Estás en: Héctor ...
Héctor Abad, por Daniela Abad

Héctor Abad, por Daniela Abad

Actualización: 15/03/2012

Héctor Abad

Poemas Rutina, Bigamia y Aguirre 

 

Rutina

Esa felicidad,
esa seguridad
de repetir los mismos gestos cada día.
Exprimir las naranjas,
preparar el café,
tostar las rebanadas
de pan,
untar la mermelada. 
Darle a la vida
el ciclo regular de los planetas,
acostarse a las once,
levantarse a las seis,
sentir que cae el agua
tibia, plácida,
encima de tus hombros,
usar siempre
el mismo jabón, el mismo champú,
la misma loción
-la que usaba tu padre-.
Protestar por lo malo
que se ha vuelto el periódico,
el de toda la vida, 
el pan de cada día,
y volver a comprarlo
con ese mismo asco resignado
de tener que cagar
una mañana sí y otra también.
Usar siempre los viejos
y gastados zapatos
que ya hasta se parecen
más a ti que tus pies.
Vestirte
con el eterno azul
que te vuelve invisible,
felizmente invisible.
Sentir que tú eres tú,
que yo soy yo.
Ir a los mismos sitios,
comer las mismas cosas,
jueves frisoles,
viernes pescado,
sábados arroz...
Visitar a tu hermana todos los veranos
y pensar que envejece,
pero decirle siempre que no cambia,
que no cambie.
Recordar a los muertos
en cada aniversario;
enviar tarjetas cursis
en cada cumpleaños.
Planear de nuevo el viaje
que nunca emprenderemos.
No poder soportar
que ya no haya tranvía,
que hayan movido
la parada del bus
a la otra manzana,
que hayan quebrado los ferrocarriles,
que nadie escriba cartas
y haya que adaptarse 
al correo electrónico,
tan vulgar, tan urgente,
la vida un permanente
telegrama.
Resistirse a llevar en el bolsillo
un teléfono,
detestar que el dinero
sea de plástico
y no de plata, de oro o tan siquiera
de papel.
Que el mismo corte de pelo
te lo haga siempre el mismo peluquero,
que tengas siempre gripa por enero,
que el primero y el quince
llegue la quincena. 
Desayunar trancado,
almorzar abundante,
cenar poco,
quejarse de la gota, de la bilis,
de la memoria y de la digestión.
Creer que nunca sueñas.
Recordar ese chiste
de tu única esposa:
“Aquí se picha los viernes
estés vos o no estés vos”,
y hacer hasta lo imposible
cada viernes
por encaramarte en ella
con ganas o sin ganas
porque l’appetito vien mangiando
como dicen en Turín.
Negar que eres un soso,
un rutinario
con el verso aprendido de un amigo:
“La vida se soporta,
tan doliente y tan corta
solamente por eso.”
Caminar por la calle ensimismado,
ausente de este mundo,
rumiando en tu cabeza
historias, frases, viajes, desventuras,
crímenes, adulterios, melodramas, incestos,
abortos, heroínas, traiciones, sacrificios,
saber que todo drama
está en tu calavera,
que la gran aventura
ocurre en las paredes de tu cráneo,
que nunca habrá mas grande sensación
(orgías, drogas, sueños)
que aquello que imaginas.
Que la vida consiste en perdonarnos
las ofensas que hacemos,
los gestos que no hicimos,
los silencios cobardes,
los fingidos afectos,
las mentiras.
Y escribir cada día,
ganar la lotería
de al menos una frase
que nadie ha dicho nunca,
tener un pensamiento
que todos han tenido,
pero decirlo bien
con todas las vocales,
con todos los sonidos,
con todos los sentidos.
Lograr que la aventura de tu vida
esté en las páginas que escribes,
en los ojos que ahora
pulen un heptasílabo, 
quitan o ponen una coma, una tilde, un acento,
en los ojos que ahora se detienen
complacidos tal vez
o entretenidos
en un punto, este punto: .
 

Bigamia 

De mi primera esposa
aprendí
que aunque la casa se esté incendiando
hay que caminar despacio.
De mi segunda esposa
aprendí
que es una esclavitud
tener matas en la casa.
De la primera,
que la confianza es una mezcla
de ingenuidad y pereza.
De la segunda,
que la sospecha husmea por debajo de las camas,
ata cabos de sueños
y hasta remienda los papeles rasgados,
para nada.
Aprendí también
de mi segunda esposa
que el amor es real como un taburete
y que a mis ojos les gustan
casi todas las mujeres.
La primera me enseñó
que la verdad es frágil y sencilla,
y la segunda,
que por grandes que sean las mentiras
ninguna es increíble.
De la primera aprendí
a no lavar los huevos;
de la segunda,
a lavar las naranjas.
Por la primera supe
que no todos los silencios son iguales,
y la segunda me dijo
que para ser modestos
nos conviene el valor de ser sinceros.
A hablar bien italiano
me enseñó la primera;
con la segunda supe
que el dinero no debe despreciarse.
Con la primera gocé
la ensoñación de las montañas;
con la segunda,
el llamado del mar intermitente.
En mi primera esposa aprecié
la dorada tibieza de la medianía;
en la segunda temí
el gélido cálculo de la inteligencia.
Aprendí de la una
el dolor de mi traición;
de la otra,
el dolor de ser traicionado.
Con la primera calibré mi dureza;
con la segunda, mi fragilidad,
y gracias a las dos supe
que me doblo fácilmente
y difícilmente me quiebro.
Con la primera conocí
el rancio aroma de la culpa
y el mal olor del arrepentimiento;
con la otra,
el neblinoso vaho del engaño
y el fino olfato de los celos enfermos.
Por ambas supe los pasos
que van del canto al encanto al desencanto.
Con la primera aprendí
a llenar de aire mi vanidad;
con la segunda,
a desinflarla con un alfiler.
La primera me enseñó
la duración del rencor,
y la segunda,
las cumbres de la ira.
Con la primera sentí
el peso de la soledad;
con la segunda,
la imposibilidad de estar solo.
En la primera vi
la limpieza del corazón,
y en la segunda,
la oscuridad del alma.
Otra cosa aprendí
de mi primera esposa:
que es posible parir sin dolor,
ganar el pan sin sudar demasiado
y querer a los hijos
sin miedo a que se mueran.
Por la segunda supe
que el sexo es exaltante
y que el tedio del tálamo
no lo remedia ningún cambio.
De la primera aprendí
los placeres de la lentitud;
de la segunda,
la exaltación del vértigo.
De mis dos esposas
aprendí
que se puede querer a una mujer
y amar a otra
sin sufrir el pavor de la bigamia.
De las dos aprendí
que el matrimonio no es eterno,
pero que de algún modo
dura
para toda la vida.
 


Aguirre


La camisa de Aguirre,
el mejor de mis amigos,
fue azul y está muy sucia.
Huele un poco, y no a ámbar,
pero a mí no me importa.
La camisa de Aguirre
está rota en el codo
y también en el hombro;
de tan gastada es casi transparente;
el cuello es un jirón
sin forma, ennegrecido.
Cada vez que nos vemos
le doy otra camisa de las mías
y aunque él se las prueba
después no se las pone
porque la tela es áspera, me dice,
por usada que esté.
Le lastima, se queja,
su delicada piel de pergamino.
Parece un pordiosero. Yo lo llevo
al mejor restaurante de esta villa.
A la entrada nos miran
como quien ve pasar dos esperpentos.
Él arrastra las piernas, que le duelen,
y lleva su bastón decorativo.
Nos sentamos y pide una cerveza;
yo, en cambio, pido vino.
Hablamos de la vida.
Aguirre sabe todos mis secretos
o al menos los sabía.
No ha olvidado mi nombre,
pero mira mi pelo y me pregunta
cuándo se puso blanco
y por qué llevo barba.
Quiere saber mi edad y se sorprende
cuando le digo que no son treinta y uno.
Pide bagre apanado, yo filete.
Por probar su agudeza le pregunto
qué piensa de los curas:
“Unos farsantes”, dice.
¿Y los hijos? Lo azuzo.
“Nunca te olvides, Héctor,
de que todos los hijos,
todos sin excepción,
son unos hijueputas.”
Aguirre va a cumplir este domingo
ochenta y cuatro años.
Sus hijas no lo quieren;
él no quiere a sus hijas.
En cambio yo lo quiero como un hijo.
¿Como un hijo de puta, me pregunto?
Su único sostén es una coja,
Aura -mi hermosa moza-,
vieja casi como él,
que trabaja por él, por él delira.
Le pregunto por ella.
“Aurita es un fenómeno”, me dice.
Luego baja la voz:
“No olvides que este amor es clandestino”.
¡Es un pecado público!, le digo,
y entonces nos reímos.
Hablamos de la muerte.
“Yo tengo la conciencia
de que esto se acabó”,
me dice, subrayando la palabra.
Le pregunto por qué y me responde:
“Porque ya nada, nada me interesa.
Sé que sigo viviendo por güevón
y porque no me atrevo
a quitarme la vida.”
Le digo que algún día
yo me pienso tirar por la ventana.
“Qué bien -me dice-; ojalá yo lo hiciera”.
Salimos muy despacio
del mejor restaurante de la villa.
La clientela nos mira.
Parezco un oligarca
y él parece un mendigo.
Lo llevo adonde vive,
en un noveno piso
por Suramericana.
Subiendo en ascensor
recitamos poemas al unísono:
De Greiff, Machado, Barba...
Al entrar le confieso
que últimamente escribo poesía.
Se le ilumina el rostro:
“Es la mejor noticia que me has dado.
No hay oficio más puro en esta vida”.
Nos despedimos
sin siquiera tocarnos, como siempre.
“Voy a hacer una siesta”,
es lo último que dice.
Y lo último que yo hago
es abrir la ventana
para que entre el aire, y entra ruido.

Share this