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Actualización: 21/03/2012

Un reino de este mundo

Por Juan Miguel Sánchez García

"La factoría poética hace tiempo que funciona con una comunicación mediata, pero intensa, dialoga con vivos y muertos, en un lejano tiempo y espacio, responde a anteriores expresiones que han hecho blanco en alguna diana pretendida y misteriosa."

Continentes de mundos

Ver sólo a través de la palabra

La factoría poética

En los límites del universo

Una red de araña

La poesía es verdad

Los límites de la comunicación

El papel del lector

 

Vivimos tiempos de muy escasos diálogos, más bien poco directos, conversamos con máquinas, o a través de ellas, con otros más lejanos. El mundo se encamina hacia la información masiva y la comunicación desbordante, ambas indigeribles, y, sin embargo, sufre la comunicación directa con su cercana riqueza.

Pero la factoría poética hace tiempo que funciona con una comunicación mediata, pero intensa, dialoga con vivos y muertos, en un lejano tiempo y espacio, responde a anteriores expresiones que han hecho blanco en alguna diana pretendida y misteriosa. Parecen cartas que acusan recibo de otras anteriores.

El poeta habla consigo mismo –en un conocer que sólo las palabras proporcionan-, asimismo, dialoga con los demás poetas, aunque también lo hace con sus contemporáneos y con el mundo, incluso con la Historia y, en ocasiones, se atreve con el futuro, en una mezcla de esperanza y de espíritu visionario. Acepta, rechaza, se rebela, se alza en armas letradas o mueve la zaranda de lo que ve y siente para separar la apariencia de la verdad en su mundo propio.

 

¿De qué trata su oficio? Pues trata de palabras.  Palabras que contienen, es decir, continentes de mundos, entretejidas de tal modo que no suplen la forma corriente de comunicación, sino que son expresión exacta de sí mismas, lo que dicen y cómo lo dicen es todo uno, y no pueden ser dichas de otra manera.

Palabras sobre palabras que muchas veces, no siempre, merecen ser tomadas en consideración; alguna vez, rara -como entre las personas-, se terminan amando, y entonces se incorporan al que las recibe con su carga, con el efecto prohibido de las bombas de racimo, a corazón de más, apéndice del recuerdo, de tal manera que, al hablar, repites/utilizas/traduces/traicionas esas palabras, pero es un habla de ellas, con ellas, contra ellas.., sin ellas poco hay.

La poesía da a conocer palabras, conoce de palabras, y si algo llega a conocer, e intuyo que sí, es sólo a través de las palabras (no pensamos con palabras, pensamos palabras, me corrige Ángel González). Palabras que son signos que conectan entre sí formando una atmósfera, un sonido, una melodía, un ritmo, pero palabras que significan (porque las palabras significan, repite terco Vicente Aleixandre) y por lo tanto construyen un mundo nuevo de imágenes y sensaciones, no dejan indiferente, emocionan, mueven al que se coloca de  par en par con toda su disposición a dejar que hagan su trabajo.

Y así, las palabras prenden en los árboles de nuestra mente, no brotan aunque lo aparenten, no aseguran la procreación de ninguna especie, se pegan como la procesionaria a los pinos, se activan e informan lo que creen que ellas saben, se ponen fanfarronas, sabiondillas, hacen que piensan, quizá que nos piensan, ordenan las acciones, deciden por uno.

 

Las palabras dan forma al alma humana –como ánima del cuerpo- como también la arena da forma al invisible viento. Poesía es un ver sólo a través de la palabra, abre el acceso a un mundo sensorial creado y nombrado, en un nombrar que dispone un orden suyo, en relaciones musicales y conceptuales. Pero nunca del laberinto del capricho, nunca del escondite o la ocurrencia, tampoco a la adivinanza le debe ser fruto.

La poesía conecta con la realidad de las palabras de una lengua, en un lugar y un tiempo determinado, con su carga habitual, su referente, o con una carga nueva, hablando de algo que está sucediendo en el alma del personaje poético, quien quizá, lo ha tomado prestado del poeta.

Es del mundo interno, de sueños, memorias, ideas, sentimientos, de los lazos de este mundo interno, casi aislado en su limitada recepción a través de los sentidos (recepción del mundo externo a él –astros, mares, animales, invertebrados y microscópicos, otros mundos humanos internos y aislados, libros, memorias grabadas en imágenes-), y casi aislado en su limitada capacidad de transfusión/comunicación, es de él, mundo interno –carne que se apalabra- , de lo que habla el poema.

Y, aunque hable con la mirada interna, puede hablar de cosas que son externas, a través de la codificación que ha pasado  por el tamiz limitado y torpe de los sentidos, que han encontrado un sitio en la sala de espejos que es la conciencia -que luego pasan a descansar al depósito deteriorante de la memoria-, o, si no, se arremolinan desordenadas en el desván del subconsciente, y de ahí salen imágenes que son codificadas con el limitado y torpe sistema lingüístico. Llamar al referente de esos códigos, una vez abierta la espita de la comunicación, y abierto el sobre de la descodificación por el lector, llamarlo, digo, realidad material externa, en su acepción más cotidiana, es un disparate.

 

Pero hay realidad. Existe una conexión remota con los hechos materiales, pero una relación inmediata, directa, con otra realidad que es la que se halla en el interior de las personas. La factoría poética trata de inventar palabras, o de reinventarlas. Las palabras se unen e intentan, de manera diferente a la habitual, su engarce, para comprobar si encajan bien en el vaciado que los fenómenos materiales externos han ido tallando en la caverna consciente e inconsciente del que escribe. Esa es la realidad material, la realidad de las zonas que explora la poesía, el reflejo torpe y bello de una realidad en el interior de un sujeto. Allí es donde el conocimiento se extiende y ahí reside el inabarcable mundo poético. Así, la creación pone en marcha la unión de palabras en una liberación de su argolla cotidiana, las pone a viajar por las cavernas de los ecos, la memoria, las tormentas de los sentimientos, y allí donde vive el misterio.

Pero ¿a dónde conduce y para qué tanto esfuerzo? El consuelo del nombre, tal vez. Será porque el nombrar las cosas atenúa su dolor. Como si saber el nombre de lo que ocurre, aunque siga sin conocerse bien de qué se trata, fuese como ponerle cara al agresor y con ello enervase su acoso o su amenaza. Nombrar el misterio es quizá tantear sus límites, -como una línea de balizas que un arriesgado marinero colocara para señalizar el perímetro de un agujero negro que se traga el mar-, iluminar el misterio, aunque con ello las palabras parezcan inverosímiles por referirse a un hecho insólito.

Y tal vez, también, el consuelo del conocimiento poético. Si lo que llega a nosotros, a través de los sentidos, no es todo lo que existe en el mundo exterior, tampoco halla conciencia cuanto entra. Así, recuerdo, yo, animal urbanizado, que nunca me he sentido más incapaz, y he desconfiado más de mis sentidos, que en plena caminata por el monte de la mano de alguien experto y, a la vez que paseábamos, me mostraba lo que estaba delante y mi conciencia no había sido capaz de desvelar. Miraba algo que no veía, tal vez para mí una mancha, un bulto en un árbol, pero era incapaz de individualizar aquello, porque me faltaba el previo conocimiento. Una vez revelada la mancha, a través del nombre que mi acompañante me facilitaba (búho real), todo mi universo se reordenaba y era casi un placer doble, además de ver a aquel espléndido animal, se añadía el disfrutar del placer de su advertencia. Esa fue la expresión de San Juan de la Cruz acerca de la poesía, porque la poesía produce el placer de la advertencia, y advierte, ayuda a caer en la cuenta de verdades preconocidas, intuidas, cercanas, presentes ante tus ojos, pero a la vez ocultas. Toda poesía es un gran caer en la cuenta, dejó dicho José Ángel Valente.

Aún estando en presencia nuestra, las cosas no se muestran fácilmente y no aparecen hasta un caer en la cuenta que es un placer producto de algún mérito (el esfuerzo tenaz por arrancarle un pedazo de vida al tiempo). No en balde, conviene desconfiar de cualquier resultado, si con esfuerzo no se hubiese obtenido. Poesía, un conocer que es reconocer, revela sucesos, aquello que pasa por tu lado sin que lo vieras – así como también ocurre a veces, la vida, o el amor, pasea cerca en la mente oscura-.

 

El poeta trabaja en los límites del universo, amplia el mundo porque golpea en la bóveda del túnel, el misterio. Si el poeta no está ahí tallando, rompiendo piedra, sólo repetirá movimientos anteriores, no inútiles, pero que sólo colonizan el espacio conquistado, y, por ende, desgastan antes la magia del primer descubrimiento. Esa es la auténtica vanguardia de este ejército de artesanos, ganarle terreno al inmenso mundo del misterio, permitir que la mente avance. Y en ese ejército hay también retaguardia, y en ocasiones, sólo queda, para muchos, terminar un verso, continuar la idea de otro. No es un desdoro la peonía poética, ni mucho menos. Ese tomar la cartilla de racionamiento del poeta muerto (como decía José Hierro), o ayudar a otro a cargar con su impedimenta, te hace siempre ser continuador de otra obra. Pero el intento es ampliar el mundo (Vicente Huidobro: “que el verso sea como una llave/que abra mil puertas”) para los demás, no un mundo lógico, sino de palabras (reales).
Porque l

o conocido oculta lo por conocer –interviene tratando de entender, repitiendo el esquema pre-formado¬-, a la vez que limita la capacidad de ampliarlo, y a fuerza de utilizar el mismo esquema, pierde efecto, se gasta, deja de ver y de sentir, la mente, se agota la efectividad de los instrumentos. Se hace necesaria la recreación, ampliar y renovar.

Lo conocido, en su prejuicio, finge una magistratura que no tiene y se erige en mundo cerrado e impermeable, pierde de vista el catálogo de contrastes, y ordena por intereses y preferencias –sociales y personales- las sensaciones que son presas de los sentidos, hasta encerrarlas en el establo del orden ya fijado. Vivimos en el lenguaje cotidiano que es algo así como el hacinamiento de una ergástula que muestra un mundo limitado y siempre provisionalmente conocido en apariencia.

Decir de otra manera (porque las cosquillas producen ganas de reír, pero pasado un tiempo pueden ser un castigo). Y decir más, es la misión; escucho decir a José Manuel Caballero Bonald, “lo que me importa es que las palabras en poesía signifiquen más que lo que significan en el diccionario, que la poesía ocupe más espacio que el texto propiamente dicho”.

La conexión con la realidad también proviene de una especial actitud ética y a la vez práctica, que exige sólo pensar con el mundo integrado en la mente (no somos crátera de un único licor), -en realidad ¿sabemos dónde empieza o termina cada persona?-, la mente como playas donde el mundo deposita sus restos, lo que otros han echado y así pensar a la intemperie, desde sí, pero conectados al universo. Es decir, lo que me emociona de la poesía actual, y lo que le pido, es algo de eso que llaman inteligencia emocional, una especie de poner el cuerpo entero en todo lo que uno hace, notar en la obra el cuerpo volcado, íntegro, refrenando el impulso, canalizando la energía, precisando los términos, abarcando varios planos de significación con maestría.

 

Y así, el poema nace a partir de una fuerza de energía que usa motivos, imágenes, palabras propias de la obsesión del artista, puestos al servicio de la ficción a través de un sosias, un personaje poético. Pero trabaja desde su punto de vista, alejado de cualquier narrador omnisciente o de una verdad universal; se trata de un punto de vista tan obstinado y terco que cualquiera que lo lea lo reconoce por ese punto de vista, por la visión del mundo, puedes no conocer su cara ni su geografía, pero como si fuera la señal de GPS, reconoces las coordenadas al instante. Pero ese punto de vista no es el lugar desde donde se copia o interpreta la naturaleza. Es el lugar desde el que se elabora el poema, un aquí y ahora que forma un diminuto punto negro que absorbe energía y la reelabora en sistemas de palabras que son signos de un sonido, y que da  comienzo a una red de araña, la estructura del poema, las relaciones múltiples, entre letras, entre palabras, entre frases, entre conceptos, entre imágenes, notas que apuntan hacia.., marcas de olores como deja la manada de lobos en una selva polaca.

Para llegar a esa relación, una energía en forma de viento levanta la hojarasca caída -compuesta por la mezcla cromática de hojas de roble, álamo, plátano, haya o arce-, las galletas de cal de una casa andaluza de mi infancia, hojas de periódico con noticias aún no asumidas, conceptos caídos, como prótesis inútiles, en las calles estrechas de mi mente, o amaneceres en bares de sentimientos, experiencias personales, y de ahí toma sus excusas, la materia informe que es necesaria para el poema, pero que no es el poema. Poema es forma y relaciones. La poesía está ahí, y en todo aquello también que reelabora el lector en su doble tarea de antena que capta bien la señal, y de inteligencia, mente y cuerpo, que descodifican, y a la que luego me referiré.

El poeta debe de reinventar su oficio, debe encontrar su voz, que es toda una codificación, un modo de ver, de tratar las palabras, de darle forma a su energía, de crear un código al que responda su obra, es una especie de huellas dactilares únicas; en encontrarla estriba su originalidad. Su mérito descansará en la amplitud de su lengua, en los encuentros útiles que deje a los demás para seguir adelante.

No hay cosa  que más me excite que el encuentro con la realidad del poema y cuando esa originalidad nace de un esfuerzo que se desvela.
La poesía es de este mundo, es realidad, no porque hable de una realidad, que también, sino porque es palabra y lenguaje, es decir, materia viva, mundo físico y químico. Pero a la vez es un género de ficción, es un invento, un artefacto. Nadie duda de la capacidad de la novela, o del teatro o del cine, para conectar con la realidad aún siendo géneros de ficción. (Max Aub: anotó en su diario, “creo que la ficción es el único medio posible (útil) de hollar, de dejar rastro, de testimoniar”). ¿por qué no iba a poder la poesía, crear su propia ficción y no con eso dejar de testimoniar acerca de la realidad, y hasta dejar rastro?

 

¿Rompe, el hecho de que sea ficción, la aureola de verdad que arropa a la poesía? ¿Atenta ello contra el principio de autoridad que la sostiene y que permite ser usada en los más diversos fines? Le pese a quien le pese, lo cierto es que la poesía no es confesión, aunque el tono de la poesía actual pueda parecer el susurro de un amigo que comparte un secreto, el tono de voz íntimo al se refería Auden. Tampoco es la revelación de una verdad anterior, ni personal, ni religiosa, ni política, para eso ya hay otras disciplinas, algunas de ellas científicas, que lo hacen mejor. El uso del mundo interno del artista como magma, materia informe, no revela una verdad. El poeta crea, inventa un artilugio que espera que funcione, hará pruebas para cerciorarse de su capacidad y la resistencia de sus materiales, del funcionamiento de sus mecanismos, y luego lo echará a volar. Si lo logra será verdad. Pongo a mi favor la afirmación de Luis García Montero: “la verdad en las convenciones artísticas no es un punto de partida, sino de llegada”. La verdad del poema es la verdad del poema recibido, descodificado y con capacidad para montar al que lo lee en su vientre y transportarlo, removerlo, emocionarlo.
Reconozco que todo descubrimiento de una nueva verdad me produce una emotividad semejante a un deslumbramiento que me maravilla y me paraliza a la vez, me tengo que dar valor para seguir adelante ante ella, a sabiendas de que nunca será definitiva, que es provisional.

Pero el poema que se ha abierto, se lanza a las ondas en busca de cerrar su ciclo “reproductivo”, en busca de la tierra donde germine. Ahí están esperando la droga dura, con su habitual síndrome de abstinencia los lectores - la poesía tiene lectores, no público, según Francisco Brines-. Y en esa relación imagina Vicente Aleixandre que “la poesía es una sucesión de preguntas que el poeta va haciendo. Cada poema, cada libro es una demanda, una solicitación, una interrogación, y la respuesta es tácita, pero también sucesiva, y se la da el lector con su lectura, a través del tiempo. Hermoso diálogo en que el poeta interroga y el lector calladamente da su plena respuesta”.

Porque una vez puesto en funcionamiento el artefacto se lanza y poco se puede hacer ya por él, ni ampliar ni limitar sus efectos. Ahora es Álvaro Salvador: “así el poema labra su destino/fuera de ti, sin ti”. A veces, creo que el mejor de los destinos es que olvide para siempre a su creador y pase a estar en boca de todos.

Vivimos encerrados en nosotros mismos, acceder a otros, acceder a la satisfacción/serenidad/emoción/disfrute de la comunicación, el hecho compartido, sólo se puede hacer a través del lenguaje de sistemas de códigos imperfectos, en continua creación. No se puede ser testigo de una experiencia histórica sin el lenguaje (sin la palabra), pero este es imperfecto, no siempre codifica bien lo que se quiere y otras no es descodificado correctamente.

 

A veces no cabe más que aplicar la humildad necesaria en todo momento, como principio ético unido al conocimiento y a su transmisión -que debería ser asumido por políticos, profesores, periodistas, científicos, profesionales, y artistas-, de reconocer nuestras limitaciones y los errores de toda obra humana, y volver a empezar si quedan fuerzas. Desde la modestia de ser consciente de las limitaciones del ser humano, y de que hay limitaciones insalvables en el conocimiento y en la comunicación.

Hay quien se muestra partidario de una inmolación, como el personaje poético de Nicanor Parra:“Generoso lector/quema este libro/ no representa todo lo que quise decir./ Mi situación no puede ser más triste/fui derrotado por mi propia sombra/las palabras se vengaron de mí/(…)/pero oye mi última palabra:/me retracto de todo lo dicho./Con la mayor amargura del mundo/me retracto de todo lo que he dicho”. Pero de estos versos, ficción pura, verdad en sí mismas, no hay que preocuparse, porque nadie quemó el libro, él no se ha retractado, sigue vendiendo más, y el lector sabe poner lo que las palabras no hayan conseguido.

Pero aún así, no es sencilla la comunicación poética, y, a veces, no es de extrañar la insatisfacción casi permanente de la comunicación en general, incluido el hecho literario. Varios pueden ser los motivos, un fallo en cualquier momento del proceso y la cosa no funciona. Quizá también la insatisfacción sea un móvil más de estas continuas andanzas, de este no parar nunca de hacer y construir. Quizá sea otra de las llamadas que hace de la Poesía la casa común de la rebeldía, de la insatisfacción.

Mas cuidado, atentos porque cuando hay conexión saltan chispas, se produce eso que se llama Poesía, -“Poesía es la sensación que puede producir un buen poema” (Luis García Montero sale al encuentro)-. Quien ha leído un buen poema, quien ha conectado y ha gozado, ya no es el mismo que antes de leerlo. El poema funciona, las correas se aprietan, las cinchas se acortan, las imágenes ocurren al ser vistas al otro lado, la propuesta surte efecto, trasfunden, se alzan los vientos, comienza el momento de iniciar el vuelo.

 

También para ello se necesita un lector predispuesto, avezado. Aunque la disposición no siempre es la mejor, y siempre hay quienes se niegan a dejar de tener los pies sobre la tierra. “No existe mayor obstáculo para gozar de las grandes obras de arte que nuestra repugnancia a despojarnos de costumbre y prejuicios”, la estocada es de  Ernst Gombrich.
El lector tiene que poner de su parte, en un acto tan solitario como el de quien lo ha perpetrado, y con tiempo -la poesía no conoce de prisas, por eso no entiendo las críticas de urgencia-, no es un pasatiempos, no está hecha para olvidar ni olvidarse sino para saber más de sí mismo, y eso requiere serenidad y tiempo. Descodificar supone desentrañar la verdad de un código. Cada forma secreta un olor, cada obra lleva consigo las claves para ser descifrada.

Igual que un científico sabe que a partir de la demostración de un hecho puede abrir la puerta de su refutación (tan fuerte es la ciencia y a la vez tan débil, en comparación y al revés que otros “conocimientos” no científicos que son irrefutables por indemostrables, como la fe), el poema incluye pistas para abrirse, y salvaguardias que hacen entender al lector las limitadas maneras conscientes de toda interpretación, que la realidad que allí encuentre, nada tienen que ver con eso tan evidente que a su vez representa, por ejemplo, Google Earth ante tus ojos.

No puedo, aunque quisiera, dar que hablar acerca de lo útil o lo inútil de este vicio de dialogar en verso, código, al fin y al cabo, de señales que nacen encriptadas de algún lugar, reflejo del color, de las luces, y del sonido que se incorpora íntimo, sin ser toda la realidad, sin ser más que una parte ínfima que se hunde y toma cuerpo en la conciencia nuestra. Sólo diré que a mí me parece una actividad socialmente útil, personalmente útil, humana, real, república de este mundo, y con proyecciones no catalogadas hacia la conducta de las personas y hacia el futuro.

Mientra tanto, algunos personajes poéticos se revelan, parecen cansados de tanta proclama, se apresuran a manifestar su desánimo. Así, a través de Marco Antonio Campos se pregunta: “¿valió la pena el sacrificio, valió/la pena abandonar/la apuesta de la acción para entregarle la vida a la/inutilidad de la poesía?” Y le sigue la voz interpuesta de Noni Benegas: “¿todo por unas rimas, una musiquita con visos de verdad y tono fúnebre o alborozado?¿todo por el arte?”.

Pero parece contestar el primero (M. A. Campos dixit): “…y sin embargo aseguro que al menos/la poesía/me dio otras cosas: una manera de mirar la mirada de los /pájaros migratorios,/de armar desde el sueño imágenes de la pintura y del cine,/de apreciar más a fondo la ligereza y la dulzura corporal en/las mujeres,/de admirar en las tardes y las noches las hileras de los/ mástiles/en los puertos…”
Valió la pena el esfuerzo, vale la pena continuar, valga para terminar, y a título de verdad que vuela (aunque no sirva para hacer aviones) esta Poética de Joan Margarit: “es por los hijos muertos,/por los amores sin mañana:/por el mañana que amenaza como un arma. Por toda la extensión/del nebuloso mal que no es noticia./Por todo esto se escribe la poesía”. Maravilla, pero que nadie se lo crea.

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