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Juan Manuel Roca

Actualización: 05/11/2012

Un concilio de sombras

Por Juan Manuel Roca

 

Los 5 hombres, casi de manera teatral, tomaron nota del suceso sin muestras de asombro. El señor Coelho Pacheco garabateó una línea en un papel y la leyó a sus compañeros, aunque la verdad  era una imagen un tanto misteriosa y elusiva.  Sólo dijo: “Más allá del otro océano”.

                                                

 

  “Y aquí estoy yo,

                                                   ausente delante de esta mesa”

                                                                Casais Monteiro

 

En la mesa del Café los  6 hombres de espaldas a la calle parecen desde la penumbra un racimo de estatuas, un concilio de sombras, en un cuadro muy adecuado a la idea libresca que siempre tuve de Lisboa.

 

Con sigilo me acerco. Ya no solo veo sus cuerpos, sus volúmenes esculpidos en el aire. Ahora, además, puedo escucharlos en la traducción chapucera que hago de sus voces y en el precario portugués que palabreo. 5 de ellos están desconcertados porque el otro de los contertulios, un desconocido hombre con cara de palo, les narra una pequeña y rara historia:

 

-Un magrebí que emigraba de su país, soñó que a punto de coronar las costas de España, el bote en el que iban hacinados él y 20 personas más,  empezó, sin más, a dar marcha atrás, a sentir que los remos se impulsaban hacia delante pero la barca hacia atrás, hasta que empezaron a desaparecer las playas divisadas.

 

El faro parecía estar en el momento en que se prende y se apaga una luciérnaga: aparecía y desaparecía a causa de las nubes bajas y muy pronto también dejaron de verlo.

 

Parecían volver  a casa en una nave de los locos, como si alguien le hubiera dado cuerda a la máquina del regreso, a una maquinaria de olas secretas que echaban atrás el tiempo y que ponían, como en un filme caprichoso las aguas en retroceso.

 

El magrebí vio pasar, a lo lejos, un trasatlántico que debiendo ir hacia España avanzaba hacia África, vio también una nube en reversa y hasta pájaros que volaban hacia atrás y en contra de los vientos, lo que podría entenderse como una dura metáfora del exilio.

 

Los 5 hombres, casi de manera teatral, tomaron nota del suceso sin muestras de asombro. El señor Coelho Pacheco garabateó una línea en un papel y la leyó a sus compañeros, aunque la verdad  era una imagen un tanto misteriosa y elusiva.  Sólo dijo: “Más allá del otro océano”.

 

Había muchas nubes de humo en el café, todo el aire parecía salir de una enorme cafetera. Sin embargo el piso desnudo, de baldosas ajedrezadas,  le ayudaba al frío y se ponía a favor de ese aire polar pero revitalizante.

 

Así que el que parecía el mayor de todos, un hombre enjuto y grisáceo al que llamaban Pessoa, se subió el cuello del abrigo, carraspeó y dio dos golpecitos sobre su sombrero. Levantó el brazo derecho que colaboró, después lo supe por sus biógrafos,  con su impostergable cirrosis y apuró un vaso de anís o un brandy,  no recuerdo con certeza, antes de salir del recinto moviendo con suavidad una mano al aire, a modo de despedida.

 

Antes de irse, antes de cerrar la puerta del Café, Pessoa dijo, o más bien masculló a sus amigos algo que también se extendió a mi interés: “la naturaleza esconde, no revela”.

 

Tal fue toda la participación de ese viudo de sí mismo en aquella reunión que parecía una puesta en escena dirigida por el propio Pessoa.

 

Lo vi desaparecer tras la puerta de madera verde y luego cruzar una calle empedrada  para adentrarse en la boca de lobo de la primera esquina. Tuve la impresión de que atravesaba una frontera del mundo.

 

Yo era un aprendiz de escritor, un mal poeta, entonces.

 

Pero leía con gozo a Eça de Queiroz, un poco a Camoens y a Mario de Sa Carneiro. Un poema de este último dedicado a una manicurista tenía un verso que me venía bien en esas circunstancias: “Mientras tanto heme aquí solo en el Café: de mañana, como siempre, con bostezos amarillos”.

 

Pero volvamos atrás, como la embarcación del magrebí. Y a otros viajes.

 

A Álvaro de Campos, conocedor del mar como viajero e ingeniero naval, y eso lo supe tras posteriores pesquisas y enterarme de su legendario viaje por Oriente, no lo vi fumar en todo el tiempo. No lo vi colaborar con la nube del Café, a pesar de haber escrito un poema, “Tabaquería”, que hoy se paladea y va de boca en boca como un cigarro, un poema que ha salido como el humo a recorrer tantas lenguas del mundo. Pero sí lo oí decir, animoso, enfático, podría decirse que conminatorio:

 

-¡Echad de aquí toda metafísica!

 

Y luego dar una estocada al aire con su extraña despedida:

 

-Y mientras tardan el Abismo y el Silencio, ¡quiero estar a solas!

 

El pastor o guardador de rebaños, que sabía que los dioses de la religión vencida se convierten en demonios de la religión triunfante, como dijera Maese Michelet, pero que seguía moviéndose en un mundo bucólico y pagano, no dio muestras de entusiasmo ante la historia que regresa, ante el dragón que se muerde la cola en el sueño magrebí.

 

Alberto Caeiro, tal era el nombre del guardador de rebaños, desde la altura de su palidez, antes de ponerse a dibujar cielos aborregados en una servilleta que  hoy conservo  como un tesoro, agregó unas palabras que a cada rato me  revisitan:

 

-Bastante metafísica hay en no pensar en nada.

 

Ricardo Reis, debo decirlo por su facha y por cierto aire heredado de su paso por las aulas jesuitas, debía vivir en la duda, en las fronteras de Dios. Álvaro de Campos le oyó decir una tarde en que se encontraron saliendo de casa de Pessoa: “Abomino de la mentira porque es una inexactitud”. Por eso había también expresado, esta vez con absoluta exactitud:  “la poesía es cantar sin música”.

 

Yo seguía en la sombra los acontecimientos. Por eso vi que luego de la salida de escena de la figura magra del autor de “El banquero anarquista”, los otros 4, al salir a la calle fresca, una calle que parecía imaginada y siempre  anochecida, voltearon por calles distintas, por puntos cardinales diferentes.

 

No me extraña que esas 4 calles, tras cruzar plazoletas, ventas de bacalao, farmacias y tabaquerías, condujeran a casa de Pessoa.

 

Muchos años después escribí que muy  rara vez ocurre que al morir un poeta sean necesarios 5 ataúdes.

 

Pero, ¿qué se habrá hecho el oculto narrador que acompañaba a Pessoa y  sus compinches del Café, ¿qué se habrá hecho el pobre magrebí que, a lo mejor, debe seguir empeñado en llegar a las playas de España?

 

Quizá busquen, como yo, la hora de empezar el regreso.

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