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Portada Campo Albornoz, de Osvaldo Aguirre

Actualización: 25/01/2012

Osvaldo Aguirre

Campo Albornoz

Por Rafael Espejo

 "Esto es, por lo tanto, Campo Albornoz: la recreación de un pequeño mundo  que ya no existe, una suerte de Macondo en miniatura, una pampita -perdón- que visitamos con el encanto añadido de saberla, incluso dentro de la ficción, extinta." 

Al cuidado del poeta cordobés Juan Carlos Reche, la editorial uruguaya HUM estrena la Colección Nomeolvides con el propósito de hermanar el mercado de tres países hispanohablantes: Uruguay, España y Argentina. Poetas de uno y otro lado -clásicos o vivos, sean cuales sean sus estéticas- reunidos en un catálogo que aspira a convertirse en faro de lectores ávidos de más allá. Es decir: traducciones imprescindibles, novedades reveladoras y recobro de la tradición en un continuo diálogo biatlántico. Tras Los lamentos de Laforgue y Fastos de Arturo Carrera, aparece Campo Albornoz, última entrega del poeta, narrador y periodista boanerense Osvaldo Aguirre (1964).

Con una breve nota a modo de pórtico, nos introduce Aguirre en el territorio mítico de su poemario: "Campo Albornoz era el nombre de un paraje que surgió alrededor de una estancia, en el sur de la provincia de Santa Fe. La estancia fue fraccionada y desapareció, y con ella el paraje, que la cartografía no registra. Sin embargo, el nombre persistió en el habla de la gente del lugar, como un punto de referencia en el tiempo y en el espacio" (p. 7). Esto es, por lo tanto, Campo Albornoz: la recreación de un pequeño mundo que ya no existe, una suerte de Macondo en miniatura, una pampita -perdón- que visitamos con el encanto añadido de saberla, incluso dentro de la ficción, extinta. Entonces el ánimo que propicia estos poemas se sitúa entre la nostalgia  fabulística y el homenaje testimonial. Pero si he dicho García Márquez he de decir también Cesare Pavese o Tonino Guerra, e incluso, por qué no, Bertolt Brecht. Así: la suma de un lirismo austero profundamente enraizado a la tierra más la denuncia -implícita y explícita- de la sociedad retratada no dan como resultado una cifra contradictoria, sino una media homogénea, un todo absoluto cuyos factores no se pueden ya separar, pues han quedado fusionados en el tono, en el estilo. Fábula y testimonio a un tiempo, a un tiempo lírica seca y compromiso ético o social, que viene implícito pero quizás explícito. No es tan fácil la fórmula como podría juzgarse a partir de la agilidad en la lectura de estos poemas.

La desnudez expositiva del verso encuentra paralelismo en la desnudez a la que es sometida el ser humano. Aislado de las grandes comunidades de la civilización, en un ámbito donde la violencia y la intimidación no sólo están permitidas sino que son necesarias para sobrevivir, en contacto físico y diario con las leyes de la naturaleza, ahí el hombre se mueve antes según las leyes de su instinto animal que las de las protocolarias, racionales maneras de las sociedades avanzadas. El mito del buen salvaje se invierte en Campo Albornoz, y la omnipresencia de la barbarie fuerza la omnipresencia del peligro, que se huele por todas partes: el lobo es un hombre para el lobo. O de otra manera: en un hábitat agreste y agresivo, el ser humano recupera el miedo a un depredador y vive en constante estado de alerta. En el redescubrimiento de esa sensación se basan la mayoría de los poemas: la inminencia de una agresión, de un robo, la muerte, la crueldad, etc.



 LADRONES

I

 

"Era noche tan cerrada

que ni luciérnagas

siquiera y de pronto

los perros comenzaron

un escándalo.

Ladrones,

pensó.

Echaban chispas,

y hasta perder la voz,

como si un extraño

o los que van de chacra

en chacra con carne

envenenada o qué sé yo.

 

Se levantó de la cama

e intentó hacer luz

en las esterillas. Nada,

pero aquellos seguían.

 

A la mañana encontró

un pobre gato destripado

-quién sabe de dónde-

y en el patio, a la vista,

para que él supiera,

una comadreja, bah:

las patas y la cabeza."

                                                           (pg. 52)

 

Cierto clima de ansiedad colectiva, entonces, pende sobre los retratos individuales o integrales que cada poema ensaya. Y el fondo lo ponen la extrema ruralidad, el embrutecimiento de las gentes, las escabechinas entre animales (domesticados, de granja o salvajes), las supersticiones, los remedios caseros, el conocimiento de la tierra y su cultivo, la desolación de toda esperanza, la soledad. Porque el tiempo, desnudo de ocio -según lo entendemos en occidente, es decir: consumo de cultura, redes sociales, televisión, etc.-, el tiempo sin máscaras delata el infinito vacío de nuestra condición de seres vivos, como magistralmente se relata en "A las corridas" (pp. 18-21), que a mí me recuerda a "El dios cabrón" de Pavese. Campo Albornoz es un ejemplo puro de determinismo geográfico (cuando, oh paradoja, no existe). Y eso explica la aspereza de sus vecinos, rudos y sin empatía, egoístas, tan aferrados a la tierra que incluso el tiempo lo miden por las temporadas de siembras y cosechas (el maíz vendría a hacer las veces de Cronos). Hombres-animales que se obsesionan y traicionan y agreden por alcanzar lo que aquí llamamos derechos humanos. Incluso la demencia -o sobre todo la demencia- hunde sus raíces en la tierra:

 

"Entonces algo fallaba

en él, ya la semilla

del desastre de su vejez.

El bulto del cuchillo

que calzaba y hacía ver

por gusto. O las gansadas

tremendas para disculpar

el susto y los diálogos

y entreversos que mantenía

consigo mismo:

 «-¿Cómo?

¿Si vienen de lo profundo

del maíz?

  -Me roban, ¿y?

-¡Y no sé qué más!

      -¿Cómo?»"

(del poema "Bizcochos", pp. 28-30)

 

La variopinta galería de personajes que desfilan por el libro (el panadero, el guardián, el agricultor, el ganadero, la maestra rural, los pupilos maristas, los locos, la "alta sociedad" que frecuenta la Sociedad Stella d'Italia, la banda de música, etc.) proporciona a la estructura del libro cierto carácter novelístico, e incluso cinematográfico. Por momentos uno cree estar leyendo un relato coral, porque los personajes viven en el libro: intervienen, desaparecen, son mencionados aquí, recordados allá. El culmen de la muchedumbre lo encontramos en la pieza final: "Grandes romerías populares" (pp. 55-67). Dividido en cuatro partes, el poema filma la algarabía, el jaleo, el bullicio de una verbena folklórica donde se reúnen todos los personajes de Campo Albornoz -con los que, a esas alturas, ya nos hemos familiarizado-, más otros de pueblos vecinos. Y digo filma porque Osvaldo Aguirre convierte su pluma -si es que escribe con pluma- en cámara, regalándonos una deliciosa escena digna del mejor neorrealismo, tan Fellini como Berlanga: orquesta, competiciones de juegos, chismorreos, petardos, vermut, negocios, apuestas, autos guapos, peleas, rifas, puestos de golosinas, borrachos, globos, sol, tormenta, sol otra vez, acrobacias en avión... Magnífico colofón con redoble, invitación a una fiesta final donde se obvia -casi- toda la barbarie y desolación anteriores; toda la soledad y todo el miedo se olvida por un rato; y así nos despide, con ese saborcillo a fiesta popular. Aunque no sé si se trata de auténtica condescendencia con el ánimo del lector o de todo lo contrario: una moraleja amarga. Ya dije antes que la fórmula no es fácil. Ni simple, añado ahora.

 

Si Campo Albornoz fuese esto que acabo de argumentar ya tendría un valor importantísimo: devolver romanticismo a la poesía, readaptar la lírica al mito -original o no da igual- sin incurrir en tópicos ni simplificaciones. Pero hay más. Una extraña oralidad en el discurso que hace pensar en romances moriscos, o en coplillas gauchescas, o, qué diré, en cantos indígenas alrededor del fuego (otra manera de alejar la realidad retratada, de hacerla mítica). No me refiero sólo al encanto de su exótico vocabulario (los españoles tenemos que leer con diccionario a mano para identificar palabras como chacra, tero, cuises, almácigo, padrillo, chancha, cimarrones, galpón, tapera, abriboca, pashá, volanta, garúa, casuarina, raje, etc. Todas ellas flora y fauna de un mundo, o embajadoras de una forma de vida, diferente al nuestro). No digo exotismo de salón, decía, ni módico escapismo. Porque es menos cuestión de fonética que de sintaxis. Las extremas elipsis que practica Osvaldo Aguirre acaban a menudo por romper la gramática. Y los referentes se extrañan así de tal manera que el contraste entre lo nombrado y su expresión desaparece, no sé si me explico:


                  CAMPO ALBORNOZ

I

 

"Con un silbido largo

llamaba al Lucero

para ir echando putas

hasta el pueblo.

 

Ya en la última hora,

antes de salir al patio

soñaba son la calle

y sin tocar el alambrado

un salto a caballo

por el campo.

 

Era la palma de su mano

y se animaba al primero.

Listos, en sus marcas,

a ver quién gana, a ver

quién llega a la estación

con el expreso;

a ver quién en la plaza

y el último

    cola de perro.

 

La señorita

se quejaba de la tierra

y decía que mañana."

                                                           (pg. 11)

 

Pero no acaba el exotismo ahí, aún hay más. Si las palabras visten plumas de colores, si la sintaxis estalla y la gramática salta en pedazos por los aires, si el tiempo es maíz, encontramos también poemas como "Diario íntimo" (pp. 22-23), "Vademécum" (pp. 26-27) o la serie "Álbum" (pp. 41- 51) que mezclan con tacto y pulso la sensibilidad terrena de la que hablaba hace un momento con una mirada casi orientalizante: el misticismo indio junto al japonés, el material junto al espiritual, el adusto junto al delicado. Por ejemplo Luis, uno de los once retratos, o de los once epigramas, o de los once haikus de "Álbum":

 

Entre las macetas

del patio andan

así de sapos:

una nidada.

Dan sin ruido

un par de saltos

y se quedan quietos,

cansados por el calor

o como pensando."

(p. 51).

 

            Un español otro, venido desde una Argentina que fue pasando por Uruguay. Estamos de enhorabuena los de este idioma.

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