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Actualización: 24/01/2012
Javier Vela
Fragmento del poema Ofelia y otras lunas
Adelante, adelante, olvidémoslo todo,
perdamos para siempre la memoria y la herencia
como viejos seniles, adorables y anónimos cuyos ojos han visto demasiado,
a la hora en que el ángel nos anuncia entre voces festivas,
o en noches impregnadas de etanol y miseria,
torpemente acodados en nuestros pensamientos
como borrachos en la barra de un bar.
Crecemos como esporas atomizadas por la costumbre,
pero no hay crecimiento sino retrocesión,
materia inerte y células simbólicas.
Pero no hay crecimiento sino demacración,
luz sucia, leche amarga, mierda en los orinales.
Todo cuanto ralea a mi alrededor posee más permanencia que yo mismo.
El invierno y su música de piscinas vacías
donde un nudo de avispas dulcemente se ahoga.
O el olor de las flores con precio en el estambre que remueve en nosotros
un recuerdo olvidado.
Los callejones sórdidos por los que nos perdimos, Ofelia mía, ya nunca volverán.
Pasarán los aviones pero queda en el aire la belleza furtiva de su estela,
pasarán los amores pero queda un perfume de mujer en el baño.
Eres como el tapón del infinito.
Mujer que trae la lluvia, y el canto alegre de los padres huérfanos.
Aún estamos a tiempo de nunca dispersarnos por caminos demasiado asfaltados.
Ahora que la mañana se restriega los ojos y deletrea mi nombre
con labios extranjeros, salgamos ahora, Ofelia, a conjurar el llanto.
En la calle hace frío y alguien hunde un cuchillo de pobreza en el vientre
de un joyero.
Narcos en liza y putas y chaperos, cada cual a lo suyo,
nimban la baja noche de gritos imprevistos.
Es la hora en que el niño mancilla su inocencia y el aire se oscurece de toses
y de grillos.
Bajo el tartamudeo de las farolas solitarios vigilantes jurado postergan su relevo
mientras hojean la prensa deportiva con gesto de añoranza.
En los pasillos de las autoescuelas, señoritas demasiado reales
juegan a intercambiarse sus sombreros de fiesta.
En las asesorías, en los cines, todo transcurre un poco ajenamente,
con la puntualidad de lo que muere. Los viejos leen en alto y sus cadáveres
dejan rastros de tiza sobre la carretera, y en los jardines públicos,
jóvenes asexuados interceptan volúbiles señales del abismo.
Cada quien ha dispuesto su labor y su vida con una vaga propensión de aguja,
con su horario de dígitos iguales a sí mismos
y esa inercia implacable de escaleras mecánicas en lo hondo del pecho.
Sólo yo, que camino entre ellos, que me parezco a ellos y me llamo
Javier humanamente, me detengo a observarlos
como a un trozo de sombra derramada en los muros,
como a una escurridiza salamandra en los muros,
con esa misma vocación de humo enroscado en mi cuerpo.
¿Y recuerdas cuando te levantaba las faldas en mañanas de luz anaranjada?
Pero tú me gustabas. O al dejar una mano olvidada en la silla
en la que ibas tímidamente a sentarte.
Ah este afán imposible por abarcarlo todo, por amar a cada mujer y cada pájaro.
Tengo una edad abstracta fosilizada en mi corazón.
Cuántas lunas y cuántos resplandores y cuántas tempestades
todavía nos faltan para calmar el llanto de las madres en vela.
Adelante, adelante, que la memoria sea como un recién nacido
que añora una existencia embrionaria y amniótica,
a la hora del café a media tarde con terrones de azúcar y sopor infinito,
en la extinción del sueño y el fuego de la acción.
Regresemos a casa como niños perdidos,
como el hijo de Anquises regresara a la patria de sus antepasados
dándole un nuevo nombre a las tierras lavinias, y olvidémoslo todo,
la muerte y aun los dioses, y el viento, siempre el viento y su lenguaje de
hojas caídas.
Me peleé en tardes grises de colegio católico,
uniformado frente a las hornacinas como un obrero abandonado a la puerta de
un taxi.
Soy un héroe vencido por su exceso, absurdo como un rey guillotinado,
mísero como un viejo sicario exquisito.
No quiero recordar. En mi memoria
cumplo un destino icárico: no hay tiempo en lo que vuela…
