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Portada de Caja de Herramientas, de Fabio Morábito

Actualización: 24/01/2012

Fabio Morábito

Caja de Herramientas

Por Juan Andrés García Román

Un libro volcánico hasta tal punto que la intención de asignarle una categoría de definición puede sólo desenvolverse en una intrépida, casi infinita, aventura de palabras.

Caja de herramientas de Fabio Morábito es un libro volcánico hasta tal punto que la intención de asignarle una categoría de definición puede sólo desenvolverse en una intrépida, casi infinita, aventura de palabras, exergos, apostillas, intertextualidades, nombres propios y comunes. Podemos incluso recurrir de primeras a un rasgo ex-céntrico a la crítica al uso: la editorial Pre-textos ha acudido a su colección Textos y Pretextos y no a la de poesía para reeditar la reescritura de esta obra originalmente aparecida hace veinte años en Fondo de Cultura de México. Es una cierta argucia que nos indica una dirección acaso espuria pero desde luego nunca ausente en el libro. Me explicaré más tarde.

Por ahora digamos, para quien no quiera seguir leyendo, que esta prematura entrega de Morábito propone una nómina de doce apóstoles utensilios básicos acompañados todos ellos de una definición en la que se muestra su interactuación, su mecánica, el vislumbre de una técnica precaria, fabulística y hermosa, una técnica que en buena medida no se circunscribe al entramado y transitividad de las doce piezas establecidas, sino al funcionamiento gramatical del mundo mismo.

En su cierre, el proyecto es absolutamente original, pero la tarea de buscarle progenitores a este libro nos desvela que en modo alguno es huérfano. Resulta casi obvio pensar en Francis Ponge, pero, aunque crucial, ese sería sólo el comienzo de la lista. La clave de bóveda de la obra de Ponge es el interés por una escritura que podríamos llamar progresista, una escritura que desbanca al yo lírico en un intenso afán por definir no tanto el cosmos como sus objetos y sus empleos. El interés de Ponge es el de mantearles a esas cosas su pátina literaria, el sentimentalismo poético que les corresponde: robarle a las cosas sus definiciones y asesinar al creador de éstas con un aluvión de nuevas e insólitas propuestas de uso. La propuesta de Ponge, tan genial e imprescindible, no puede empero disfrazar su vocación de vanguardia heterodoxa hasta el punto de que constituirá una de las principales sendas de llegada al Nouveau Roman o Escuela de la mirada, pariente ya más joven de Caja de herramientas. Sin embargo, y aunque el francés no esté tampoco en absoluto exento de ello, existe un filón más antiguo en el que el libro enraíza. Uno de los más cercanos antecedentes es también tío abuelo de Ponge y perteneció a la escuela de La Pléyade; hablo, claro está, de Rémy Belleau y sus enciclopédicos rubíes o Amours et Nouveaux Eschanges des pierres précieuses, vertus et propriétés d'icelles, aunque, en realidad, esto no es más que la punta del iceberg, el descendiente lírico barroco de una corriente relacionable en un momento de su existencia a la alquimia, sí (Atalanta fugiens de Michael Maier o El sueño de Polífilo de Francesco Colonna), pero cuyo interés por explicarse el mundo y la substancia y mecánica de cosas y acontecimientos se pierde en la noche de los tiempos hasta coincidir con la sabiduría presocrática y mítica.

Y he dicho bien, saber presocrático y, sobre todo, prearistotélico, saber que goza aún del deseo de lo singular y no menos de lo total, pues ello es lo que habrá de diferenciar a la poesía de la filosofía en el momento que la "tijera" del logos se proponga el dudoso "avance" de explicarse la creación saliéndose de ella y de su palabra para lograr ir más allá: «Todo el tiempo [las tijeras] segregan límites, insatisfacción, falta de sueño. Viven alerta, casi de puntillas, de absoluto perfil, de futuro, en continua acritud. Aborrecen el presente, el verbo estar y el paisaje. Están envenenadas de futuro. El futuro es su método. "¡Más adelante, más deprisa, más al frente!", chasquean las hojas de acero. "¡Más futuro, más futuro!"» (p. 60). Y con estas palabras y con muchas otras se zafa Morábito de la acusación de fenomenología recaída sobre Ponge y su catálogo de cosas, su particular regreso a las cosas mismas. Porque la fenomenología requiere el retorno a las cosas, en efecto, pero su método, la búsqueda de un ente, es una manera de resquebrajar la unidad íntima del mundo, el roce, la tarea impenetrable que se genera y crea entre "el trapo", "el aceite" y "el tornillo". En este sentido, no deja Fabio Morábito de deslizar una crítica a los procedimientos del saber occidental y, también en este sentido, está cercano a los planteamientos metafóricos que en la filosofía francesa no ponían en cuestión tal o cual ideología, sino la estructura que subyace a todas ellas. Lo arbóreo como patrón o el pernicioso calco frente al mapa orgánico están muy cercanos a la alabanza del "tornillo", bello y vegetal, como columna salomónica, frente a la tiranía de tiralíneas que corresponde al "clavo", incapaz de su "añoranza" e inexistente en realidad, pues es creado en la hora en que pensamos el tornillo: «el tornillo es siempre otro, recomienza de nuevo en cada giro, inagotable y pletórico de argumentos; para ello se cuida de no ir nunca al grano, se abre paso a través de timidísimas asociaciones y menudas semejanzas, sin el menor traspié, como una mano que nos acaricia sin despegarse de nuestra piel para que no despertemos.» (p. 54). Además, en este microcosmos se crean asociaciones, grupos de contrarios y de aliados, si bien, como en un buen cosmos que es, la asociación llega por uno y otro lugar y, aunque en aparente liza, todo está bien soldado, todo se necesita. Uno de los antagonismos que asemejan al clavo y al tornillo es el del agua y "el aceite": «El aceite es un agua que ha perdido el ímpetu y el descaro de la ida. [...] Mientras las aguas jóvenes riegan desinteresadamente la tierra, los aceites remontan, ambicionan; son aguas de subida; su arenosidad les permite trepar sin esfuerzo, aunque lentamente; sin los aceites, de hecho, el mundo carecería de sorpresas, sería un mundo en perpetua bajada, tiranizado por la gravedad. / A la larga, ese mundo se volvería geométrico. El aceite no tiene este inconveniente porque es antidoctrinario. [...] El aceite resalta el temple individual, es comprensivo y auditivo.» (p. 24). No hay que afinar demasiado para comprender que la integración propuesta pasa por el procedimiento de una radical sinestesia, una fusión de las sensaciones, los sentidos, los pensamientos, sus sujetos y sus objetos.

Pero ya en las pocas veces que hemos citado el texto nos hemos topado con palabras como "tiranizado", "individual", "ímpetu", "futuro", "límite", insatisfacción", "doctrina"... Y no es que hayamos ido en absoluto a la caza de estas palabras. De hecho, se habla muy a menudo de "el hombre", verdadero sujeto completamente paciente de este engranaje, del funcionamiento de estas pobres herramientas capaces de conferir al ser humano algo de mundo y fantasmal existencia, aunque se trate de una existencia estrictamente lingüística. El mismo autor puede emerger del lenguaje (aunque no lo hace del todo) pero nunca al revés. Otras veces las descripciones ponen en acción a "santos", a un "duque", a la "corte", a un "rey", a la "esclavitud", a los "súbditos", a "Dios"; en la magistral semblanza de "la bolsa" leemos: «La alegría de la bolsa es la alegría de un espacio que se ha aligerado de deberes, de una fiesta sin dueño o de una corte sin rey» (p. 47). Porque indudablemente mi observación no quiere quedarse en la evidente constatación de la prosopopeya. Lo interesante es que asistimos con la puesta en marcha de las herramientas a una pequeña celebración de la libertad, a un taller de censura de la tiranía, pero ello, sobre todo, en el sentido en que los poderes humanos, sus cargos, sus cuitas, sus maldades y hasta la anatomía humana («Quien ayuna, forma una bolsa en su interior», p. 48)... se encuentran siempre redimidos, integrados en planos ínfimos, retirados, jubilados de su poder y de su jerarquía. En el momento en que un rey sirve para que nos expliquemos el funcionamiento de una bolsa, hemos guillotinado sin violencia al rey, de hecho lo hemos convertido en un ser inofensivo cuya realidad para colmo se halla subordinada a los meandros de la dicción. En el momento en que una bolsa nos explica el estómago, hemos anulado la petulancia de la medicina moderna. Porque si las cosas, si las herramientas vuelven a estar en las manos del hombre artesano, éste será capaz de crear un mundo humano a partir de sí mismo y, en buena medida, y con ello nos adentramos en otra problemática esencial, a partir de su lenguaje, de las derivaciones de su propio y libre pensamiento en una operación que diríase spinozista o que sucede, en palabras de Rubén Darío, "por caso de cerebración inconsciente" (recuérdese en este sentido el inicio del libro, el de la sección dedicada a la esponja).

En realidad, parece que estemos muy lejos de la vanguardia, pero también, como en el caso de Ponge, a poco que nos escoremos algo nos damos de bruces con ella y en ella. De un modo parecido a los laberintos lingüísticos de Morgenstern o de la simultaneidad de plano palabra-cosa de un Hans Arp, el lenguaje es productor de realidad. Y no al revés. Con ello nos estamos acercando a un viejo topos romántico: la posibilidad de un lenguaje mítico, un lenguaje más alto o esencial en que la relación entre significante y significado no sea arbitraria, sino humana por fin, ya que de hecho ese lenguaje no adviene de lo sublime, sino del grasiento taller de las palabras. Y es que, curiosamente, la demanda epifánica de realidad toma la mano al proletarismo feliz de lo enunciado, de lo viviente y su funcionamiento. El hombre, el escritor, ha confeccionado un mundo a la medida de sus necesidades pequeñas y lo ha confeccionado partiendo de las palabras, sin salirse de ellas: celebrándolas, celebrando su asociación y su autonomía respecto a los reyes y duques que evoca y destrona, respecto al mismo Dios, que nunca tuvo la suerte de usar martillo ni tubo ni resorte. Volviendo al antagonismo antes evocado entre clavo y tornillo, nos encontraremos con una cualidad que a la postre connota mejor al clavo -ya hemos dicho que en este universo pequeño y deseado no hay enemigos reales ni superioridades invencibles-: el caso es que el clavo, posible resumen de un rayo, representa la "pureza" "sin perfiles" de un "mundo primigenio", "más fogoso", "transparente, efusivo" y narrado en pretérito. Ahora bien, «quizá en la rosca en forma de espiral del tornillo, donde la continuidad y el arraigo, la progresión y la permanencia han hallado una solución común, anide el misterio del lenguaje» (p. 54). Y en este sentido, y de nuevo acudiendo al par pariente de agua y aceite, leemos: «Ahí donde el agua, distraída y simplona, pasa de frente, él, que viene de regreso, cargado de trucos, se detiene y asimila; no desecha ni saca conclusiones, pero discierne, imprime un rostro y una edad a lo que toca. Toda cosa aceitada tiene un nombre.» (p. 24). Porque, como decíamos al inicio, frente a la histeria de la filosofía, siempre empeñada en la disección, en la distancia generadora de un falaz entendimiento, se alza, o se tiende indolente, la escritura del poeta. Y el poeta, que es siempre, y hoy también, hijo legítimo del Romanticismo, no puede ignorar los intentos de Hegel con su Filosofía real, de Goethe con su Tratado de los colores, no puede eludir la integración ideológica y mineralógica del Hiperión de Hölderlin y, menos aún, el propósito de Vico o Herder de encontrar esa lengua perdida, prebabélica e infantil. Porque también en Caja de herramientas son los niños los que descubren el secreto del mundo, su falla ("le crac" que diría Balthus), su completitud y su ternura: «[Las tijeras] aguardan tensas. Por eso es frecuente ver a los niños observar con detenimiento las tijeras y cerrar un ojo mientras juntan y vuelven a separar las dos hojas de acero. Quieren descubrir cuál es la más culpable, cuál es el misterio de las tijeras, el centro donde gravitan, donde acaso dudan; presienten quizá una blandura oculta, un algo como un corazón que persiste bajo su dureza, un germen aunque sea mínimo de entrega y gratuidad. Como siempre, no se equivocan» (p. 61).

Porque no se equivoca quien cree que el lenguaje es germen del mundo y su buen uso salvación del mismo. Y no se equivoca desde luego Fabio Morábito al emular con su pequeño taller al heterotópico enciclopedista chino de Borges, el que pone en funcionamiento una clasificación imposible del mundo: una clasificación imposible, desde luego, o sólo probable, pero, eso sí, comprensiva, integradora y ética.

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