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Actualización: 24/01/2012

A orillas del gran silencio

Oscar Hahn

Poemas hechos de serenidad

 

Conocí a Eugenio Montejo en Sevilla, el año 2000, en el encuentro “Diálogo con la poesía hispanoamericana”. A esas alturas ya estaba bastante familiarizado con su obra poética y ensayística. Pedro Lastra, quien escribió tempranamente El pan y las palabras, un artículo sobre la poesía de Montejo, me la había recomendado con particular entusiasmo.  La historia detrás de uno de los ensayos del poeta venezolano me fascinó: El taller blanco. Su padre era dueño de una panadería y de ahí pasó a asociar la blancura de la harina y el trabajo nocturno de los panaderos con la génesis de la poesía. La poesía es un alimento hecho de alba y noche, decía él. Conectamos de inmediato, como si nos hubiéramos conocido desde siempre. Al año siguiente me encontraba preparando un viaje a Lisboa y le pedí que me sugiriera los lugares que debería visitar. Él residía en Caracas, pero como diplomático había vivido seis años en la capital portuguesa. Le expliqué las motivaciones de mi visita al país de Pessoa. “Muy bien, me respondió, este no es un viaje más. Este viaje necesita un itinerario muy especial”. Y me envió una lista confeccionada a la medida de la experiencia que yo iba a vivir. Del episodio de Lisboa sólo me quedan estos versos de Eugenio Montejo: “Por mi ventana sigo mirando el muelle / y los barcos que zarpan allá lejos / con los amores que no regresan nunca”.

 

Darío Jaramillo Agudelo ha caracterizado certeramente la poesía de Montejo. Dice el escritor colombiano que la belleza de sus poemas proviene de la serenidad de sus visiones. Así es. Serenidad en su escritura, en sus meditaciones poéticas, y serenidad en su actitud hacia la vida. Mientras preparo esta nota, tomo el libro de Eugenio Montejo Partitura de la cigarra y lo abro. Adentro hay una carta de su puño y letra, escrita con tinta negra sobre un fondo celeste. Leo la fecha: 5 de junio de 2000. El día y mes exactos de su muerte ocho años después. Pronuncié la palabra “muerte”, pero unos versos suyos me corrigen: “No ha muerto. Cambió de ruta el tiempo / que pasaba a su lado”. 

Eugenio Montejo no sólo era un gran poeta, sino también un gran ser humano, dueño de una modestia que desarmaba. Cuando nos vimos en septiembre de 2007 en Cali, Colombia, en lo que sería nuestro último encuentro, fuimos a una librería. Sacó un libro de un estante y me dijo muy contento. “Mira lo que encontré aquí”. Era una antología de poemas de amor. Pensé que me iba a mostrar un poema suyo, pero no. “Sale un poema tuyo”, me dijo. Lo que Eugenio omitó decir es que no había uno, sino dos poemas suyos. Así era él, siempre generoso, siempre alegrándose por los demás, siempre negándose a ser protagonista, aunque era protagonista por derecho propio; por el derecho que le otorgaban la solidez y la altura de su poesía y no los espejismos de la farándula literaria. No hablaba ni mucho ni poco; solamente lo justo. Y escuchaba con gran sabiduría.

Una metáfora milenaria asocia la muerte con el acto de dormir y soñar.  En el caso de Eugenio Montejo prefiero pensar en unos versos de Antonio Machado, cuya casa y cuyo huerto visitamos juntos en la ciudad de Sevilla. Dicen así:  “Ni duerme ni sueña, mira señas lejanas y escucha / a orillas del gran silencio”. Ahí está Eugenio, a orillas del gran silencio: escuchando.

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