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Carlos Martínez Rivas

Actualización: 17/02/2012

Carlos Martínez Rivas

Por Carlos Pardo

"Ni hubo merma en su capacidad ni el alcohol impidió, como creen los abstemios que a veces lo han juzgado, que escribiera poemas como La puesta en el sepulcro, que están entre lo mejor de su obra. Eso sí, su vocación fue, cada vez más, escribir 'a lo rasgado'"

 

“Canto fúnebre a la muerte de Joaquín Pasos”

Retrato de dama con joven donante

 

EL destino del bufón es “ir desasiendo todos los lazos”, sin familia que le llore y sin que el hueco que deja en las enciclopedias llame la atención. Ningún canon le dará a Carlos Martínez Rivas el papel principal. Ningún Hamlet levantará su calavera para exclamar, en un rapto de helor metafísico, “Alas, pobre Carlitos”. 

Nació en la ciudad de Guatemala, Nicaragua, en 1924. De niño se reveló como gran poeta, y lo compararon con Darío. Vivió en varias ciudades: Managua, Los Ángeles, Madrid aunque no sabemos qué tiempo pasó en cada una. Su existencia tuvo mucho de imperfecta y nómada. En Managua ganó fama de prodigio desde El paraíso recobrado, escrito a los dieciocho años y fiel a la apuesta poética que mantuvo toda su vida. En Los Ángeles llevó una vida incógnita: es probable que allí se casara y tuviera dos niños. En la esquilmada bohemia del Madrid de los 70 dejó una breve leyenda de vate borracho. También sabemos que Carlos fue un pintor con “un corazón inclinado al esbozo”  y que, de vuelta a Managua, dedicado a la pintura mural de las habitaciones de su casa y al cuidado de sus gatos, murió solo. Su funeral fue el de un ministro... Como epílogo, su muerte fue el comienzo de un litigio entre familia y gobierno por el “mantenimiento” de su obra inédita. Nada se sabe de ella aún, sino que existe y llega a dos mil poemas.

Religioso, humorista, pedante, cacofónico, coloquial, carnavalesco. No tiene, desde luego, la voz personal que algunos piden como bigote distintivo. No es previsible. Huye de la satisfacción jerárquica, incluso de la satisfacción de las palabras, que conservan la vida como reliquias y nos vuelven supersticiosos, nos echan el aliento moribundo de preceptos y normas. Para salir de la cadena de errores utiliza las armas de la inmadurez. Para no continuar sirviendo a la tontería, pide en un poema: “aviva tu ocio”.

Martínez Rivas posee una conciencia de lo posible que alimenta más, aunque sacie menos, que la simple constatación de los hechos. Su realidad es más grande: él vive en subjuntivo. No se aísla: entra a fondo en la esencia de las cosas para revelarnos, paradójicamente, “el vasto mundo plástico supermodelado y vacío”, el camelo absoluto de los fondos y esencias. Es un poeta irónico en un sentido amplio. 

Quizá por eso no publicó ningún libro después del más que suficiente La insurrección solitaria (1953), aunque permitió que la editorial Vuelta le añadiera a su reedición de 1995 unos inéditos con el título Varia (Visor utilizó esta edición, para la suya de 1997). Ni hubo merma en su capacidad ni el alcohol impidió, como creen los abstemios que a veces lo han juzgado, que escribiera poemas como “La puesta en el sepulcro”, que están entre lo mejor de su obra. Eso sí, su vocación fue, cada vez más, escribir “a lo rasgado”.

Y por supuesto el enmudecimiento público, que puede tener varias causas que en su caso son más bien síntomas: distanciamiento orgulloso unido a la poca atención de sus contemporáneos. Una autocrítica que hubiera envidiado su maestro Baudelaire. Hábil manejo en vida de la fama póstuma. Por eso es un poeta secreto, admirado y seguido por una minoría seguramente inmensa pero igualmente mínima. Nada que no dijera en algún poema antiguo, como el “Canto fúnebre a la muerte de Joaquín Pasos”:

DIFÍCIL es y duro el luchar contra el Olimpo

acuoso de las ranas. Desde muy niños son

entrenados con gran maestría para el ejercicio de la nada.

Mucho hay que afanarse porque lo otro

sea advertido. Y aun así pocos son

los que entre el humo y la burla lo reconocen.

Pero, con todo, perseveramos, Joaquinillo. Descuida.

Redoblaremos nuestro rencor ritual, el de la cítara.

Nuestro alegre odio a saltitos.

La nuestra víbora de los gorjeos

 

Retrato de dama con joven donante

 

LA Juventud no tiene dónde reclinar la cabeza.

Su pecho es como el mar.

Como el mar que no duerme de día ni de noche.

Lo que está en formación

y no agrupado como la madurez.

Como el mar que en la noche

cuando la tierra duerme como un tronco

da vueltas en su lecho.

Solo.

Retirado a mi tos.

Desde mi lecho que gruñe oigo correr el agua.

Toda el agua que se oye pasar de noche bajo los lechos.

Bajo los puentes.

Las aves del cielo tienen sus nidos. Nidos curiosísimos.

Los zorros y las raposas tienen alegres madrigueras donde hacen de todo.

La juventud no tiene donde apoyar la cabeza.

Y rompe a hablar. A hablar. Toda la tarde

se la pasó el joven hablando delante de la mujer enorme.

Dejándola para mañana se le pasa la vida.

Y en la Pinacoteca de Munich, bajo el gran hongo, a la afable

sombra de los Viejos Maestros, o en la olla del placer,

derramando en el suelo su futuro

dice a su juventud, a su divino

tesoro dícele: –Sólo espero

que pases para servirme de ti.

Y aprender a sentarse.

Empezar a tener una cara.

Lo que hizo Mister Carlyle, el dispéptico.

Lo que hicieron Don Pío Baroja y su boina.

O Emerson (“...una fisonomía bien acabada es

el verdadero y único fin de la Cultura”).

Y todos los otros Octogenarios,

los que no escamotearon su destino:

el propio, el que vuelve al hombre rocín

y acaba sólo gafas, hocico, terco bigote individual.

Los que llegaron hasta el final

y zanjaron el asunto y merecieron

un retrato en su viejo sillón rojo

calvo ya como ellos y hermoso.

Sentados para siempre. Fotogénicos.

Idénticos a su celebridad. Fijos los ojos

como si por encima del vano afanarse de la tribu

lo logrado miraran. ¡Lo logrado!

¿Lo logrado?

¿Y si fuera otra cara la verdadera y no ésta,

sino la otra, la mal hecha, la que no se parece

y es distinta cada vez? ¿La del Hombre

del Trapo en la Cabeza, el que se cortó

la oreja con una navaja de afeitar

para dársela a la menuda prostituta?

Pero él fue solamente un pintor. Uno

entre los otros espantapájaros, minúsculos

en medio del gran viento que choca contra el cielo,

empeñados en añadir un paso más a larga cadena.

Ocupados en cambiar la Naturaleza, como las estaciones.

Rehaciendo y contrahaciendo el rostro del mundo. El rostro

del vasto mundo plástico, supermodelado y vacío.

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