Estás en: La digni...

Darío Jaramillo Agudelo

Actualización: 21/03/2012

La dignidad de las palabras

Por Darío Jaramillo Agudelo

"La dignidad de lenguaje estaba en el habla. No equivale, pero si está allí, oculta, latente, metafórica, plena de intensidad, llena de fuerza: las palabras que conducían al estremecimiento y a la revelación, esas palabras, no se hallaban en las palabras poéticas de lo que recibía como equivalente de la poesía; más bien estaban, escondidas y marrulleras, entre la conversación cotidiana, entre los lenguajes de la radio o del cartel, entre el ruido de las canciones de todos los días."

La formación del poeta es con, contra, para y por las palabras. Rafael Cadenas lo dijo hermosamente en su Ars poetica:

Que cada palabra lleve lo que dice.

Que sea como el temblor que la sostiene.

Que se mantenga como un latido.

(...)

Seamos reales.

Quiero exactitudes aterradoras.

Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis palabras. Me poseen tanto como yo a ellas

"Debo llevar en peso mis palabras. Me poseen tanto como yo a ellas". Pueden ser un juego, como quieren el niño inocente y el vanidoso irreverente que todos llevamos dentro, y me atrevo a incluir en ese "todos", con dudas, a los no poetas. Pero al final, sin renunciar a la lúdica inherente al lenguaje, hay algo más con las palabras que lo expresó el poeta polaco Aleksander Wat: "tal vez lo único que distingue a un poeta del resto de los hablantes sea la tarea, la misión o el instinto de redescubrir no tanto el significado como la dignidad de las palabras".

¿Tiene sentido la palabra dignidad? En cierto momento idealista, tonto y maniqueo, cuando el mundo y parte del cine eran todavía en blanco y negro, digamos que cuando era estudiante de derecho, creí que esta dignidad del lenguaje tenía una connotación puramente moral. La honradez con las ideas y con las riquezas pasaba a ser una especie de misión del poeta, o peor, éste, el poeta, se convertía en la encarnación de un ideal ético. Pero no era así. No, los poetas no son santos, ni yo en particular me siento idóneo para desempeñar el papel de hombre bueno.

La dignidad de las palabras pertenece a un orden más noble y más difícil que la bondad profesional o las cruzadas morales. Lo que yo sentía cuando tenía quince años era que la poesía se había alejado del mundo individual, del lenguaje del monólogo íntimo, en fin que la poesía parecía pertenecer a un orden vacuo del cartón piedra en donde lo sublime dejaba ver unas costuras hechas de ridículo y solemnidad. La poesía de acto público, la poesía de las clases del colegio, la poesía según la idea de la gente que me rodeaba, toda muy prosaica, esa poesía, no correspondía a la dignidad de lenguaje.

Según yo la entendí, la dignidad de lenguaje estaba en el habla. No equivale, pero si está allí, oculta, latente, metafórica, plena de intensidad, llena de fuerza: las palabras que conducían al estremecimiento y a la revelación, esas palabras, no se hallaban en las palabras poéticas de lo que recibía como equivalente de la poesía; más bien estaban, escondidas y marrulleras, entre la conversación cotidiana, entre los lenguajes de la radio o del cartel, entre el ruido de las canciones de todos los días.

El intento consistía en tomar esos tonos, ese lenguaje de la conversación y darle otro valor. El asunto lo define Joubert: "En el lenguaje ordinario, las palabras sirven para nombrar las cosas; pero cuando el lenguaje es realmente poético, las cosas sirven siempre para nombrar las palabras".

Como puede suponerse, ese chico ensimismado que debí ser no pensaba el asunto como lo digo ahora. Él detestaba las clases de literatura del colegio, le parecía que las recitaciones de acto público eran una basura, los poetas oficiales le parecían impenetrables, en fin, su idea de poesía muy íntima -tan íntima que no se atrevía a compartirla con nadie- era completamente ajena a todas las acepciones de la misma palabra según los usos de sus maestros. Pero no estaba seguro de nada. No vivía su disentimiento como quien posee una revelación; acaso lo que más me afincaba en mi posición no era su solidez sino la evidencia de que lo contrario, la poesía oficial, la de las academias y de la clase de literatura, era una farsa y una ridiculez.

Por eso, descubrir que mucho antes de mi drama ya algunos poetas se empecinaban en lo mismo, me dio la seguridad que confiere una confirmación externa: "Cada día, señores, -decía Antonio Machado- la literatura es más escrita y menos hablada. La consecuencia es que cada día se escribe peor". Y por esa misma época, Juan Ramón Jiménez dijo que "quien escribe como se habla, irá más lejos y será más hablado en lo porvenir que quien escribe como se escribe."

Muchos después, con treinta años de atraso, encontré la posición de Wordsworth que me hubiera servido de parapeto: "el objetivo principal que yo me propuse en estos poemas fue escoger hechos y situaciones de la vida cotidiana y relatarlos o describirlos todos, hasta donde fuera posible, mediante una selección del lenguaje que la gente utiliza en la vida real y, al mismo tiempo, impregnarlos de un cierto toque de imaginación. (...) Por lo tanto, dicho lenguaje, proviniendo de experiencias y emociones que se repiten con regularidad, es un lenguaje mucho más permanente y mucho más filosófico que el que a menudo utilizan los poetas, los cuales piensan que se honran a sí mismos y a su arte en la misma proporción en la que se alejan de la comprensión de la gente".

Para cuando yo era poeta adolescente, para ese lector de poesía que había en el estudiante universitario que fui, ya se escribía en castellano la poesía que me interesaba: ya don Antonio Machado había muerto hacía muchos años dejándome la herencia de su Juan de Mairena, y poetas como Nicanor Parra y José Emilio Pacheco hablaban en tonos más cercanos para mí. (...)

Cuando hacía mis descubrimientos sobre el poder mágico del habla, a la manera de algunos expertos en visiones místicas, pensaba que solamente existía un camino para la poesía. No me duró mucho aquello y pronto me di cuenta de que son muchas las vías, que hay poesía metafísica y poesía surrealista y poesía social y poesía neobarroca y que en todos los registros hay buenos poemas. Hay una fuerza instintiva, visceral que lleva a unos por un camino y a otros por otro: así los juicios se subordinan al gusto por un tipo de poesía o por otro.

Me he pasado la vida tratando de reivindicar, para mí, como necesidad imperativa, la posibilidad de llevar vida interior. Es cuestión de tiempo. Algo tan absurdo como disponer de tiempo para la contemplación. Disponer del tiempo para algo en lo que menos importa es el tiempo. El oficio, o hábito, o vicio de la escritura me ha servido de apariencia socialmente respetable para pretextar mi amor a la soledad, al silencio, a la vida interior: pero si me preguntan que he aprendido en mis horas de vida interior, debo admitir que nada. Ese solo hecho, que la vida interior no tenga ninguna utilidad mensurable o nombrable, es suficiente para justificarla; su inutilidad la vuelve útil. Decía Novalis: "Si no podéis convertir los pensamientos en cosas exteriores, convertid las cosas exteriores en pensamientos".

Es esta paradoja la que me hace persistir, después de medio siglo de obsesión con la poesía, en un intento que Novalis define así: "dar alto sentido a lo ordinario, a lo conocido dignidad de desconocido, apariencia infinita a lo finito".          

 

* Fragmento del texto leído en la Fundación Juan March, el 26 de mayo de 2011 en Madrid, dentro del ciclo Nombres de Latinoamérica

Share this