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Portada de "El tiempo en los brazos", de Tomás Segovia

Actualización: 24/01/2012

Tomás Segovia

El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas (1950-1983)

Por Alexánder Sequén-Mónchez

Alexánder Sequén-Mónchez firma la reseña de este "álbum de rutas vitales que quedaron inconclusas y, también, de experiencias llevadas hasta sus últimas consecuencias."

 

Los muchos espejos: el carácter diarista de Tomás Segovia

 

Con uno de los versos barrocos de la Epístola Moral a Fabio, Tomás Segovia puso nombre a las más de setecientas páginas que archivan el recorrido trascendental de su memoria. El tiempo en los brazos colecciona circunstancias biográficas que empiezan en 1950 y acaban, provisoriamente, en 1983, es decir, entre la nada inmadura veintena y el consagrado medio siglo del poeta. Se trata de anotaciones durante su paso por México, Uruguay, Francia, Estados Unidos y España. El libro de Segovia es un vivero de esbozos y tesis vehementes, un álbum de rutas vitales que quedaron inconclusas y, también, de experiencias llevadas hasta sus últimas consecuencias. De la pugna entre la realidad y la imaginación surtió una escritura que, bajo el carácter de lo espontáneo, es decididamente rigurosa. 

Paul Bourget preguntó si existe en la literatura la enfermedad del «diario íntimo». Alguien que, condenado a empujar su roca de letras, decide fijar sus alturas y caídas. A ratos, saltándose el requisito de la obra, va directo al grano y prepara esas cuartillas que propiciarán la dignificación. El apetito de trascendencia inyectado por la vanidad. No sé si recordamos lo poco que vivió María Bashkirtseff y lo mucho que escribió. Cada página rigurosamente diarista: «Si no vivo lo suficiente para llegar a ser ilustre, este diario interesará a los naturalistas; siempre es curiosa la vida de una mujer, relatada día a día, sin afectación, como si nadie en el mundo fuera a leerla y, al mismo tiempo, con la intención de ser leída; estoy convencida de que resultaré simpática... Y digo todo, todo, todo. Si no ¿para qué? Y ya verán ustedes que lo digo todo». Vengativo, el futuro terminó sepultándola entre las cosas que nadie lee.  

Del incidente a la página algo se olvida o transforma. Un peso ganado, un peso perdido. El diario respira gracias a esa voluntad de alteración. Ahora bien, hay memoristas y memoristas. Los que valen asumen el desafío de la franqueza. No escatiman golpes ni contra sí mismos. Aún y cuando la remembranza sea inventada, querrán multiplicar el yo hasta el hartazgo, pero cualquiera que sea la fidelidad alcanzada, habrán producido una mirada de la época. Del ataque a la justificación, el diarista intuye lo que quiere decir y está dispuesto a correr riesgos. Murmura, tenaz y ególatra, evocando, reelaborando siempre, las aristas simbólicas de su tortura creativa. Palabra por palabra, fecha a fecha, conquista la metamorfosis buscada: la vida común vuelta literatura. Al revés de Bashkirtseff, quedan sus reflexiones, no sus imposturas.   

En la materia confesional, la máxima autoridad la acredita Henri-Frédéric Amiel. Su Diario íntimo, publicado incompleta y póstumamente en 1891, inspiró a muchos escritores, pero Tomás Segovia no hizo de sus cuadernos un nido del sentimiento y, menos aún, una trinchera del resentimiento. Lo subrayo con una línea suya: «Si un diario íntimo puede leerse es porque no es de veras íntimo ni de veras diario.» El empate entre el teórico y el apasionado provee de intensa credibilidad a sus observaciones. Será porque, en la poesía o en la prosa, hablamos de un lírico que jamás mudó a ninguna Siberia la fibra de sus palabras, y que tampoco quiso ceder a las autocomplacientes moralizaciones destinadas al bostezo. El tiempo en los brazos puede leerse como un laboratorio en el que se entrena la forma y substancia de su quehacer literario. No es casual que abunden por allí los encomios y rechazos propios de todo escritor que establece su trayectoria según afinidades electivas. Está clara cuál es su gran obsesión: ser vencido por la «cruel y amadísima» soledad o por la pereza, algo hasta cierto punto normal en los padecimientos del exilio. Sin embargo, en Segovia su disciplina cotidiana no se ve afeada por los torrenciales ataques de nostalgia. Ciertamente, vamos a encontrar un reproche colérico a finales del mexicano 1957  –«¿Qué coño hago yo aquí»–, pero nada de ramalazos dramáticos. «Aceptar crear es aceptar el exilio», afirmará siete años después, inmerso en el problema de la identidad en la obra de Thomas Mann. El huérfano, aunque no logre liberarse de la tierra, que es el pasado, siempre se rehusará al llanto mientras escriba.   

Abrimos el diario de Segovia –por en medio, más atrás, o pergeñando las hojas finales– y su lectura nos abre un juego de posibilidades. Cada pensamiento, como dirían los románticos, sobrelleva su gesto; un lenguaje pleno que responde a las preguntas de la poesía, la filosofía, la pintura, los conflictos de la familia, la amistad y la nacionalidad. Encontramos certeros aforismos («El infierno es la duración insensata» o «La angustia del tiempo es el terror de morir irrevelado»), máximas («No te ligues nunca a nadie que no tenga por lo menos tanta libertad interior como tú» o «La única tarea del poeta es justificar a su madre y su padre»). Por supuesto que hay también ligerezas obvias –sin las cuales no habría diarios– como en las que registra que se le acaba la tinta o la noticia sin más de la muerte de Albert Enstein. En un momento en que los únicos libros gordos que soportan las estanterías son los Best-Sellers de leer y quemar, anima que hubiera quien plantara la bitácora de uno de los poetas mayores del idioma español. Desde las Cartas a Tomás Segovia (1957-1985), nos atragantaba la espina de conocer un lado de la correspondencia: lo que, en el plano de la intimidad, expresaba Octavio Paz. Por eso, El tiempo en los brazos constituye no sólo cierto desagravio sino uno que otro rastro sobre un afecto paternal cargado de desavenencias. Eso sí: en muchos pasajes debemos conformarnos con la transformación del nombre y de la persona en unas iniciales para el despiste.      

La publicación de El tiempo en los brazos coincide con los Cuadernos (1894-1945) de Paul Valéry, además de los textos de otros dos heterodoxos que fueron contemporáneos de Segovia. La revista Letras Libres editó a lo largo de 2008, gracias al impulso de Paulina Lavista, las anotaciones del escritor mexicano Salvador Elizondo. Mientras tanto, bajo el título de Reborn, David Rieff, dio a conocer el primero de los tres volúmenes que conforman los diarios de Susan Sontag. Una viuda y un hijo rescatando la voz íntima que, paciente y cuesta arriba, historiaba, mediante el verbo expulsado del espejo, los avatares del siglo XX.  

En 1950, inaugurando su itinerario como diarista, el joven Tomás Segovia se equivocaba insolentemente sobre los libros que nunca iba a escribir. Habló de prestidigitación y poesía como cúspides imposibles. Ya en el otro siglo, su obra rebasó con fuerza y nitidez cualquier duda que formulara sobre sus capacidades. Pobre María Bashkirtseff: nunca fue Tomás Segovia.  

 

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