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Portada de Árboles con tronco pintado de blanco, de Juan Antonio Bernier

Actualización: 23/03/2012

Juan Antonio Bernier

Árboles con tronco pintado de blanco

Por Juan Andrés Garcia Román

 "Desde Así procede el pájaro (2004), los poemas de Bernier han ido meditando con sus palabras (...). Con belleza pero con incertidumbre, la fábula se ha depurado en imagen y la palabra en hueco." 

 Ed. Pre-Textos
Valencia
2011

El símbolo es la herramienta ejecutora de toda la modernidad de la poesía, la que posibilita el tránsito desde una práctica artística ligada a la mimesis -a la equivalencia y la retórica- hasta la audacia de un hombre que ha perdido sus seguridades y lanza sus raíces para pescar el viejo y perdido árbol del conocimiento. No trato de esbozar con ello un juicio de valor entre lo uno y lo otro. Ni siquiera puedo saber si hablo de historia. Porque tampoco la historia es lineal, y menos la historia del símbolo, pero el teocentrismo (mito) y el antropocentrismo (logos) sí pueden considerarse dos realidades diferenciables, y la distancia y libertad que se hace hueco entre ellas es donde precisamente lo simbólico se asienta para reconstruir la relación espiritual del hombre con lo que ve y siente. En cualquier caso -quisiera referirme-, la función motriz de lo icónico dentro de la modernidad no sólo escapa al Spleen parisiense y sus réplicas, sino que, en buena medida, deja de constituirse en una estética epocal para conducir al hombre a los límites de su decibilidad (Celan), así como al abismo del sinsentido y la autonomía de la imagen (desde Las iluminaciones rimbaudianas al hermetismo como fenómeno en su amplitud).

Ahí es donde adquiere vigencia reclamar esa perspectiva para hablar de estos Árboles. La vida que imprime la imagen a la mirada dota a las cosas poetizadas de un dinamismo pictórico que nos las devuelve espiritualizadas (en el sentido en que Kandinsky hablaba de la espiritualidad como el elemento constitutivo del obrar expresionista), en un movimiento sin movimiento y una singularización de las partes que, no obstante, se corresponden con un yo fragmentario, escindido, vaciado: «Una luz inocente / que nos vuelve / perversos. // Pienso en ti, tu lugar, / lo que no hay.» (p. 16). Pero en realidad se diría que esa, obvia, enajenación del yo contemporáneo es más una consecuencia que una causa, o, que, dicho de otro modo, en este caso la poesía nos devuelve como propuesta artística y simbólica lo que la realidad nos ha quitado en su fiereza histórica, cientifista. Así, en "Anisa", una estancia transida de luz, aunque tamizada, nos amortigua de la fragilidad de dos cuerpos, desnudos en un decir que atiende a sus «mandíbulas» en lugar de a sus bocas. Dicho de otro modo, esa ambigua claridad del aire transformado en conciencia, y en arte, contiene a los cuerpos, los acoge y arropa: «Qué hermosa habitación en penumbra, / la nuestra / a las doce de la mañana. // Mi ropa /colgada de cualquier / forma / sobre tu bicicleta» (p. 15) donde, por así decir, el desaliño de la ropa se nos antoja más «pictórico» (aunque «casual») que desolado. E igualmente, cuando se nos ofrece a la vista un paisaje degradado por la urbanización, en cambio lo que prevalece es la llamada de atención sobre la cierta irrealidad visual de un chaleco tendido, cuyo dibujo primordial nos devuelve a un costado de un mundo que se diría no nacido, analítico, primordial. Igual que se abstraen los contornos en un Cézanne: «Como este chaleco de obra, / dominical, naranja, / tendido boca abajo, suspendido en su sueño.» (p. 16)

Y de igual modo, el color predomina sobre la línea y puede hervir en los objetos, también en los dotados de conciencia, para devolverlo todo a una precariedad armónica y siempre interrogativa. Como en "Un joven profesor joven" (p. 20):

"Maestro, ¿el cielo es

un elemento

de la naturaleza?"

Con sus ojos azules

lo pregunta.

"¿Y una orilla?"

Con sus ojos azules.

Es el mismo afán de unicidad o de deje neoplatónico con que se anunciará más tarde: «¿Lo recordáis? Nevaba, / pero la misma nieve...» (P. 29). ¿La misma nieve de entonces y de ahora? No, no se trata de eso, sino de la nieve que era y de la nieve que somos capaces de imaginar en ese ejercicio creativo que constituyen la percepción y el recuerdo. Porque, si se me permite, y continuando con la analogía pictórica, muy poco nos importa si las meditadas botas de Van Gogh pertenecían a un campesino que se había marchado a regar o había muerto, a un pelirrojo o a un moreno. Oreja arriba o abajo, estamos hablando de un interrogante sobre la capacidad de las cosas por contener al ser humano y del ser humano para estar en la realidad a través de los símbolos, de su naturaleza dinánima, mediadora, el fantasmata de Agamben o el Denkbild benjaminiano.

No es que no importe la biografía; de hecho ahí está el pathos de "Canicas de hueco" o del magistral "Young adults against suicide". Pero, desde luego, el camino señala más allá de la anécdota, hacia una readjudicación de la visión en otro lugar. En este sentido, por ejemplo, estamos más cerca del poema-cosa (Dinggedicht), una tradición acendradamente europea, que de lo icónico en la tradición española, incluso del modernismo juanramoniano con el que tanto se ha relacionado a Juan Antonio Bernier. El rilkeano cuerpo de la amada como río no podría interpretarse de otra forma: «El río, que frota sus orillas / para no congelarse. // Su cuerpo, que en silencio protesta si dejo de tocarla» (p. 46).

Por último, podría decirse que las cosas asemejan retratos ambiguos de nosotros mismos y, qué duda cabe, meditaciones sobre nuestra propia capacidad de mirar. Así, nuestra conciencia afronta el poema como un enigma que quisiera descifrarla en una íntima lejanía, igual que la mirada, que, depositada en los ojos de un retrato, se convierte en levadura de Otra mirada, acaso semilla de nosotros mismos. Digo Otra mirada, con mayúscula, sí, pero no de más allá, sino de "más Acá", un más acá en proceso de despertar o autodespertar. Porque no encontramos lo que queríamos ver ni nada que pueda verse: lo revolucionario es que entonces nuestro yo es transformado en locus (Nishida Kitaro), lugar de encuentro entre círculos concéntricos de conciencia y mundo y, finalmente, representación. Pues lo representado se transforma en algo nuestro al tiempo que en una flaqueza privilegiada: «Como estar abrazados. / Uno se siente, / no sé, como lleno por fuera.» (p. 41).

Y en fin, este proceso parece desembocar, cuando el libro alcanza sus últimos compases, en poemas de un raro e inédito hermetismo. Es como si el poeta hubiera conseguido finalmente la aleación: el yo que se miraba mirando y se desposeía en ocasiones de un modo explicitó («Con la luz apagada. // Esta idea de verme», p. 35) ha recorrido ya todo el camino, de modo que el proceso de aprendizaje se encuentra ya plenamente instalado en el lenguaje de manera que éste ya no sea una herramienta de conocimiento, sino el conocimiento mismo, con su vuelo seductor, no más lejano ni más biográfico, pero sí más íntimo. Una intimidad acrisolada, acogedora: «Sandalias y libélulas en la imagen pasada. / Algo más adelante, los pasos que retornan / vibrando en la estructura de metal. / La música recoge provisiones, / la música es avara.» (p. 42). Y es curioso que cuanto más se ha cerrado el círculo del sentido, más se ha abierto el camino hacia un horizonte estético ahíto de posibilidades y completamente propio.

Está claro que desde Así procede el pájaro (2004), los poemas de Bernier han ido meditando con sus palabras, creciendo al tiempo que se adentraban. Con belleza pero con incertidumbre, la fábula se ha depurado en imagen y la palabra en hueco. Hasta que esa pura duda y hálito que somos se fragua y dibuja en el cristal de la ventana, sí, igual que un pequeño sol a la altura de la cabeza.

Juan Andrés García Román

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