo quiera -y Gaspar no lo quiere pero escribe poesía-, la de conectar mesetas de sentido más amplio, la de alcanzar la coherencia y la "correspondencia" a partir de lo diametralmente diverso, al menos durante un tiempo, durante un pacto más largo. La unción divina y natural con la que Hölderlin bautizaba a los "celebrantes" verdaderos no está tan en desuso al fin y al cabo. Tampoco aquí, pese a que el libro está lleno de antihéroes y de antilírica, de personajes desgraciados, a veces amados, pero casi siempre despreciables.
El poeta de Checa se emplea en este libro para producir tres "enunciados" aparentemente discordantes: un capítulo inicial, el que da título al libro, en el que la pesadumbre por la muerte de una madre se alía con el deseo edípico de poseerla y substituir al padre, de convertirla en animal y objeto bajo la mirada y el "lenguaje" suyo y de la ciencia, sin que uno mejore ni sea distinto del otro (modernidad, antimodernidad y otra vez modernidad); un capítulo segundo, Un día con Stevens, que acaso va más allá que ninguno de los otros en su interrogante moral humano, al proponer el crimen como posibilidad de posesión de lo amado, aunque se sirva para ello de la belleza formal y la intertextualidad (¿usurpación de lo dicho y sus formas?) con las líneas limpias y puras del maestro norteamericano Wallace Stevens («Resulta difícil optar / entre la belleza de la vida / y la belleza de la muerte»; y, por último, un verdadero capítulo narrativo en que se dinamita la idea romántica y hasta dolcestilnuovista del amor de la lírica para proponer la usurpación de poder (y otra vez usurpación de "lenguaje") en el "relato" de un crudo episodio sadomasoquista. Si bien en este último Enunciado el concepto de amor puede ser tanto lo epatado como el pretexto o el trampolín para jugar con las fronteras de lo poético, de la idea de poema, en realidad tan íntima y diría que hasta antropológicamente asociada a ese amor: «Javier entró en la perrera arrastrado por la correa que lo unía a unos guantes de cuero» (p. 58).
En todos y cada uno de los casos, es llamativo el papel clave que juega el lenguaje, nunca ejercicio de comunicación humana, sino casi siempre de dominación y, en última instancia, de conocimiento o interrogación sobre la conciencia. La noción, antes referida, de adquisición de una unidad mayor y más comprensiva del hombre y lo social por un aparte y del mundo y su coherencia-incoherencia última por otra queda de manifiesto en una "coincidencia": el "donut", fruto industrial que encandila a la madre Eva provecta de la primera sección es el mismo producto que digiere compulsivamente y "a solas" la Eva sensual de la última, rebelada contra el guión de las fantasías sexuales de su particular Adán, al que ella animaliza quedándose para sí la palabra clave que ha de cambiar el rumbo del relato: el referido "donut". «He llegado a una tierra, al final de la tarde, / que es el piso en el que mi madre crecía su enfermedad / y, todas las tardes de domingo, tras pedirnos / que bajásemos a merendar un cacaolat con un dónut» leemos en la sección Estancia (p. 21); mientras que en Enunciado asistimos a la siguiente conversación entre la usurpadora Montse y su marido convertido en objeto sexual: «- ¿Puedo decirte una cosa, cariño? - No puedes decirme nada, sólo donuts» (p. 49).
Desde luego, Gaspar no pretende elaborar una parábola que unifique con arrogancia (¿con errancia?) los niveles de la vida social, ni siquiera en la universalidad, en realidad de rancio abolengo, de lo perverso, la dominación y la usurpación (homo homini lupus). No es que aceptando esto podamos admitir una noción de mundo más cabal o más completa. No se trata exactamente de eso, aunque se llegue a rozar esa idea. En todo caso, sí que se podría aspirar a comprender mejor al hombre, pero aún así no será suficiente y, de cualquier manera, lo que sí resulta del todo inasequible son las coordenadas espacio-temporales, la memoria y la conciencia, el pasado diluido en un presente devorador; por ejemplo, el infinito que cabe en los movimientos obsesivos de la anciana: «porque yo he aprendido el infinito y seguiré aprendiéndolo / viendo a esa mujer enfermar realizar los mismos pequeños viajes, / todos los días, a las mismas horas, en un siempre sin salida» (pp. 21 - 22). Lo aventurado por Estancia es que, en una primera fase, el ser humano es pactable o susceptible de ser dominado-comprendido con el lenguaje y pese a sus limitaciones, que existe una posibilidad de encontrar un límite o al menos un "meridiano" humano dentro del tiempo y el espacio aunque estos se fundan en un siempre sin salida («Restos acústicos, restos visuales, en / el dormitorio mil uno» que diría el Paul Celan de Compulsión de luz). El hombre puede valerse del lenguaje para "ser" lo que es, por inefable que le resulte: «vivimos todo pero contamos sus fragmentos» (p. 10). No obstante, la duda sobre la animalidad del propio hombre, que es una de las constantes del libro, retrotrae la pregunta a un ámbito más perdido, más abierto (das Offene, "lo abierto"), y es ahí donde tiene la lugar la substitución del ser por el estar, de lo limitado por lo continuo, su vastedad intimidadora. Lo genuino de la "estancia" si se pone en conexión con las mesetas deleuzianas es que su idea no remite a una liberación respecto de los yugos del pensamiento, sino más bien a la desazón y al miedo ancestral y animal por no encontrar sentido, el miedo épico y terrible de los primeros poemas de la humanidad con los que de alguna manera no se cesa de dialogar (y cuyas elipsis y torsiones lingüísticas, fruto de las heridas del tiempo en las tablillas parecen ser evocadas por el escorzo lingüístico de la primera sección, vértigo incluido: «Estamos / yo y ni mi voz y ni sus oídos aquí. [..] No madre / es. Ni no soy mi padre», p. 11.).
En el capítulo final de agradecimientos En el lugar equivocado, tan chocantemente poético y tan paradójicamente denominado "prólogo" que no sabemos si de veras estamos saliendo del libro (y en el que para colmo se enuncian versos "anulados" que están en el libro sin estar en él), leemos: «No sé gran cosa de mí. Creo que he estado siempre en un lugar equivocado, como este prólogo: en mi conciencia» (p. 60). Porque un bosque es algo que puede estar en un poema («El bosque lo encontrará el lector en el poema de Wallace Stevens», pp. 59 - 60) y la conciencia puede ser un bosque y readquirir aquella verdadera naturaleza terrorífica de los cedros de Enkidu: «¿Por qué me llevasteis a donde los ciervos huyen de los hombres?», leemos en el poema "Yo sé una historia", p. 24. Y si hacemos memoria, recordaremos que ni la búsqueda lingüística de la incardinación de la conciencia ni el primitivismo catastrófico o la tensión sintáctica son algo nuevo en la trayectoria poética por desgracia casi secreta de Gaspar: la entrega Aben Razin (1991) ya se abría con un poema que rezaba: «¿Para qué sirven los paisajes? Quizá no sirvan, y existan solamente. Como nosotros, sus ocupantes, que servimos tan sólo para existir. Y pronunciar los nombres.»
Pero no tendría sentido acabar esta recensión sin referirnos a uno de los aspectos que más interés y a veces controversia, si es que no abierto rechazo, ha causado la publicación de este "poemario". Me refiero a su propuesta de saltar la barrera entre los géneros literarios como un caballo olímpico. Y no es que hablemos solamente de mezcla de géneros o de convivencia de varios libros en un mismo libro. Es que el poco o nada disimulado ejercicio de estilo poético, cargado de feísmos y quiebros sintácticos de la primera meseta («Aquí: en esta estancia, si estuvo está. / No llanto, no llora en muerte ojo», p. 11) contrasta con la prosaicidad narrativa e ingeniosa crudeza de Enunciado, donde la apelación al hiperrealismo es tan provocativa como palmaria. ¿Debemos entonces hablar de cambios de registro? En modo alguno. Pero para poder explicarme deslizaré una última reflexión en realidad muy general.
Me atrevería a afirmar que el significado de uso que una palabra cualquiera obtiene en una sociedad coincide con el que le confieren quienes la usan para ponerse del otro lado, el de quienes la arrojan como insulto, como arma arrojadiza, como ecuación hiperexpansiva (y por tanto feble) de lo que detestan. Ese es uno de los funcionamientos más legítimos del lenguaje, en realidad el más extendido, a pesar de la literatura: el de transformar un campo semántico en el rojo violento de un semáforo o, las menos veces, en un verde pálido, otoñal, gastado por el uso. Esa es, al cabo, otra de las usurpaciones del lenguaje y su significado: su consagración desde en y por la otredad.
Lo que quiero decir es que con la revanchista acusación de realismo se ha propendido en el lenguaje crítico de la poesía española a una cierta reducción. Ha sido frecuente escuchar la palabra realismo como objeción a la poesía de la experiencia por parte de quienes simplemente no gustaban de ella. Por supuesto, ningún realismo lo es realmente, pero es que, además, existen tantos tipos de realismos como discursos sólidos de narratividad susceptibles de verterse en un poema. La poesía de la experiencia tendía a expresar un estado o una anécdota a partir de un lenguaje heredero en primera instancia del Machado de Soledades con su lenguaje evocador, nostálgico y relacionable con el mejor Simbolismo francés. En ella no solía tener cabida el feísmo ni la ruptura sintáctica o la elipsis, porque pesaba la seducción de la imagen y la comunicabilidad de la emoción. Pero cuando Luis Felipe Vivanco, en su ya clásica Introducción a la poesía española contemporánea de 1957, caracteriza la voz de Luis Rosales, hace alusión a la insólita y nueva preeminencia de la palabra sobre la imagen. En cierto sentido, tal preeminencia no es ni insólita ni tampoco exclusiva de Luis Rosales: un hito poético como Desolación de la Quimera de Luis Cernuda puede exhibir su desgarro lingüístico y testimonial en la parcial ausencia de imágenes, mientras que la voz de los poetas españoles del desarraigo y el compromiso social encontraba su clave en un realismo aún menos afrancesado y europeo, más ibérico, más seco, existencial, contorsionado y roto. Quizás exista entonces una secreta veta de realismo hispano que puede pasar por Machado pero no por el Simbolismo de Soledades y que hoy vuelve a intentar salir a flote no sólo desde luego en la escritura de Gaspar, aunque desde luego no me atreveré a enunciar una nómina. En cualquiera de los casos, puede que sea en ese filón de realismo heterodoxo donde encontraría su coherencia la multiplicidad de voces de este libro intenso como pocos, que interpela nuestro ser con sus tres estancias o enunciados o fórmulas que escrutan la eterna y renovada relación entre existencia y decir.
