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Hugo Gutiérrez Vega

Actualización: 01/02/2012

Las dualidades fructuosas

Por Marco Antonio Campos

"Está la dualidad del poeta que, por una parte, ve los hechos y las cosas del mundo con el asombro y el deslumbramiento de un niño, y por la otra, el poeta que observa con tristeza y desencanto el paso de los años en los objetos, en los elementos de la naturaleza, en las personas y en él mismo y que sabe que la experiencia sólo enseña a que nos resignemos ante nuestros nuevos errores y la repetición de nuestras acciones negativas.".

Salvo excepciones como Marco Antonio Montes de Oca (1932), José Carlos Becerra (1936) y alguna parte de la obra de Juan Bañuelos (1932), que tendieron al ornamento barroco o a una poesía con zonas oscuras, los poetas nacidos en la década de los treinta -Thelma Nava (1932), Gabriel Zaid (1934), Óscar Oliva (1937), Jaime Augusto Schelley (1937), Jaime Labastida (1939), José Emilio Pacheco (1939- buscaron más una poesía directa, coloquial, hecha de la madera múltiple de los árboles diarios, donde no están excluidos en momentos la crítica, la protesta y el testimonio político. De éstos, en los casos de Gutiérrez Vega y Pacheco, la leve diferencia sería acaso que su poesía es aún más conversada que la de los otros, tal vez influidos en buena medida por las lecciones de la poesía en lengua inglesa, que ambos conocen muy bien. Gutiérrez Vega no se ha cansado de señalar públicamente fronteras y marcar distancias con los poetas que "metaforean", o contra los que se divierten, creyendo que el lector también lo hace, con la juguetería de las palabras. Partamos de un hecho: existe una diferencia abismal entre el compromiso poético y existencial que hay en poetas cuando realizan en sus poemas fracturas lingüísticas y estructurales, como en Saba, alma espinosamente compleja, en Apollinaire, gran abridor de caminos, en el Ungaretti de La alegría, en el Vallejo de Trilce y Poemas humanos, en el Artaud de los textos eléctricos y desquiciantes, o en el Celan del linaje despedazado, donde la calculada desintregración verbal se iguala a las destrucciones del alma, y la de aquellos poetas vanguardistas, decorativos ismos de las décadas de los diez, veinte y treinta del siglo XX (futurismo, unanimismo, creacionismo, ultraísmo, dadaísmo, surrealismo), y los neovanguardistas capitaneados en nuestros países desde hace algún tiempo por embaucadores sudamericanos. Vallejo, a quien estos últimos han tomado como alto modelo, en su "Autopista del surrealismo", denostó contra tales escuelas que se multiplicaban más rápido que los peces en las manos de Cristo y contra una poesía prefabricada y una espuria actitud ante la vida y la literatura. El surrealismo, dijo, era "una receta más para hacer poemas sobre medida, como lo son y serán todas las escuelas literarias".

Salvo su primer libro, Buscado amor, la poesía de HGV se lee como una larga conversación que ha sostenido con las personas que conoció en sus numerosos viajes y numerosas estadías por las cuatro orientaciones de la tierra, hasta delinear y colorear en el corazón, como querían los mexicanos antiguos, un libro de pinturas. Una conversación donde abundan, o tal vez sobreabundan, las referencias literarias, y en segundo término, las teatrales y cinematográficas.

Y precisamente aquí surge una de las varias dualidades en su obra que siempre, de una u otra manera, tenue o intensamente, se acaban reconciliando: el poeta que deja correr el oleaje de sus muchas lecturas, y quien, quizás con Eduardo Lizalde, es el poeta mexicano contemporáneo que más referencias librescas tiene en sus libros: en títulos, en epígrafes, como citas directas o indirectas, como desarrollo de poemas, y por la otra, una poesía que reivindica el no tomarse en serio, y donde caben, por qué no, el desmadre, el cotorreo, la chacota, no excluyendo la burla hacia sí mismo. Por una parte, homenajes a los artistas admirados, entre otros -entre muchos-, Rafael Alberti, a quien hace una visita a Roma, o Malcolm Lowry, a quien recuerda melancólicamente en una de sus últimas fotografías bajo la ventana, o Wordsworth, en momentos cuando parecía muerto o ya lo estaba, o Pier Paolo Pasolini, de quien se visita la playa donde fue asesinado, o el brasileño Manuel Bandeira, a quien se le recuerda en su enfermedad y en la palabras de sueño de sus poemas, y Yeats y Darío y González de León y López Velarde y García Lorca y Cernuda y Pavese y Genet y Brecht, y por otra parte, la intención de desolemnizar a la poesía, de bajarse de las nubes de la gran cultura, y hacer citas, demasiado en la tierra, por ejemplo del Chamaco Domínguez, admirable bolerista, y de José Alfredo Jiménez, gran compositor y cantante popular, o titular, atreverse a titular un libro Poemas para el perro de la carnicería, o escribir un poema -imitando el divertido lenguaje de la historieta- a la familia Burrón, o recordar las melcochadas y torpezas de una tarde en el cine besando a una muchacha mientras oían la voz de Doris Day y agotaban las palomitas.

Está asimismo la dualidad del poeta que se encanta, por un lado, con el teatro y el cine, quien participa a veces como actor secundario en modestos escenarios, y actúa también, con otros maquillajes y una variación de voces, en el vasto escenario del mundo, quien ríe y llora en el cine mudo, y da saltos chaplinescos y pone su cara de niño regañado a lo Stan Laurel y su cara de perplejidad triste a lo Buster Keaton, pero que de pronto descubre que detrás de la gansada hay un drama insospechado hasta entonces. Sin embargo, del otro lado, está el hombre de formas, el hombre que ha ejercido la diplomacia por cerca de cinco lustros, el que sabe comportarse a la altura del protocolo en una recepción ante el rey de España o sostener una conversación con el patriarca de la Iglesia ortodoxa, aquel que goza los detalles de fililí y ribete de las academias, de los ateneos y los seminarios, todo lo cual, si se ve bien (lo diría el mismo Gutiérrez Vega), es otra obra de teatro, y como en las obras de teatro, el gesto a veces de petrifica, el parlamento nos traiciona y de pronto el hombre queda desnudo ante el público en su desprotección y fragilidad. ¿Cómo no recordar sobre todo estas líneas de su poema a la memoria del joven amigo José Carlos Becerra, muerto en la carretera a Brindisi a los treinta y tres años de sus edad?: "No exagero, poeta. No hago tu elogio fúnebre. La oratoria te daba desconfianza, bien lo sé. Digo todo esto dando una cabriola de cine mudo, saludándote con mi vieja corbata". Y el lector que lee esto o el espectador que lo oye comprenden que el llanto comienza a descorrer el maquillaje.

Pero está asimismo la dualidad del poeta que, por una parte, ve los hechos y las cosas del mundo con el asombro y el deslumbramiento de un niño, y por la otra, el poeta que observa con tristeza y desencanto el paso de los años en los objetos, en los elementos de la naturaleza, en las personas y en él mismo y que sabe que la experiencia sólo enseña a que nos resignemos ante nuestros nuevos errores y la repetición de nuestras acciones negativas. Por un lado, el poeta que tiene la seguridad de que "todo es pasmo" y de que hay "magia en todo" y de que, si dos amantes se besan, "la vida se apunta una nueva victoria", pero también, del otro lado, está la visión del todo consciente de que el río de los años corre incesante, de que disminuyen las mañas y ligereza y la fuerza corporal de juventud, de que mientras los hijos crecen nuestros cuerpos se afean y desmedran, de que son cada vez más inanes en los asuntos amorosos las palpitaciones del corazón, de que las generaciones nuevas aprenden lo que no aprendimos y nosotros olvidamos lo que mal aprendimos, de que "burla burlando el tiempo nos amansa", y el placer, que el poeta anunciaba (que sabía) que terminaría, en efecto, acaba en devaneo, y las cosas, que dieron tanto disfrute, son ya solamente verdura de las eras y rocío de los prados.

Pero está asimismo la dualidad del poeta emblemáticamente sedentario y del poeta numerosamente viajero. El que dejó sus huellas en las calles del mundo y el que en el fondo nunca salió de la casa del pueblo donde vivió en los años de la infancia y al que regresó numerosas veces en los meses de vacaciones. Hay dos poemas célebres de Cavafis que quizó ilustren la experiencia en la tierra de Hugo Gutiérrez Vega: "La ciudad" e "Ítaca", los que, pese a diferencias menores, envían el mismo recado. El primero versa sobre un hombre que anhela irse de su ciudad, donde está condenado de antemano y donde ha malgastado su vida, pero una voz admonitoria, una suerte de sombría conciencia, le señala que ese viaje será inútil, porque adonde vaya andará por calles y barrios de su ciudad y su vida la echará a perder de la misma manera. El segundo trata sobre un hombre que escucha también una voz admonitoria -acaso la misma-, que le recomienda abandonar la isla y viajar y sortear miles de peligros y vivir toda suerte de experiencias y buscar que el viaje sea lo más prolongado posible: al final comprenderá que Ítala le dio el viaje, es decir, sin la isla natal no habría emprendido ni comprendido el viaje.

Me parece que en ambos poemas Gutiérrez Vega vería su rostro insistente como en un espejo. En entrevistas ha declarado que en el fondo no ha salido de la casa de la abuela en el ultramontano pueblo de Lagos de Moreno, Jalisco, y que, pese a todos los viajes, se ha sentido, para utilizar un dicho repetido con sabor antiguo, "maceta en el corredor" de esa casa, la cual el poeta ha querido ver -no la natal Guadalajara- como su pequeña y verde Ítaca. No en balde la preferencia, o más aún, la devoción acendrada de HGV por los poetas mexicanos del cambio del siglo, el laguense Francisco González León y el jerezano Ramón López Velarde, o mucho más cerca, el zapotlanense Juan José Arreola de La feria, que labraron sus piezas líricas y sus poemas en prosa en deslumbrante marquetería y dejaron instantes inolvidables, con toda su "majestad mínima", de la vida diaria de sus solares nativos. El orbe de imágenes y sueños de Francisco González León se integra naturalmente a las experiencias vividas en Lagos por Gutiérrez Vega en los años treinta y cuarenta, la cual, la más vívida, la más insistente, es la de ese viento que dispersa las escasas nubes del cielo sobre la sierra de Comanja que prometían la esperada lluvia. En ese pueblo, en ese paraíso inmóvil, en esa tierra prometida donde la lluvia no llega, en ese paisaje de encanto que los años roen, el poeta evoca con nostalgia definitiva a la abuela y a los lugares que se inventaba a los siete años en la calle del río: "Las mañanas doraban/ las alas de los canarios/ y las plantas recién regadas/ nos hablaban del día". Pero en el lado opuesto, o aparentemente opuesto, está el hombre que ha conocido innumerables ciudades y poblaciones por las cuatro orientaciones de la tierra: mexicanas, italianas, francesas, árabes, inglesas, estadounidenses, brasileñas, argentinas, griegas, rumanas, del Asia Menor... Cuando el poeta ha llegado a una ciudad ya se ha preparada para la otra. O dicho con melancolía irresistible: "Nuestro deseo es llegar/ pero siempre nos vamos".

Quizá ningún poeta de su generación, ni de la inmediata anterior, ni de la siguiente, ha viajado lo que Hugo Gutiérrez Vega. Aún ahora, a los 76 años de su edad, la sed del viaje sigue bebiendo del gastado cántaro. El auténtico viajero sabe que la mejor manera de viajar es hacerlo con la menor cantidad de cosas posible y teniendo en el mundo las menos cosas posibles: "Estar de paso/ es la mejor manera/ de desprenderse de las cosas/ sin hacer demasiados aspavientos".

Los viajes de HGV han dependido de dos formas de azar: los avatares diplomáticos y lo que dicta el viento. Pero los viajes, menos que una poesía descriptiva de la naturaleza y de las ciudades, lo han llevado a dibujar magistrales retratos, a efectuar una suerte de rituales frente a los sitios de artistas, poetas y escritores admirados, o para ahondar breves reflexiones. En su poema "Curriculum vitae", Gutiérrez Vega dijo que no le tenía temor a los imprevisto pero prefería que no pasara. ¿Es lógico que a un hombre que ha viajado tanto no le gusten los cambios bruscos o sorpresivos? La respuesta es afirmativa, si tomamos en cuenta ante todo su carácter hedonista, y observamos que el viaje, en su caso, lo busca como un tranquilo goce, para que las conversaciones con la gente, los instantes de la naturaleza y el conocimientos de la historia, la geografía y la literatura le digan, con distintas pero hondas voces, algo bello y amable que él convierta después en poemas como pequeñas casas.

Sin embargo, los años vividos en un país cambiarían su forma de escritura y quizá también la manera de asumir la vida y de mirar las cosas del mundo. Quizá ni él mismo, luego de su llegada a Grecia, imaginó lo que significaría esa estancia, que duró de 1988 a 1995, y que lo convertiría en una de las voces insoslayables del coro actual de la poesía mexicana. En ese decurso publicaría tres libros, o mejor, tres cuadernos de poesía: Los soles griegos (1989), Cantos del Despotado de Morea (1991) y Una estación en Amorgós (1996). Una trilogía llena de continuas bellezas.

De principio, su poesía siguió siendo sencilla en su expresión pero sus contenidos se volvieron más, o mucho más, complejos, y la primera persona del singular se volvió más un él y un ellos, como en su gran modelo, el Cavafis de los poemas histórico-morales, o el Pavese de Lavorare stanca, o en la poesía de Edgar Lee Masters, o entre nosotros, el Juan Gelman de Los poemas de Sydney West y el Chumacero de Palabras en reposo.

Quizá el mirar las puertas y ventanas de la casa de la vejez hizo que el antiguo hedonista empezara a escribir más a menudo poemas con un fondo melancólico y que estuvieran más presentes dos sentimientos casi ajenos en su obra anterior: la ternura y la piedad, incluso hacia sí mismo. Igualmente, en su poesía asimiló de manera admirableme la gran lección de la lírica griega, desde sus raíces clásicas hasta buen número de lo escrito hoy, uniendo íntima e indivisiblemente ética y estética. Los instantes éticos pueden ser también momentos de gran belleza pero entre o debajo de los versos.

Si bien en su poesía anterior había delineado retratos, es durante su estadía en Grecia, donde HGV los hace más continuos, de gente del pueblo, algo que haría casi simultánea y magníficamente en esos años, pero por muy distintas vías, un poeta de la siguiente generación: Francisco Hernández. Quizá el primero de esos retratos donde encuentra Gutiérrez Vega el camino se halle en Los soles griegos, en el poema "Fanariota en Atenas, en el cual perfila a Kostas, "un hombre triste pero hecho a la vida", y sigue en otro, lleno de ternura y luz, "La higuera de Pendeli", donde dibuja a un grupo de viejos al que la tristeza de los años y los años de tristeza no han logrado vencer del todo.

Cuando escribe Cantos del Despotado de Morea Gutiérrez Vega se ha apropiado del todo del espíritu griego. Lo fascinante en este libro es la forma como Gutiérrez Vega se convierte a la vez en un viajero en la tierra y en un viajero en el tiempo. El poeta se desdobla históricamente y asiste doblemente como testigo: de la caída de la ciudad de Mistrás a manos de los turcos y de las ruinas actuales de la antigua ciudad bizantina. Entre las descripciones hay retratos trazados en unas cuantas líneas con frases henchidas de sabiduría que nos emocionan como instantes estéticos. Sin embargo ningún retrato admiro más que el propio Déspota, digno en el ejercicio del poder y digno en la renuncia del poder. El poema puede tomarse también como un pequeño tratado de Ars Política.

En Una estación en Amorgós el poeta vuelve al presente y al ahora. Pasa un mes con la esposa y amigos en una pequeña isla de las Cícladas, lo cual le sirve para conocer sus hombres y mujeres, la vida cotidiana y los paisajes de privilegio. Gracias a Hugo Gutiérrez Vega, Amorgós es un motivo, o más, una bella presencia en la geografía literaria de nuestro país. ¡Qué hecho extraño! Si no hizo en poesía con Lagos lo que poesía Francisco González León o Ramón López Velarde con Jerez, es decir, un pueblo mexicano modelado en versos con los materiales de para siempre, acabó haciéndolo de una pequeña isla griega de la que ya son nuestros, con toda su bondad íntegra y su ternura sin fondo, algunos de sus habitantes como el panadero Dimitri, el Papa Yorgos, la prostituta Aretí y el doctor Stratos.

Permítanme, para terminar, una leve variación de lo que escribí poco antes: si Lagos representó para Gutiérrez Vega al pueblo o a la ciudad que le abrió las puertas para conocer el mundo, Grecia, paradójica, magníficamente, le dio la seguridad de que, gracias a los tres libros escritos durante su estancia, vivirá en la poesía y no en las historias de la poesía.

Oíd esta voz. Oíd con atención la voz.

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