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Actualización: 24/01/2012
Para Eugenio Montejo, en voz de sus heterónimos
José Emilio Pacheco
Un poema en prosa de Lino Cervantes
Francisco Rivera, el gran crítico venezolano a quien también se ha llevado este lamentable 2008, señaló en Ulises y el laberinto que a su vez el nombre de “Eugenio Montejo” fue en principio un heterónimo de Eugenio Hernández Álvarez. El heterónimo creció a fuerza de poemas hasta ocupar casi por entero la identidad del poeta.
Miguel Gómez, antiguo discípulo y hoy titular con pleno derecho del lugar crítico que ocupó Rivera, advierte la función de los heterónimos en la admirable poesía de Montejo: representan un homenaje a las vanguardias que evita caer en ellas y al mismo tiempo elude cualquier intento reaccionario.
Lo que Montejo excluye de su obra central, dice Miguel Gómez, surge en los heterónimos con la libertad que ofrece una escritura ilusoria, un breve instante carnavalesco en que el rostro es sustituido por una máscara. Una máscara ensayística en el caso de Blas Coll, lírica en Tomás Linden, Lino Cervantes, Sergio Sandoval, Jorge Silvestre y Eduardo Polo.
En espera de su obra reunida, Alfabeto del mundo en su edición de 2005 contiene lo esencial de su poesía. En El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo, en la edición de Pre-textos 2007, está gran parte de la obra heteronímica. Ignoro si hay ediciones españolas de La ventana oblicua (1974) y de El taller blanco (1983).
Para despedirme del poeta admirado y del amigo querido en el mismo lugar, esta Casa de América en que nos vimos por última vez y a la que agradezco esta nueva hospitalidad, pensé que no le disgustaría mi renuncia al “yo” y el recurso a dos de los poetas que se reunieron en la playa caribe de Puerto Malo con el tipógrafo Blas Coll, llegado de las islas Canarias en 1932:
Thomas Linden, el sueco que fue vanguardista en su patria y sonetista en Venezuela, y Lino Cervantes, quien al lado de sus treinta caligramas nos dejó unos cuantos poemas en prosa. En el final, Linden ha querido evocar el origen: “El taller blanco”, la panadería del padre de Eugenio Montejo. Cervantes habla de una relación personal. Haría falta un tercer heterónimo que hablara de la excelencia de la poesía venezolana que apenas comienza a ocupar el lugar merecido en el conjunto de la lengua española.
En el blanco taller diluvia harina,
La harina que es la arena sin desierto,
Sin orilla del mar, aunque otro puerto
La recoge, la pule y la refina.
Toda ella es porvenir, pues se destina
A hacer el pan que siempre es lo más cierto.
La música de hacerlo es el concierto
De la vida plural que no termina.
Para aquel niño el pan de cada día
Fue la palabra rescatada en lumbre
Que él convirtió en materia de poesía.
Poesía viva en la noche y la alborada,
Diaria palabra nueva y no costumbre;
Como el pan, necesaria y renovada.
Única luz de otoño de Madrid, irrepetible luz para encender lo que no sabemos que será una despedida. Eugenio Montejo cumple 68 años. Anna María Rodríguez Arias ha conseguido para la celebración íntima y humilde un reservado en que podemos comer y beber y sobre todo hablar en calma, como no lo hacíamos desde que éramos jóvenes aspirantes suspirantes en una Caracas de sueños y presencias irreales, en una ciudad que ya no existe sino en las páginas de Eugenio.
Alguien nos dijo entonces que la amistad de los poetas es lo mejor de la poesía. No puedo calcular mi deuda con Montejo. Cómo darle las gracias por todo lo que aprendí de él a lo largo de los encuentros y las lecturas, las conversaciones y los libros. Fuimos, y cuánto lo lamento, precursores de la desaparición de las cartas, instrumentos maravillosos para decir lo que uno no se atreve a decir cara a cara y de viva voz.
Pero como lector encontré en su poesía una carta vasta y deslumbrante. No estaba dirigida a mí y sin embargo me habló siempre al oído en la absoluta intimidad de la lectura solitaria y en silencio.
No volveremos a ese otoño de luz ni a la Caracas de hace tantos años. Sin embargo, ese diálogo en vez de interrumpirse hoy se enriquece. Ahora, cada vez que lo leo, Eugenio Montejo me entrega su voz con la autoridad de la ausencia, se dirige a mí desde la muerte. Acaso nada más así, desde la muerte, podemos leer de verdad a los poetas. Pero esta conversación nada tiene de fúnebre: es una forma de luz y será siempre una prueba de vida.
