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Actualización: 01/02/2012

Autorretrato

Por: Juan Gustavo Cobo Borda

"(...)El taller es uno mismo. ¿Por qué siguieron siendo obstinadamente autodidactas, toda la vida, esas figuras llamadas Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis? Porque era gente tan risueñamente seria como para saber que ni un examen ni un título podría tranquilizarlos sobre la avidez insaciable de su búsqueda"

2. La educación poética

3. Las consoladoras mentiras

4. En malas compañías

5. Decir lo obvio y también lo no dicho

6. En Colombia, ¿escribir poesía?

7. El arte de saber perder el tiempo

 

1. Más allá de la usura

Escribir hoy día poesía en español, en Hispanoamérica, es, en primer lugar, sentirse parte de una tradición muy rica. Una constelación de grandes figuras que bien puede partir de Jorge Manrique, Garcilaso de la Vega y San Juan de la Cruz para llegar a Neruda, Borges u Octavio Paz. Eso te da aliento e ímpetu y al mismo tiempo te asusta e inhibe. Pero el poeta es el ser de la contradicción.

¿Poeta en el siglo XXI? Quizás no haya nada más irrisorio y al mismo tiempo nada más reconfortante. Estar donde no se debe. En el lugar que uno mismo ha elegido. Donde la fatalidad se trueca en hermosa necesidad.

Eso, en un mundo rutinario, donde sólo subsisten mercados, puede depararte felicidades imprevistas.

Ni el éxito ni el lucro. Ni siquiera el progreso. La poesía refuta todo ello. Estás al margen. No intentas ser rico, ni tampoco te sientes estafado porque las empresas quiebran, la economía se desploma y los gobiernos no sirven. Ya lo sabías: Ezra Pound te había enseñado lo devoradora que puede llegar a ser la usura: “Con usura no se pinta un cuadro para que perdure y comparta la vida sino para venderlo y venderlo sin tardanza”.

 

2. La educación poética

Robando versos de otros y creyendo que son suyos. Sólo así, poco a poco, encuentra su voz. Donde innumerables capas geológicas se han superpuesto para dar origen a esa colina sorpresivamente verde. La de su tono y su ritmo. La difícil impersonalidad de una música compartida. El Neruda de Las furias y las penas. Un cuento de Juan Carlos Onetti: Bienvenido, Bob. El amor loco, de André Breton. El bosque de la noche, de Djuna Barnes. Quizás Rilke. Piedra de sol. El hacedor. Desordenadas, arbitrarias, dependientes de un extraño azar, estas lecturas no pueden impartirse en una universidad o en un taller de poesía. El taller es uno mismo. ¿Por qué siguieron siendo obstinadamente autodidactas, toda la vida, esas figuras llamadas Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis? Porque era gente tan risueñamente seria como para saber que ni un examen ni un título podría tranquilizarlos sobre la avidez insaciable de su búsqueda. Búsqueda que nunca termina, y que sólo el muy severo tribunal de la propia poesía juzga. Tienes que medirte con los mejores, Dante y Shakespeare, Lope de Vega y Quevedo, para trazar así tus propios límites. La medida de tu ambición y tu fuerza. La poesía puede ser bálsamo y consuelo, e incluso mentira consentida, pero también resulta implacable veredicto. En ella no es posible engañar por mucho tiempo. Te denuncia. Los malos versos mueren solos. Ellos educan al poeta, en su intento siempre fallido.

 

3. Las consoladoras mentiras

Con su habitual lucidez lo dijo Oscar Wilde: “Toda la mala poesía es siempre sincera”. La sinceridad, la autenticidad, el compromiso: la poesía no tiene nada que ver con tales asuntos. Ella crea una falacia, un artilugio, la ficción de un espejo donde parecen acentuarse las arrugas. Y en dicho laberinto comprendemos cómo el Minotauro somos nosotros mismos. La poesía liquida los saldos de ese almacén de baratijas donde creemos vivir tranquilos. Recuerdo aquí a Cocteau. Me encanta la nerviosa fragilidad con que se interna en sus sueños, con pasos de arlequín, para descubrir cómo también la frivolidad convocaba a la muerte.

Pero en otras ocasiones prefiero las múltiples máscaras con que Picasso pretendía engañar su miedo. Máscara africana, máscara de Delacroix, máscara de Manet, necesarias para abrir un espacio entre él y sus demoledores fantasmas. Fantasma de viejo impotente. De mono lúbrico acariciando estatuas de mármol. Se quedará solo, ante la dorada sombra donde Rembrandt envejece sin ningún subterfugio. Graba los años y nos redime a todos de esa peste incorregible.

Como la poesía, también la pintura es un juego, inexplicable, sí, pero también irrefutable. Almas gemelas formulando similares exorcismos.
El que Flaubert expresó de modo inolvidable: “Con mi mano quemada escribo sobre la naturaleza del fuego”.

 

4. En malas compañías

De todos modos la poesía anda del brazo de la filosofía, baila con la música y resulta tan risueña como grave. Tan amarga como irónica. Resiste y se entrega, allí donde todo es posible. En el ilimitado reino donde la imaginación permite levitar a esa realidad rugosa y ruin. De todos modos la pintura será siempre el iluminado libro de lectura
de la poesía. Me han marcado más ciertos cuadros que ciertos libros.

Piero della Francesca, la “Betsabé” de Rembrandt, los largos desnudos de Tiziano. Si cada cuadro es único, la poesía tampoco es cuantitativa. ¿Eran 800 los ejemplares que editó Rimbaud de sus dos únicos libros? ¿1000 los que publicaba Rubén Darío? Y cada uno, en su lengua, cambió esa lengua. Modificó su rumbo. Obligó a tenderos y abogados, policías y enfermeras a mirar el mundo de otra forma. A expresarse en una lengua más musical, libre y precisa. A memorizar incluso: “La princesa está triste. ¿Qué tendrá la princesa con su boca de fresa?”, sin conocer princesas ni el resto de la incomparable obra de Darío. Y así, lenta, sigilosa, casi insensible, la poesía nos acompaña y se cuela en nuestra vida.

Asume el dolor, reconoce el fracaso. Se burla de los que tienen agenda. Recrea la vida, criticándola a fondo. Sugiere otra vez lo esencial, en medio de tanta basura informativa. Pone todo en duda y reconforta sin cobrar por la consulta. Por ello en poesía nuestro gusto se torna ecléctico y hospitalario.

En esa gran antología llamada lectura no es menos importante Enrique Molina que Robert Lowell. No son menos nuestros un nicaragüense Carlos Martínez Rivas o un griego como Giorgos Seferis. O en prosa Proust que Conrad. La literatura no requiere de aduanas, pasaportes o banderas. Incluso la traducción menos inspirada es capaz de traernos el punzante aliento de la mejor poesía. Su dulce garra infalible. De ahí estos retratos de poetas amigos. A muchos de los cuales jamás ví, con autorretrato incluido.

 

5. Decir lo obvio y también lo no dicho

La poesía es lo obvio. Lo mismo, dicho de forma original y distinta. Lo cotidiano que se torna imprevisto. La fascinación que ya se ha secado y nos hiere y mancilla con su absurdo dominio y el desengaño que nos libera con su insospechada y reconfortante alegría. No podrás escapar ni a la tiranía del amor ni a la inclemencia de la musa. Y sin embargo… siempre vuelve el fantasma, próximo y evasivo, que tocamos, respiramos y percibimos y que al romper la rutina nos encadena a nuevas y sorprendentes dichas. Lo dijo Nestroy al referirse al lenguaje: “Yo hice un prisionero, y él ya nunca me dejará libre”. Nos condena a no conformarnos nunca. A tratar de que esa proliferación acezante que es la vida tenga algún sentido y otorgue voz a los que pasan y se olvidan, mudos. Quizás por ello me agobia vivir dentro de un lenguaje plano y conformista, que sólo tiene una dimensión de uso, ya conocida, donde todos parecen repetir lo mismo: el alto costo de la vida. La misma quejumbre. El mismo chisme. Hace falta que las palabras recobren energía. Se carguen de magnetismo. Digan lo que ya hemos olvidado y que resurge lavado por una nueva dicha.

Incluso venciendo peligros, dejando atrás una cierta cobardía moral y un cierto taimado sigilo, propio de la conturbadora realidad en que mal sobrevivimos. Qué lección admirable la que nos dieron los poetas rusos, en ese siglo de plata donde conviven Block y Pasternak, Ajmatova, Tsvetaieva, Esenin, Jlébnikov y Mandelstam. El riesgo de escribir poesía, de jugar con las palabras, se pagaba con la vida.

La poesía está en la obligación de ser astuta y recursiva. De buscar indirectamente las palabras prohibidas por la intangible censura que ensucia nuestros días y superar ese fraude donde ya todo parece haber sido dicho y nadie escucha sino su propio, inagotable vacío. Esos lugares comunes. Esos tópicos previsibles. Ese mar de babas. Aullar, si es el caso; o callar, sin excusa. O escribir para que el silencio suene, se dilate y amplíe el eco infinito de la música. Para que el lenguaje se salga de madre y al terminar de leer un poema ya no seamos los mismos. En él algo nos confirma y algo nos sacude, hasta ponernos la piel de gallina.

 

6. En Colombia, ¿escribir poesía?

En Colombia, en estos días, la poesía se ha vuelto más urgente. Casi imprescindible. Apela a la redentora fragilidad humana de cada día. A la tenacidad con que se subsiste. Aspira a lograr ese puente capaz de sobrepasar el horror, el temor y el desamparo. La zozobra física.

Se ha vuelto necesaria para acompañarnos a recorrer los 40 días que dura cruzar el desierto. La poesía, además de darnos un sentido de pertenencia y arraigo, nos impide convertirnos en exiliados definitivos. En desplazados que no sólo carecen de casa y jardín sino también de urna para preservar huesos y cenizas. Memoria del padre y la madre. Cuentos de los abuelos. Leyendas de la tribu.
Y paradójicamente, como siempre sucede, el rostro que adquirimos al vivir sumergidos dentro del poema y respirar con mayor ímpetu se disuelve en la fraternidad de lo humano. Eres finalmente solidario: no concibes, en ninguna parte, ni la obtusa animalidad de las bestias ni mucho menos el tortuoso recurso a la violencia. La poesía termina por darte una patria: la lengua, que tantos poetas, en prosa y en verso, enriquecen y remozan confiriéndole autonomía y pertinencia.

Las palabras entran al Diccionario de la lengua española sólo luego de que los poetas las han usado, manchándolas con su saliva. Y se han divertido con ellas, ajándolas y profanándolas. Quizás todas las palabras estén en el Diccionario aguardando a que las inventemos de nuevo. Subvirtiéndolas, desquiciándolas. Humedeciéndolas con nuestras pasiones. Mostrando su lado oscuro con nuestras mezquinas bajezas. Sintiéndolas vivas en sus altibajos de exaltación y repudio. De canto y lamento.

Nos desnudan pero a la vez resultan nuestra única certeza a la cual aferrarnos, con uñas y dientes. Celebración y a la vez cuestionamiento, la palabra busca conquistar un cuerpo y a la vez encarnar en él. Hacerse cuerpo. Pero ese cuerpo puede ser fantasma o mito. Lenguaje condenado al olvido o que resucite al tercer día.

Cuando el mal se torna ubicuo, y de todos los puntos cardinales surge la depredación y la acechanza, la poesía intenta conferir humanidad a una historia demente y enloquecida. A una esquizofrenia colectiva donde todos hablan pero donde todos los dis15 cursos esconden su ambición por hacerse dueños y señores no sólo de la tierra sino también de la palabra. Su palabra exclusiva.

 

7. El arte de saber perder el tiempo

Pero hay también un arte que no hemos aprendido aún y que sólo depara la poesía. El arte de saber perder el tiempo. El tiempo no se gana en un objetivo concreto. En una programación de principios de año. En escribir siete cuartillas. ¿Cuánto tiempo necesitamos en aprender a sentir? ¿En intentar el inagotable milagro de una lectura a fondo? ¿En comenzar a olvidarnos de nuestra tensa impaciencia, ante un cuarteto de Mozart?

¿En entender que Velázquez pintó sólo el aire? Toda la vida. Hay que quedarse alelado, al contemplar el vacío. Y eso nos lo da la poesía. Perder el tiempo. Dilapidarlo. Disolverlo, por completo, en pos del poema que aún no existe. Que ya se anuncia y ya se fuga. Qué buen motivo para intentar lo absoluto de la poesía. Para cantar, cada día, a la musa, como lo pedía Robert Graves. Para resistir medio siglo. Y otro más. Próximo a los 54 años, en un octubre de 2002, y desde Bogotá, confieso que Vladimir Holan, un poeta checo cuya lengua ignoro, me trae la confianza irreversible en la poesía:

Hacia la poesía

Tú no sabes de dónde viene este camino
que no te llevará a ninguna parte.
Pero poco te importa, porque ha estado lleno de encanto,
mujer, milagros y deseos de libertad,
has visto como si un caballo hubiera perecido bajo un ángel
y el ángel hubiera seguido a pie, éste es el camino
del olvido de uno mismo, sólo después
has conocido el dolor del hombre,
pero también el de Dios, que va también buscando la felicidad,
Dios, ese amante desgraciado...

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