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Portada Delante de un prado una vaca, de Fabio Morábito

Actualización: 25/01/2012

Fabio Morábito

Delante de un prado una vaca

Por Rafael Espejo

Pastar lenguaje  es el título bajo el cual Rafael Espejo reseña este poemario que "viene a aportar nuevas piezas a ese museo de mitologías íntimas que son ya definitivas señas de identidad del egipcio-italo-mexicano".

 

Pastar lenguaje

  En actitud de vaca ante un vasto paisaje comestible, como ballena que asoma a la superficie del mar y expulsa un chorro ("una palabra vertical que rompe el tedio de los mares", p. 108), vuelve el Fabio Morábito fabulador y coloquial con un libro generoso en parábolas de lo cotidiano, algo a lo que nos ha conseguido acostumbrar con sus poemarios anteriores#. Su personal universo está poblado de animales sin prestigio, paisajes desnudos, herramientas básicas, mobiliario casero o público, ventanas encendidas, etc. Un tuteo con lo otro, pero también con los otros -y consigo mismo- mediante aplicadísimos y agudos fondeos en la costumbre: los gestos superficiales de la rutina como puntas de iceberg de verdades -posibles verdades- sumergidas. Y Delante de un prado una vaca viene a aportar nuevas piezas a ese museo de mitologías íntimas que son ya definitivas señas de identidad del egipcio-italo-mexicano.

 

En el poema final -el que da título al libro- Morábito se confiesa: "a veces me sorprendo estático/ y hundido, estacionado/ en medio del gran prado del lenguaje" (p. 107). Porque... ¿qué hacer entre tanto mundo, entre tanto estímulo desparramado? ¿Cómo no registrar significados o, en caso contrario, cómo registrarlos? Preguntas de fácil respuestas para este poeta, que sabe como pocos prestar atención a lo que ocurre en torno a él para extraer perlas fantásticas de los seres y estares menos extraordinarios. Como un mago ágil y sigiloso, sin redobles, sin añagazas, transforma lo que mira en lo que piensa con sólo mirarlo, y así pone en evidencia la relatividad de la realidad. O ni siquiera eso, le basta con imaginar que mira:

 

         POR FIN

         puedo asomarme,

         pongo a remojo la mirada,

         pongo a ramaje los sentidos como un árbol

         y descubro

         que los árboles se asoman,

         que todo: el tronco que se subdivide

         y vuelve a dividirse

         hasta sentir un día el ala de una mosca,

         busca lo mismo que yo busco.    

                                                        (p. 42)

 

Morábito encuentra en cada objeto, en cada motivo ocasión para abrir una puerta a la trascendencia. Nunca la cruza estrictamente (pues eso acabaría por  inhabilitar el concepto "puerta"), sólo se asoma para ver qué se mueve al otro lado. El destino, por lo tanto, importa menos que la exploración, el puerto de llegada menos que el merodeo. De modo que no busquen la trampa ni la lección porque no los hay: todo es aquí educación desposeída, pura y sobria humanidad, intemperie interior. "Haber bajado de los árboles/ fue la primera puerta que se abrió", dice a propósito de esta variación de uno de sus leit motiv recurrentes; si en entregas anteriores el insomne miraba desde su ventana otras ventanas encendidas -y así se hacía acompañar-, ahora mira a través puertas mentales. Y si antes, según entiendo, partía de la realidad para sus juegos especulativos, ahora -sin abandonar ese hábito de nocturnidad y voyeurismo- no siempre necesita Morábito un correlato objetivo para encontrar el poema. Sigue partiendo de lo pequeño para elevarse en vuelo y suspender atmósfera, pero ahora incorpora nuevos puntos de fuga para su poética, que, eso sí, se es fiel, mantiene su dicción sobria y su tono casi oral, sin inflexiones en la voz más allá de la evolución del carácter, esto es: se suma a las anteriores alguna nueva obsesión pero no varían las maneras de plantearlas. Digamos que la reflexión sigue primando sobre la lírica en sus poemas, que se cumplen sin la necesidad de artificios elegíacos o sentimentales. Y así, junto a "la puerta" encontramos otros tres, cuatro motivos o inquietudes que aparecen y desaparecen intermitentemente a lo largo del libro, a saber: el mundo vegetal (con los árboles a la cabeza, de los que reniega explícitamente en el directo de algún poema y a los que, no obstante, siempre vuelve), la familia (abordada sobre todo desde una relación padre/hijo, pero también evocando mitos y recuerdos de la desaparecida infancia), el temblor subterráneo (llamado magma en libros anteriores, lava que asciende) como metáfora de la escritura, animales sin pompa (las moscas) o sin suerte (un elefante devorado vivo por leones) junto a personajes igualmente marginados o desamparados (putas, albinos o Emily Dickinson, por ejemplo, que cumple aquí como alter ego del propio Morábito, cuya propensión a la soledad establece no sé qué juego de espejos con aquella). Sorprende la inclusión del deporte (con poemas como "Pista de atletismo", "Tenis" o "Dos Sandras: una fea y otra guapa") en este grupo de obsesiones favoritas, aunque a diferencia de aquellos no lo hace como motivo en sí, sino como lanzadera para confeccionar fábulas de incierta moraleja o para ilustrar postales de otro tiempo y/o lugar. De modo que varios son los caminos abiertos por Morábito para viajar desde sí mismo hacia sí mismo. El que fue dejando atrás raíces desenterradas, el personaje errante, se ha sentado a proyectar viajes estáticos, casi no viajes (veánse los poemas "Perder un avión" o "Ícaro"): los planeos mentales de una vaca delante de un prado.

 

 

 

 

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