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Diana Bellesi

Actualización: 15/02/2012

El poder de la anécdota

Por Diana Bellessi

"La anécdota es para mí ese horizonte donde se mueve la espesura del poema, horizonte que le abre una puerta al lector, y ya adentro, por obra del poeta y por la finura del que lee, que se siente invitado y en su propia casa, suceden cosas extraordinarias (...)"

Cuando hablamos de cosas que sentimos importantes, es habitual que en algún momento alguien diga "eso es anecdótico", es decir, insignificante o frívolo frente a la honda magnitud del tema que nos ocupa. Así, la anécdota, mucho menos que cualquier historia, lleva puesto un vestido de rápido intercambio y rápido olvido en el lenguaje conversacional humano. Sin embargo, la anécdota es para mí ese horizonte donde se mueve la espesura del poema, horizonte que le abre una puerta al lector, y ya adentro, por obra del poeta y por la finura del que lee, que se siente invitado y en su propia casa, suceden cosas extraordinarias, fenómenos que rompen la lógica formal, los prolijos cuadraditos a través de los cuales vemos el mundo y la vida, hacia lugares abisales donde sólo es posible entrar en estado de comunión con el lenguaje. Pero no es la anécdota algo que el autor regala a su lector, sino algo que le es brindado por la atención, la mirada fija, digamos, hacia eso insignificante y poderoso que flamea su bandera y, en el vaivén de la velocidad, señala una línea fina por donde es posible entrar a otros mundos. El poema arrima el bochín al horizonte de la anécdota y sin tirar ninguna botella accede al túnel por el cual se llega a cualquier alma humana, donde se mueven cosas extraordinarias en la oscuridad.

La anécdota de un poema, casi un epítome, pero no como resumen, sino como miniatura abierta de algo mayor, lejos de cerrarse, es siempre una boca entreabriéndose hacia honduras imprevisibles, moviéndose en el tiempo a la manera loca en que lo hace el poema. Así, una frase que escuchamos en la esquina, o una leve expresión que alguien nos dirige, o un dato mínimo sobre algo, se convierte en una chispa de tal poder y envergadura que puede acompañarnos en un poema o en un libro entero, porque allí la anécdota se repliega y se despliega luego lanzando torrentes de lava encendida, de fuego como un volcán. Daré un ejemplo ahora, algo que oí hace unos días: "el colibrí vuela hacia atrás" me dijeron, y esta avecilla, el único que vuela de ese modo, se convirtió en mensajero de los dioses de la historia, yendo hacia atrás y hacia adelante, quebrando los límites del tiempo, igual a un banderín celeste que nos habla del ayer como si fuera mañana y trae otros mundos a este mundo para enviarlo al futuro. O la expresión "se están poniendo lindos los días" que un vecino te regala, abre la fiesta del mundo, de la belleza y la justicia. O esta otra: "el corazón es una achura que no se vende", con esa palabra tan local, tan argentina en la ronda de los asados, tan de comida barata, la achura, las vísceras, alcanzando el rango del corazón que no se vende y que llega directo al que lo escucha, abriendo o cerrando, con una miniatura de lenguaje la casa del poema.

"Eso es anecdótico", entonces, insignificante y sin utilidad, me remite de manera directa a la existencia del poema, y al porqué de su existencia, ocupado en mirar aquello que la comunicación no mira, lo sin importancia, el gesto de una intimidad que cualquier ser humano reconoce, pero que no sale en los diarios ni en la pantalla del televisor, porque requiere una atención, al mismo tiempo que instantánea, lenta, y peligrosa. Es lento el dispositivo interno que permite elegirla y guardarla, hay que educarse en ello; y es peligrosa porque demanda una exposición del sujeto lírico mostrándose tan común como cualquiera que piensa y siente "eso" que se muestra; y por último, debe entrar en los parámetros de la representación con la misma gracia con que es escuchado, es decir que debe lograr, en la frialdad de lo escrito, aquella movilidad caliente del instante con que se produce en el habla, sin caer en la pesadez confesional o sentimental que acosa al lenguaje en la escritura.

Cuando la anécdota llega en la frase musical o el verso justo, le doy la bienvenida, siento que he llegado a la casa del poema, siento sus peligros y la gracia que promete, y siento, sobre todo, que puedo responder a lo que otro me ha dado, y que allí cerca se alza esa sabiduría común en medio de la cual el poema halla la forma de encontrar sentido, un sentido pequeño que aparece siempre en el habla cotidiana y de inmediato se borra. Acecharla ahí, pero no inmovilizarla, me pide el poema, para que corra en los ojos del lector, incluso en mí cuando lo leo por primera vez, y sea esa y otra cosa al mismo tiempo, abierta en la infinitud de detalles del sentido. Es así como lo minúsculo, lo insignificante, en su permanente disfunción se vuelve revulsivo, al alcance de la mano de cualquiera, que al tocarlo siente cómo arde, o cómo hiela... El poema nace en una intimidad que mira fijo cualquier cosa que está ahí, y de esa forma, a veces, entra a la historia, de la mano de su pequeña compañera siempre vista con desdén: la anécdota.

 

 

 

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