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Portada de "Dibujando un mapa en la noche", de Juan Felipe Robledo

Actualización: 24/01/2012

Juan Felipe Robledo

Dibujando un mapa en la noche

Por William Ospina

 

Cada poeta tiene el deber de volver a explorarlo todo desde otro lugar. Las voces de los otros sólo le sirven para encontrar su propio acento. Y el nombre de este libro de Juan Felipe Robledo nos sugiere la búsqueda particular del poeta. Como el viajero que recorre un país en la noche y  percibe vagas aldeas en una luz indecisa, aguas donde algo brilla, vuelos pesados entre las ramas, nubes iluminadas por ciudades que no alcanzan los ojos, su poesía sugiere cosas que no podemos ver plenamente, fronteras que son líneas conjeturales, montañas que adivinamos, lagos y ríos que se perciben apenas por el reflejo de la luna.

Somos exploradores que ven apenas superficies del mundo, y aunque la poesía no alimenta la ilusión de que podemos conocerlo, ni nos reprocha nuestra ignorancia, tampoco nos desanima de la esperanza de saber un poco más, de ver un poco más, y sus palabras buscan menos el conocimiento que la celebración.

Porque la verdad es que aunque no conozcamos, aunque no entendamos, siempre podemos agradecer y celebrar, y en estos tiempos de escepticismo y de sordidez, es grato ver que el poeta se anima a poner sobre las cosas una palabra que solían utilizar las religiones, que utilizan a veces los sacerdotes, pero que tiene un profundo sentido poético: la palabra bendición. Hace dos siglos Wordsworth se deleitaba arrebatando esa palabra a la prisión de las iglesias para devolverle su delicado paganismo, y empezó su Preludio diciendo: Hay bendiciones en esta suave brisa.

Juan Felipe Robledo sigue sus pasos cuando escribe: Quiere decir que está solo en mitad de la noche y te bendice. Ante la oscuridad, utiliza como una linterna las palabras para buscar a ese amigo escondido que bien podría ser Dios: Hace que la linterna recorra el rostro atónito de las cosas / Para descubrir en ellas las huellas de tu presencia.

Uno de los poemas de este libro se llama “Nadería”. Y es uno de esos ejercicios sutiles en los que el poeta intenta atrapar, sin animarse a darle un nombre definitivo, el secreto cotidiano de vivir, la dicha humilde de existir que no ignora su fugacidad y su condena. Sabe que el agua de la ducha también es el río de Heráclito, resuelto en delicia cotidiana, y declara casi sin melancolía: Advertir que la vida se nos va en este suave golpeteo. Después nos habla de El chasquido de la manzana en la boca, y sentimos esas pequeñas fracciones de realidad en las que parecen aliarse la vida y la mitología.

Hay en estos versos una vocación whitmaniana. Cuando Robledo nos dice: (..) Ni la biblioteca de Alejandría / o los papiros del viejo Aristarco / serán mejor medicina que la presión de una mano, su poema tiene la entonación y el espíritu de los versos de “Hojas de hierba”: Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas, y que la rana es una obra maestra, digna de las más altas, y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo, / y que la menor articulación de mi mano avergüenza a todas las máquinas, / y que la vaca que pace con el cuello arqueado supera a todas las estatuas, y que un ratón es un milagro suficiente para asombrar a millones de incrédulos.

Los versos de Juan Felipe quieren alcanzar esa condición de la música callada de San Juan de la Cruz, el goce silencioso de un pensamiento. Por ejemplo nos dice: La morosa delectación con que una frase se extiende hasta el infinito. Y sentimos que la poesía queda comprendida entre las artes sensuales ; la caricia del verso en el oído, la certeza mental de que su eficacia es inagotable, entran en el censo de los placeres carnales, y el hedonista Juan Felipe, amigo de Anacreonte y de Teócrito, amigo del teólogo que sabe hallar también a Dios en el demorado deleite de las cosas del mundo, menciona Esa dichosa manera de estar allí, / Como lo está la música o el sabor de una fruta.

Me agrada esa poesía que se complace en vivir y que no vacila en lanzarnos admoniciones: Nos debemos a felices tardes y luengos amaneceres, -dice-, porque Largo es el olvido. Y la palabra “Nadería” en el título del poema es una gran ironía, porque lo que quiere decirnos es que esa nadería que es el instante, que son las pequeñas experiencias cotidianas, lo que llamarán nadería voces más solemnes y trascendentales, es el único y verdadero tesoro de la tierra. El mar de la existencia se vive gota a gota, y por el ápice del reloj de arena pasa la eternidad.

“Aprendiz de monje” es el nombre de un poema que para mí está más allá de las palabras; las palabras apenas aluden a él, lo rodean, lo indican. Es en verdad un ejercicio de aprendiz de monje, de alguien que envía y recibe señales, indicaciones y advertencias. Si el médico deduce el mal por la fiebre, advierte el esfuerzo por el sudor, adivina el dolor por el llanto, también el poeta siente que ni la fiebre ni el sudor ni el llanto son el poema, sino indicadores de algo que pasa más allá de ellos, en la carne que duele, en la tensión del esfuerzo, en los silencios de la tristeza y del miedo.

En algún momento el poeta Robledo menciona en este libro el azul espanto, que es un eficaz hermano del azul cobarde de cierto verso de Manuel Machado, y del rojo cruel de un verso de León de Greiff. Pero esta poética no se agota en la sensorialidad, sino que se asombra y piensa, siente y celebra. En otro lugar nos dice que no hay sitio que no conozcan las hormigas, frase que revela a la vez al niño y al filósofo que hay en él, y es una alianza de pensamiento y pasión lo que sentimos en estos versos: Traicionar las palabras, / canjear su peso, su color, / en el sucio mercado de los días / es acto que nos llena de muerte/ y ceniza y vago afán.

Juan Felipe Robledo comparte con nosotros su deleite no sólo con el mundo sino con su harto anunciada fugacidad. Una dicha prometida a la nada, esa es la miseria y la grandeza de nuestros días que vemos en sus poemas sin ningún atenuante sobrenatural. No hay bajo el árbol de caucho plegarias, no hay consuelo, / todo es vida de esplendor para el olvido, dice. Y sin embargo le parece mejor este mundo donde existe la poesía que esos oscuros orígenes de Días en los que nada tenía nombre. Y sabe que el mundo es espléndido y misterioso, y que sin el lenguaje nos resultaría inaccesible. Porque es el lenguaje lo único que nos permite dibujar un mapa en la noche, lo que nos deja percibir lo visible y lo invisible, lo evidente y lo misterioso. Eso que el poeta está advirtiendo cuando nos dice en un verso memorable: El día pasa con fuegos lejanos y la piedra canta para sí.  

 

 

 

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