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Actualización: 24/01/2012

En Caracas

Luis Pérez-Oramas

Presagio de la muerte

Poesía siempre viva

 

En Caracas he vuelto a leer a Montejo. He vuelto a leer a Eugenio bajo la misma sombra y ruido de cigarras y música de sapos diminutos que le dan a la noche del trópico su cuerpo. Lo he vuelto a leer con dolor, pero no menos encantado por la térrea consistencia de sus versos. He vuelto a leer los libros que una vez, hace años, me llevaron a Eugenio, el hombre y la casa de la poesía a la que pertenezco, bajo cuya luz me expongo en el intento de ser digno como piedra para nuevos ecos.

Terredad lleva un epígrafe de Supervielle: “Era el tiempo inolvidable cuando estuvimos en la tierra”. Hoy esas líneas liminares pueden servir como epitafio. Eugenio Montejo escribió poesía en la tierra, de la tierra, para extender el tiempo en ella y amañar las triquiñuelas del olvido.

“No nos pidas mas forma que la vida”, resuena un verso dedicado a otro gran poeta y ensayista, Guillermo Sucre. Tal es, quizás, el arte poética de Montejo: una poesía que se busca —y busca— las formas de la vida y no aspira —sin ser en nada vitalista— a otras formas que aquellas que respiran entre las vivientes cosas.

 

Me he sorprendido de leer a Montejo en Caracas leyendo otros versos que nunca había leído entre los suyos. Los grandes libros tienen esto de prodigioso: se hacen nuevos con cada relectura, descubren pliegues que antes, en la vida anterior de nuestros ojos, nunca vimos. Son estos nuevos versos de aferramiento a la vida, casi más que de celebración. Son versos de un temor discreto a no encontrarse más entre nosotros, como si Montejo hubiese escrito para presagiar la muerte. “Mas que el silencio de la tumba/temo la hora de resurrección: demasiado terrible es despertar mañana en otra parte”.

 

Yo quisiera añadir, con estremecido afecto e imposible agradecimiento a quien fuera Eugenio Montejo, lo que aún es para nosotros: un poeta vivo, una poesía siempre viva; el digno representante de una tradición olvidada en Venezuela donde se encuentran dos cosas esenciales para hacer la vida de la ciudad posible: la poesía, la mejor de las poesías, y la voluntad civil que ejerció en silencio sus oficios ante las tambaleantes instituciones de una república maltrecha por ambiciones y celeridades egoístas y que alzó su voz viril, potente, el día en que recibiera las mayores consagraciones, para recordar la mal hallada hora de su patria. Eugenio Montejo cantó la silva de la zona tórrida mejor que nadie, con una música más alta y más concreta que Andrés Bello, pero es también de la estirpe de Bello, de la estirpe de quienes están desde siempre esperando a la república.

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