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Eduardo Chirinos, por Pilar Pedraza

Actualización: 24/01/2012

Eduardo Chirinos

Poemas sin título

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 Aquel día llovió tanto que el río se salió de su cauce y decidió inundar la carretera. Corrales quedó separado de Tumbes por un lago que se extendía por más de un kilómetro. Como mi escuela quedaba en Tumbes tuve que esperar a que mis padres vinieran a recogerme. ¿Por qué tardaban tanto? Me asustaba la idea de que la escuela se inundara y nadie pudiera rescatarme de esas aguas donde hay tantos cocodrilos. Cuando llegaron mis padres tenía sueño y me dolía la cabeza. Luego de tranquilizarme me subieron a una canoa y me llevaron a la otra orilla. ¿Cómo podía saber que estaba cruzando el Aqueronte? Recuerdo que tenía náuseas, que quería vomitar.

 

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La maestra era gorda y me inspiraba ternura. Yo quería y admiraba a mi maestra. Un día nos repartió cartulinas de colores, ovillos de lana y frascos de goma. Luego se volvió hacia la pizarra y dibujó cinco letras. Con el ovillo de lana nos dijo que hiciéramos una oveja y la pegáramos en la cartulina. Yo hice una oveja muy linda, la más linda de todas. Pero tenía un inconveniente: era inmóvil. Eso me dio mucha rabia. Estuve a punto de romper la cartulina cuando me asaltó una duda. ¿Y si la oveja de verdad estaba en las letras que la maestra había dibujado en la pizarra? Entonces ocurrió el milagro. Mi oveja saltó de la cartulina y se puso a balar en medio de la clase. Yo me asusté y le pedí que regresara, pero no me hizo caso. Y se fue brincando por el jardín de la escuela.

 

15

 

 Nunca los había escuchado antes. Quiero decir, nunca los había escuchado sabiendo que eran ellos, y que ellos eran la causa de tanto alboroto, de tanto griterío. Con el tiempo llegué a identificar algunas canciones, casi siempre vinculadas a un hecho pueril: las fiestas donde bailaban mis primos mayores, un arreglo instrumental que alegraba comerciales de la tele, un cartel en la avenida Petit Thouars que anunciaba su última película. Cuando cumplí quince años hacía cinco que se habían separado. Ellos. No su música que debía continuar sin conciertos multitudinarios, sin frases ingeniosas, sin sesiones de fotografía. Cuando los escuché por primera vez supe que nunca dejaría de escucharlos. A ellos. A los Beatles.

 

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En los examenes de literatura el profesor desparramaba sobre su escritorio cuarenta fichas de bingo. Luego las volteaba meticulosamente y llamaba a un alumno. El alumno debía elegir una ficha y -de acuerdo al número que le tocaba en suerte- recitar de memoria una de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. Si podía recitarla de corrido tenía el cincuenta por ciento de la nota, el otro cincuenta dependía de su capacidad para engolar la voz y de mover los brazos como aspas de molino. Alguien marcó con su navaja la ficha 34. Fue la única que me aprendí de memoria. La única que me visitó cuando murió mi padre.

 

 

 

 

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