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Portada de El rumbo de los días, de Waldo Leyva

Actualización: 24/01/2012

Waldo Leyva

El rumbo de los días

Por Juan Carlos Abril

Reseña del libro de poemas merecedor del premio Casa de América de Poesía Americana en su décima edición.

 

El rumbo de los días es un poemario que posee varios denominadores comunes, destacando sobre todos ellos el de los ausentes, los seres queridos ausentes, y a partir de ahí se podrían ir desgranando los demás. Los ausentes o, visto desde otra perspectiva, la muerte -en su sentido medieval, que iguala a todos, ricos y pobres- para poder rastrear ese hilo que recorre todo el conjunto de poemas, no exento de reflexión, evitando la aciditas o melancolía que, no obstante, aparece en alguna ocasión, como también corresponde a la naturaleza humana:

 

Esta tristeza no se debe a nada,

no nace del vino ni de las canciones

de Carlos Cano, ni de la voz de Alberti

diciendo con Manrique

todo tiempo pasado fue mejor.

 

Esta tristeza es física,

desconozco el germen

que la empuja.

(p. 28)

 

Hilo temporal que enlaza el principio al fin del poemario o, lo que es lo mismo, las diferentes ausencias que se ponen en liza en un juego -de espejos y- evocaciones de los amigos, de los familiares perdidos, y en general de todo lo que ya ha dejado de pertenecernos. No en vano la primera parte se titula «Juego de ausencias» y la última «Los muertos beben solos». En ambas partes, tras el tono grave del recuerdo y la temática elegiaca esgrimida, se entrevé una técnica lúdica que en la primera parte viene determinada por la noción de juego y en la última por el mero, simple y llano hecho de beber. Ese ludismo es una defensa, impregnando la poesía de este libro, y es una constante en general de la poesía de Waldo Leyva, que sin renunciar a los peligros de un pasado que se articula desde la radicalidad de lo que ya pasó y por tanto nos duele, viene a suponer un freno a todo eso, una especie de reflexión en positivo de lo que ha sido ese pasado, lo que ha supuesto, y lo que nosotros hemos sido desde entonces hasta hoy.

Pero el pasado -como eje temporal sobre el que descansa El rumbo de los días- nos espolea asimismo hacia otros momentos, presente y futuro, ya que puede convertirse en un estado de ánimo por la gracia de la palabra y la sensibilidad, los deseos o las ilusiones. Puede convertirse en una galería por la que la imaginación nos ilumine, pero también en un pozo de obsesiones o insanias propias de cualquier persona medianamente cuerda, en este mundo de hoy. Así, en «Cuando vuelva noviembre» comienza diciendo: «A ustedes, los que vienen, los que vendrán después / cuando mi voz se apague, quisiera preguntarles / si se mantiene vivo el flamboyán [...]» (p. 24). El tiempo que vuelve, es decir, el pasado que sirve de correa de transmisión para el presente. Y en el poema anterior al homónimo del libro, «El rumbo de los días» (p. 25), texto decisivo para acercarnos al carácter temporal que rige el poemario, nos muestra las preocupaciones actuales de un poeta que no sólo no quiere quedarse detenido en el pasado, sino que pretende vivir el presente de manera activa, vivir la vida con todo lo que eso significa, hasta las últimas consecuencias, sin poner límites ni trabas, sin miedos ni angustias. Porque la vida no viene hecha para nadie, por muy acomodados que estemos, y cualquier intento de encauzarla siempre se verá desbordado por sus sorpresas. Es un cúmulo de incertidumbres, y cualquier certeza que poseamos se desvanece en breve. La poesía, en ese umbral de lo no escrito, no vivido o, simplemente, no expresado, es una de esas constantes vitales que le mantienen alerta. De este modo la segunda estrofa de este poema dice:

 

Soy una mezcla

de inseguridad e inalterable rumbo.

Nadie sospecha el pavor que antecede

mi primera palabra.

(Ibid.)

 

El pasado -desde el que se puede también vivir, pero con el riesgo de caer en una nostalgia perpetua, enfermiza- posee su proyección hacia el presente, y de hecho lo genera continuamente. Somos nuestro pasado, es cierto, pues poseemos una herencia que, aunque sea intangible, nos va constituyendo. Pero ese pasado, como decimos, por sí solo no tiene validez ya que podríamos sumirnos en un amargo lamento del que nos sería imposible salir. Por eso el presente se erige como la salvación o, mejor, como redención, ya que nos libera de la esclavitud de un pasado tantas veces luctuoso e irrecuperable, que no viene sino a recordarnos lo que yo tenemos, lo que ya no somos.

De ese sólido presente -al menos tan sólido como es lo que vivimos aquí y ahora- surgen las secciones internas del libro, «A veces vienen ruidos...», «Una gota en la rama», y «Correspondencia on line», representando cada una tres maneras de vivir al día, de disfrutar de las cosas cotidianas, de los viajes y los lugares, de los amigos, del momento presente, en suma. De las presencias. En «A veces vienen ruidos...» destacan dos sonetos de excelente factura (pues no parecen sonetos, pero métrica y formalmente son perfectos: he ahí la excelencia de sus costuras, que no se notan), y una «Canción» deliciosa, con aire popular, que cierra la sección. Con estos poemas, que se ciñen a estructuras cerradas o ya predeterminadas, frente a la silva y las composiciones breves que habían dominado la primera parte, el autor nos irá enredando en un mundo de escritura tradicional que irá cobrando cada vez más fuerza en el libro. Así, se irán combinando los haikus de «Una gota en la rama», con los que se atenderá a la contemplación y exaltación del momento fugaz pero eterno, elevado a la enésima categoría, autoanalizando el propio estado de ánimo, con una «Correspondencia on line» igualmente relacionada con una lectura atenta de la tradición, tradición actualizada, traída al presente, rescatada, ya que se mezclan versos clásicos, poemas en prosa, décimas, y otras estructuras retóricas sabia y ágilmente urdidas. Traer este pasado, en forma de tradición literaria, al presente, es precisamente redimir el pasado, liberarlo. Y elaborar una epístola, vía email, en tercetos encadenados, más que en un artificio literario cualquiera -válido o no, dependiendo de si está bien hecho, de las habilidades del autor- podría convertirse en una metáfora de lo que venimos diciendo, una opción de vida.

Sea como fuere, la mirada de Waldo Leyva va forjándose a través de diferentes ópticas y mostrándonos el poliedro vital de su poesía, ese magma textual que responde a distintos estímulos verbales, tiempos distintos que se superponen, tradiciones que conviven a la vez en nosotros, etc., y que son todos ellos necesarios para sobrevivir de la manera más lúdica, menos pesarosa posible.

La última parte, precisamente titulada «Los muertos beben solos», es un ejercicio de supervivencia, de generosidad y reflexión sobre lo que ello significa:

 

A medida que los años pasan

el silencio sin ruido, ayer imperceptible,

empieza a acompañarnos,

a dejar sus huellas sobre las sábanas,

a sustituir con nuestro rostro la cara del amigo.

(p. 69)

 

Muchos amigos han muerto y vamos quedando cada vez menos, el recuerdo se va convirtiendo en un cúmulo de historias que nos pueden absorber en una suerte de embudo de la negatividad. Para contrarrestarlo, esta sección se erige como una celebración -desde el presente sereno- de ese pasado y esas ausencias que hemos comentado que atraviesan el poemario. Aquí sobresale el poema «A modo de elegía» (pp. 69-72), posiblemente no sólo el mejor de esta parte sino de todo el poemario: un brindis elegiaco con una carga biográfica que nos emociona y que sirve para rescatarnos finalmente de cualquier amargura que, en cierta forma, nos empuja a comprender nuestro carácter transitorio y precaria eventualidad. Como dice un amigo mío, estamos de prestado. Y la poesía de Waldo Leyva nos ayuda a soportarlo, a llevar los tropiezos que vamos dando, no sólo los que cometemos por cuenta propia, sino los que damos por cuenta del camino, que no son pocos, ni leves, siempre pedregoso y con baches. A este libro tenemos que agradecerle no sólo esa ayuda inestimable, sino también su compañía cordial.

 

 

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