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DE PIE DE IZQ A DERECHA: Ramón Cote, Lucía Estrada, Luis Fernando Afanador, Jose Luis Díaz Granados, Jorge Cadavid, Gustavo Adolfo Garcés, Mario Jursich y Federico Díaz Granados SENTADOS: Giovanni Quessep y Eugenio Montejo

Actualización: 09/10/2013

Una ira paralela y dorada: Montejo y Maqroll

Por Ramón Cote Baraibar

"Esto sucedió en el segundo Festival Malpensante, en Bogotá, el sábado 29 de septiembre de 2007, diez meses antes de su desaparición [de Eugenio Montejo]. (...) Cada cosa que decía parecía estar dictada de antemano por una imaginación prodigiosa y manejada por una convicción y una potencia inigualables"

Ya han pasado tres años desde la muerte de Eugenio Montejo y aún recuerdo con absoluta exactitud el peldaño de la escalera del Gimnasio Moderno que conduce a su biblioteca donde lo conocí. Me impresionó la cordialidad de sus palabras, su trato afectuoso y sobre todo sus ojos tan abiertos, un tanto asustados, como de niño que viniera de hacer alguna travesura inconfesable. O que fuera a hacerla. Después de las formalidades de rigor, me dirigí, al igual que un par de decenas de personas hacia el Ático del cocodrilo, donde pronto daría su conferencia sobre los heterónimos. Para sorpresa de muchos, sobre la mesa había cuatro micrófonos y delante de ellos los nombres de los conferencistas que más tarde allí se ubicarían: Eduardo Polo, Lino Cervantes, Blas Coll y Eugenio Montejo. Una vez en la tarima el asistente de producción le indicó al único presente su lugar en la mesa y, un tanto nervioso por la ausencia de los tres restantes, le preguntó si sabía dónde se encontraban, a lo que Eugenio le contestó que estaba perfectamente al tanto de sus respectivos paraderos, que no se preocupara por ellos, que él los presentaría. Y los representaría.

Esto sucedió en el segundo Festival Malpensante, en Bogotá, el sábado 29 de septiembre de 2007, diez meses antes de su desaparición. Supongo que la grabación de lo dicho aquella vez debe estar almacenada en algún archivo, pero lo que sucedió aquella tarde, lo que jamás captará ni la imagen, si la hay, fue esa conmoción que Eugenio provocó entre los asistentes, pues cada cosa que decía parecía estar dictada de antemano por una imaginación prodigiosa y manejada por una convicción y una potencia inigualables.

Al pedir perdón por la imposible asistencia de los otros contertulios de la mesa, Eugenio empezó a hablar de la heteronimia como un estado de gracia involuntaria, y no como una actitud premeditada del escritor. Por supuesto inició su conferencia hablando de Pessoa y de la misteriosa existencia de un diplomático venezolano que viviera en Lisboa por la misma época en la que el autor de Ricardo Reis y Álvaro de Campos diera al público portugués el conocimiento de una de las obras que marcarían un verdadero hito en la producción literaria del siglo XX, y que, tras una infructuosa pesquisa, finalmente ese diplomático aficionado a las letras tristemente no dio cuenta de ese acontecimiento tan importante, lo que lamentaba pues hubiera sido un documento de gran valor, pues hubiera cambiado a su vez las letras iberoamericanas.

Hablaba Eugenio, insisto, no de una creación voluntaria sino de una invasión por parte del autor de otra persona que aparece en su voz y puso como antecedente inmediato el Barnabooth de Valery Larbaud y a su vez comentó la importancia de Juan de Mairena de Machado. Y a continuación puso un ejemplo tan desconcertante como revelador: Maqroll el Gaviero. Nada más distante a Álvaro Mutis que Maqroll, dijo enfáticamente, y añadió algo parecido a que "se equivocan de cabo a rabo quienes aseguran que el Gaviero es el seudónimo o el alter ego de Mutis. Es el heterónimo de Mutis". Oyéndole decir esas palabras, de repente comprendí la seriedad con la que el propio Mutis contaba que el Gaviero no lo dejaba dormir, y que sin previo aviso se le aparecía a las horas más insospechadas para dictarle cosas que jamás habría ni imaginado decir.

"Hasta los rieles del tren se entregan al óxido/ y marcan la tierra con infinita ira paralela y dorada", repitió varias veces Eugenio sin citar su procedencia -como si fuera una clave, un dato secreto- durante su conferencia esa imagen que me pareció haberla leído en algún lado pero que en ese momento no supe ubicar, como ejemplo del desdoblamiento del uno en el otro, del autor y su invención. Añadió a continuación que era otro estado el que se alcanzaba por la heteronimia, un estado de extrema lucidez, de arrojo y valentía sin límites, una especie de inspiración en diagonal donde se siente la absoluta libertad de la creación. A pesar de tan buenos augurios y de excelentes resultados no lo recomendaba a los jóvenes escritores como un ejercicio creativo, pues lo máximo que podrían hacer era engañarse a sí mismos, ya que no se trata de descubrir otra voz que se tiene dentro, sino más bien de descubrir en su totalidad la presencia singular, individual, de una persona ajena, de construir todo su universo particular e incluso con sus propios fantasmas de los cuales se sirve esa invención para ser no sólo válida desde el punto de vista literario sino válida desde el punto de vista existencial. No es un juego, insistía, ya que tiene que ser tan necesaria como la propia existencia del autor. Es el escritor, en definitiva, el médium, decía Eugenio eufórico intentando controlar el rapto en el que se encontraba el autor que aseguraba que la poesía es la última religión que nos queda. "Con infinita ira paralela y dorada", insistía Eugenio ante la consternada asistencia que esperaba ansiosa a que tomara cada uno de los micrófonos y que cada uno de ellos diera su propia opinión sobre el tema, en la voz de sus heterónimos. Por supuesto no lo hizo, pues no se trataba de un mero asunto de ventriloquía o de acrobacia verbal, tal como lo subrayó.

Era verlo allí, tan convencido, tan enajenado sin que se le tachara de locura su intervención, que parecía como si nos estuviera demostrando que su trabajo poético fuera en sí mismo un rapto controlado, un minucioso análisis de una labor que le venía exigiendo su atención desde hacía más de 40 años. Acabada la conferencia entre aplausos, un grupo de escritores nos tomamos una foto con él y con otro gran poeta asistente al acto: Giovanni Quessep, alguien para quien la poesía consiste en alcanzar un grado de revelación, por medio del desdoblamiento de las palabras.

A la salida, y con esa falsa familiaridad que me permitía el haberlo conocido apenas un par de horas antes, me le aproximé y le pregunté sin temor por la inexplicable ausencia en la mesa de Thomas o Tomás Linden, otro de sus más ilustres heterónimos, el autor sueco de El hacha de seda. "Tristemente no pudo venir, pero tengo un ejemplar de su obra. Si vienes mañana a las diez de la mañana te lo regalo". Y así fue. Ese domingo, el 30 de septiembre, con una vergüenza contenida -pues sentía que estaba obligando a Eugenio a separarse del único ejemplar que había traído a Colombia-, me le acerqué cuando salía de la biblioteca del Gimnasio Moderno y se dirigía al parque situado al frente enmarcado con sus altos pinos recortados. Allí, entre sorprendido por mi insistencia en conocer la obra del sueco de Patanemo como también por haber cumplido con exactitud la cita pactada, me comentó que por una extraña casualidad el editor de ese libro, que por entonces vivía en París, había encontrado en un cajón cinco ejemplares de la ya inconseguible primera edición de los sonetos del sueco que escribía en español "con las dieciocho vocales en la cabeza".

Tiempo después, cuando aún no habían pasado tres meses de su muerte, un alto funcionario del ministerio de cultura de España me comentó en Bogotá que ese año había una altísima probabilidad de que se le entregara a Eugenio el premio Cervantes de las letras, la máxima distinción que se le concede a un autor en lengua castellana y que, en su caso, hubiera sido el primer venezolano en obtenerla. "Una ira paralela y dorada", me repetí entre dientes esos versos de Mutis de su poema Los trabajos perdidos, como averigüé con ansiedad de bibliómano esa misma noche después de la conferencia en el Ático del cocodrilo y comprobando la sutileza de Eugenio de ir dejando pistas desperdigadas.

En el libro que me regalara, El hacha de seda, esa mañana de sol y sobre un prado verde, iría a encontrar otra clave adicional de su conferencia. Las siguientes palabras lo dicen por sí mismas:

"En la única fotografía que conservaba en su estudio aparece Linden a bordo de un carguero noruego junto a un hombre de talante obstinado que, tal como él, mira en alta mar hacia un punto indefinido. Calmos, descontraídos, con barbas de varios días, ambos transmiten en la foto la impresión de quienes tal vez en otra vida ya se dijeron todo acerca de sí mismos y ahora no requieren ni una sola palabra para entenderse. Al dorso de la fotografía están escritas en sueco estas palabras: "Dos metales existen que alargan la vida y conceden, a veces, la felicidad. No son el oro ni la plata, ni cosa que se les parezca. Sólo sé que existen". Y finalmente, en el borde inferior, se lee esta otra línea escrita en español: "Cerca de la isla Porto Santo, con Maqroll el Gaviero, baquiano de los mares del mundo".

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