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Actualización: 30/01/2012
Beltenebros
Cuando a Amadís, el non plus ultra de la andante caballería, su amada Oriana le dio con la puerta en las narices, decidió retirarse del mundo, no servir más a mujer, cambiar de nombre, de oficio y de religión. A partir de entonces sería Beltenebros, viviría en la remota cabaña de un amigo, allá por la Peña Pobre, y sólo volvería a la ciudad para vengarse de Oriana seduciendo a sus amantes. Cuando don Quijote, cansado de jugar a ser don Quijote, de rodar por los polvorientos caminos sin más compañía que la de un rústico deslenguado, decidió ser otro, no quiso ser el admirado Amadís, la flor de los caballeros, sino su seductora metamorfosis, Beltenebros, "nombre, por cierto, significativo". Significativo, ¿de qué? De algo bello y tenebroso. Cuando Bergamín, ingenioso chisgarabís, quiso descubrir el tesoro de duende de la poesía, antes de adentrarse por una selva de citas y de paradojas -"tinieblas es la luz cuando hay luz sola"- se puso la máscara de Beltenebros. En algún azaroso risco, Amadís, don Quijote y Bergamín, tres caballeros de lo imposible y un solo enigma verdadero, entretienen el tiempo sin tiempo de la inmortalidad jugando a los dados con una calavera mientras junto a ellos, volcado y olvidado, bosteza el cofre del tesoro. También Dios, en sus malas noches de insomnio, sueña con volverse del revés y ser Lucifer, el más bello y tenebroso Beltenebros.
Por José Luis García Martín