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Actualización: 05/09/2012
Algunas conjeturas inestables
Por Felipe Benítez Reyes
"Los sentimientos, en poesía, conviene que sean sentimientos elaborados, filtrados y finalmente reconstruidos. (Bécquer, que tal vez represente el paradigma popular del poeta apasionado, confesó: 'Cuando siento no escribo'.)"
Me gusta distraer la hipótesis de que la poesía es mi modo de pensar, de estructurar mi pensamiento. No digo que la poesía es mi modo de sentir porque sería inexacto: el sentimiento puede ser la materia de un poema, pero por sí mismo no tiene nada que ver -en principio al menos- con la lógica poética. El sentimiento, como recomendó Unamuno, también hay que pensarlo, también hay que someterlo a un análisis, a un proceso de meditación, a menos que seamos partidarios de las efusiones en crudo, que tienen su peligro: el de conducirnos a una emotividad fingida, sospechosa y poco fiable, por verdadera que sea. Las emociones también se equivocan, y hay que corregirlas.
Entre los poetas más o menos silvestres, no faltan quienes desplazan el arte poético al territorio tumultuoso de los sentimientos, y puede que hagan bien, pero no podemos descartar la opción de que la poesía tal vez tenga más raíces en el territorio de la meditación, en el ámbito de lo reflexivo, que en el reino inestable de la sentimentalidad, aunque parezca lo contrario. Los sentimientos, en poesía, conviene que sean sentimientos elaborados, filtrados y finalmente reconstruidos. (Bécquer, que tal vez represente el paradigma popular del poeta apasionado, confesó: "Cuando siento no escribo".)
Baudelaire ensalzaba la "sensibilidad de la imaginación" frente a la "sensibilidad del corazón", que le parecía perjudicial para el trabajo poético. Porque es posible que el poema sea una materia más fría de lo que suele suponerse, y la experiencia nos avisa de que es preferible escribir desde el recuerdo de una emoción que desde la inmediatez de una emoción. La emoción no se vuelca en el poema, sino que más bien se reconstruye en él, ya digo. Y es que a veces olvidamos un factor primario: que la poesía es un arte y que, como tal, requiere una dosis de astucia técnica ineludible, ya que todo poema es, en última instancia, un artefacto. Un artefacto que está obligado a funcionar. A funcionar y, por supuesto, a seducir, ya que el mérito básico de cualquier obra artística depende de su capacidad de seducción, que es una virtud que está por encima del oficio, de acuerdo, pero que depende de antemano de ese oficio.
Entre los componentes de ese oficio se cuenta la facultad de meditación estética, como antídoto contra el arrebato estético, que disfruta tal vez de un prestigio desmedido. La espontaneidad, en arte, suele confundirse no sólo con la autenticidad, sino también con la genialidad, y me temo que se trata de un malentendido demasiado ingenuo. Me gusta creer que todo poema parte de un proceso de ideación y que su resultado es consecuencia de un propósito, no de una casualidad. Es posible que esta apreciación le reste a la poesía su tradicional componente mágico, su condición de arte arrebatado y misterioso, su consideración de tarea un tanto esotérica. Pero no olvidemos que los magos, para producir magia, están obligados, como requisito previo, a aprender los trucos de la profesión. El efecto mágico es producto de la aplicación de un conocimiento técnico, no de un albur inexplicable, aunque la efectividad de la magia consista en presentarlo como tal albur inexplicable, como una dislocación asombrosa de la realidad. El efecto mágico debe parecer fortuito, de acuerdo, pero el arte del mago nunca lo es, porque está ajustado a un guión, a una fórmula, a un conocimiento, a una práctica y a una prodigiosa truculencia. Si falla todo eso, la magia se disipa. Y la magia falla cuando falla el mago, porque la magia por sí sola no es nada, al ser la consecuencia de un proceso: la magia es una realización calculada, no un milagro casual.