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Actualización: 24/01/2012
Juan Andrés García Román
El fósforo astillado
Por David Leo García
Tradicionalmente se ha considerado a la ópera como modelo de la obra de arte total. Por lo tanto, un libro de poemas que utilice su estructura nos ofrece, de entrada, la reflexión sobre si es posible la obra total en nuestros días, eso sí, a partir de un simulacro, de un pleno fingimiento mantenido durante todo un poemario. O la necesidad de la poesía en plena sociedad del espectáculo. Y esto es solo el principio.
La noción de “simulacro”, tan presente en la reflexión filosófica de las últimas décadas (algunas citadas en el libro, como “la avispa y la orquídea del filósofo”, en referencia al ejemplo de Deleuze & Guattari en Rizoma), nos parece fundamental en El fósforo astillado, libro con el que Juan Andrés García Román (Granada, 1979) ganó brillantemente el Premio Hermanos Argensola en 2008. En él, todas las cosas parecen condenadas a enfrentarse, si no a identificarse, con su representación:
“había una hormiga aplastada entre las páginas del libro, pero estaba tan aprisionada que no tenía volumen, es decir, no se sabía si era una hormiga o su dibujo”;
“Quizá cada palabra es una búsqueda
de la cosa que nombra”.
Este enfrentamiento llena los poemas de gráficos, diagramas y radiografías, y es tanto más doloroso cuando se refiere a lo que nos constituye: “las bolitas azules y rojas / de nuestros átomos se pusieron a estallar igual que popcorns: estábamos enamorados”; o cuando morir pasa a ser una representación más, “colocarse detrás de / la máscara de humus”.
Pero lo más decepcionante es que ni siquiera en el amor se puede aspirar a una inocencia primigenia. Incluso en un estado de plenitud, los amantes no están en sintonía, sus “percepciones” no coinciden: “La mañana según tu evangelio y el mío”. El lenguaje no solo no basta para expresarlo, sino que se convierte en algo cómico (Pessoa: “Todas las cartas de amor son ridículas”); de ahí ese “Amémonos. Anémonas” durante el acto sexual, que dinamita toda posible “pureza de los sentimientos”. Al igual que los absolutos (Religión, Totalitarismo) son desmontados en diversas ocasiones, el Amor queda relegado al desván de las mayúsculas: Realidad, Verdad, Belleza. Y Poesía.
La imposibilidad de una poesía “pura”, de un lenguaje estrictamente poético, recorre de igual forma todo el libro. Tanto es así que podríamos comparar la estructura de los poemas con la “puesta en abismo” del cine de Jarmusch, Lynch (a los que cita), o el cuerpo de los insectos, con el interior blando y el esqueleto por fuera, verbalizando la poética dentro del propio poema. Una metapoesía también poco habitual.
Incluso pretende rivalizar con su antigua voz lírica, más convencional y en las antípodas de la actual (tan solo sobreviven tres o cuatro poemas en este libro que podrían incluirse en aquella dicción, y significativamente dos de ellos son denominados “versiones”), y a la que se refiere al recriminarle a su antiguo yo lírico no haber “soñado el poema” todavía.
En esta aventura del cambio de voz parece haberse encomendado al Norte y al Sur de su actividad poética: Rilke (a quien ha traducido con solvencia) y Montale (que figura como personaje del libro, por su senil amor con Annalisa). Curiosamente hay sendas referencias a la fisiología de los poetas: “lo escribió Rilke / no recuerdo si antes o después de afeitarse la barba de chivo.”; “[...] Montale. / Una enfermedad le estaba poniendo cara de muñeco.” Nada extraño en un libro en el que incluso Dios tiene “el rostro espiralmente deformado”. Pero, ¿de qué se puede tratar? ¿Un acto fallido? ¿Ansiedad de influencias? Quizá tan solo un alargamiento del juego, un fragmento de su broma infinita.
Porque, y es uno de los rasgos que la llevan al terreno de lo extraordinario, la obra está atravesada por un potente sentido de lo lúdico y lo mágico, recurriendo incluso a los imposibles (nombra aquí el lazo de Moebius, y no nos extrañaría que en próximas estregas aparecieran fractales o cuadros de Escher). Estas capacidades permiten superar las limitaciones vitales y lingüísticas a las que aludíamos antes. Frente a ellas, que podrían dar lugar a una poesía del lamento (tan abundante por estos lares) el poeta opta por frivolizar, por “despegarse la herida como una pegatina” o “cambiar un ay por un símbolo”. La nada se siente superada por un surtidor inagotable de imágenes, aunque estas sean conscientes de su vaciedad: “No atravieses las imágenes -te dicen-, detrás no hay nada, ningún tesoro tras la catarata”.
Toda la euforia imaginista y fabuladora se complementa con la inclusión del habla conversacional (las “costuras del discurso”, como quería el propio Montale): “Amor es el deporte de los ángeles. / Date prisa o no llegaremos. / Mejor ven por aquí, dame la mano.”; y también con la asimiliación de obras ajenas, las cuales no solo cita, sino que fago-cita (así el verso de Shakespeare convertido en voz de la megafonía de los aeropuertos: “Passengers of the Earth, of such a matter of dreams are you made”) e incluso hiper-cita, mediante una fusión de un texto jurídico y un verso de Keats (“La belleza es verdad. La verdad, belleza”): “¿Juraste decir la belleza, toda la belleza y nada más que la belleza? / ¿Es ésa tu poética?”
La inclusión de los meandros conversacionales, las citas y alguna estrategia anti-clímax (como esos fragmentos del “Cuaderno del apuntador”, incluidos al final de los poemas, con visiones breves y lúdicas, cercanas a la greguería) impiden la fosilización del poema y lo convierten en una experiencia radical de lenguaje y un objeto furiosamente contemporáneo. Paradójicamente, un ejercicio que cuestiona la vigencia del género (por citar a otro contemporáneo, Jorge Gimeno: “desde 1920 / la poesía es algo démodé”, como si la tentativa vanguardista hubiera dinamitado para siempre el empeño lírico) nos da sobrados motivos para seguir creyendo en él: escepticismo y fe conforman esta higiene renovadora, que nos hace esperar de su autor una de las mayores proyectos de nuestra poesía contemporánea. Ni siquiera tenemos que esperar: basta el presente para demostrarlo.