- Inicio
- Poesía viva
- Referencias
- Reseñas
- Artículos
- Poetas
- Conversaciones
- Monográficos
- Actualidad
- Enlaces

Actualización: 15/02/2013
El último Joan Margarit
Por Josep M. Rodríguez
Joan Margarit es consciente de que la muerte se esconde en los relojes. Es sólo cuestión de tiempo. En cierta ocasión, a Raymond Carver le diagnosticaron seis meses de vida. Una década después recordaría aquel momento sentado en un muelle, mientras contemplaba el estrecho de Juan de Fuca en compañía de su segunda esposa, Tess Gallager. “Entonces podría haberse terminado todo y nunca nos hubiéramos conocido”, casi susurró ella. Los dos se quedaron en silencio. Empezaba a oscurecer. “Todo ha sido una propina”, dijo Carver. “Una simple propina”.
Son muchos los poetas que han intentado destilar la esencia de la vida en unos cuantos versos. Para Jorge Manrique es un río que va a dar a la mar. Para Antonio Machado un camino que hacemos paso a paso. Para Calderón de la Barca un frenesí, una ilusión, una sombra, un sueño. Y lo mismo sucede con los autores contemporáneos. Quizás porque, como escribe Joan Margarit en el epílogo a Casa de misericordia: “Cuanto más viejo me hago, no reconozco otra aventura que valga la pena que la propia vida”.
No es de extrañar, por tanto, que la obra de Margarit (Sanaüja, 1938) se fundamente en su experiencia biográfica. Ningún autor escapa de su sombra. Pero una cosa es afirmar que eres Madame Bovary y, otra, asumir que “el arte no es distinto de la vida”. Con todo lo que ello implica. Y es que el autor de Aguafuertes ‒volumen en el que se integra el verso anterior‒ parece haber hecho un pacto con el mismísimo Rumpelstiltskin: entregar la vida a sus poemas, a cambio de que estos la conserven para siempre.
El precio es alto. A veces demasiado: Joana es un libro perfecto que nadie querría escribir. Y qué decir de Cálculo de estructuras y Casa de misericordia, cuyos versos obligaron a Margarit a atravesar la alambrada del dolor y de la tristeza. Hay heridas que nunca terminan de cerrarse. Aunque empezó a brillar un sol tenue de invierno en Misteriosamente feliz: una serie de poemas que hablan de esperar, cuando esperar es lo único que queda. “Me acostumbré a vivir / con los que ya no estáis. / Sobre ti, las estrellas. / Muy pronto sobre mí”.
Joan Margarit es consciente de que la muerte se esconde en los relojes. Es sólo cuestión de tiempo. En cierta ocasión, a Raymond Carver le diagnosticaron seis meses de vida. Una década después recordaría aquel momento sentado en un muelle, mientras contemplaba el estrecho de Juan de Fuca en compañía de su segunda esposa, Tess Gallager. “Entonces podría haberse terminado todo y nunca nos hubiéramos conocido”, casi susurró ella. Los dos se quedaron en silencio. Empezaba a oscurecer. “Todo ha sido una propina”, dijo Carver. “Una simple propina”.
Hasta cierto punto, la actitud del poeta y narrador norteamericano se asemeja a la del último Joan Margarit, cuyo libro más reciente, No estaba lejos, no era difícil, arranca con los siguientes versos: “He llegado a este tiempo / cuando ya no hace daño la vida que se pierde, / cuando ya la lujuria es tan sólo / una lámpara inútil, y la envidia se olvida. / Es un tiempo de pérdidas prudentes, necesarias, / y no es un tiempo de llegar / sino de irse”. Una idea sobre la que incide el texto en prosa que cierra el volumen, donde su autor afirma y repite que “este tiempo no es el mío”.
La pregunta, entonces, es qué hacer con esa propina. Cómo invertirla. Y la respuesta empieza a aflorar en las sílabas medidas de “Clasicismo”: “Vivo en un lugar / donde no cuenta ya más que el dinero, / lo justo sólo para que me compre / alguna soledad parecida al amor. / Y quizá sea el amor”. Unas páginas después encontramos un texto con el revelador título de “Lo que me sostiene”, y cuyo final elimina cualquier atisbo de duda: “De viejo ya, el amor / me ha sorprendido igual / que entrar en un casino / a oscuras y sin nadie / donde todas las luces, / de pronto y a la vez, / se hubieran encendido”. Aunque para títulos significativos: “El amor tendrá la última palabra”.
El amor es una llave maestra que nos permite cerrar la puerta del miedo y abrir, en cambio, la de la dignidad. Que para Margarit nace del respeto hacia uno mismo. Sin mentiras. Sin caer en la autocomplacencia: “¿Desde dónde el amor que me enseñó / una manera honesta de hacer versos?”. De hecho, esa brutal y áspera sinceridad es una de las principales características de su obra. Y también se explica por el amor, como el propio Margarit expone al final de No estaba lejos, no era difícil: “No he encontrado mejor manera de amar a los demás que el ejercicio de la poesía, unas veces como lector y otras como poeta”.
Por eso no acaba de entender a algunos autores como Paul Celan: “Hay tanto miedo en un poeta hermético”. Margarit prefiere una escritura limpia, directa, contundente. Que le permita mirarse a los ojos en el espejo del poema. Consciente, lo mismo que García Lorca, de que “lo real / es el reflejo”. ¿De qué sirve hacernos trampas a nosotros mismos? El autor de No estaba lejos, no era difícil lo tiene claro: la poesía debe tener “la intensidad de la verdad”.
El amor es una llave maestra, sí. Pero a cada edad le corresponde una puerta distinta. Como señala el último poema de Misteriosamente feliz, poco tiene que ver la ferocidad de los orígenes con el amor sin urgencias de la vejez. Más cálido. Más respetuoso. Capaz de ofrecernos el consuelo que ya no encontramos en la vida. De ahí su importancia. De hecho, si hay un elemento que conecte los últimos libros de Joan Margarit, ése es el amor. Aunque a veces esté oculto bajo la fría losa del dolor y del desconsuelo.
“Es en el amor / donde he ido dejándome la vida”, confiesa en un poema de No estaba lejos, no era difícil. Hace ya más de treinta años que Joan Margarit preparó y tradujo Amada Marta, una antología de Miquel Martí i Pol. El escritor de Roda de Ter publicaría poco después Llibre d’absències, un volumen en el que se incluía “Torna al teu clos”. Se trata de un poema escrito tras el fallecimiento de su esposa, Dolors, y en el que su autor se obligaba a vivir “ahora que sabes / que morirte no es la muerte, y rellena / de amor el vacío de la amada muerta”. Para Cicerón, la vida de los muertos está en la memoria de los vivos. Y tal vez por ello escribió Robert Lowell que “el amor es resurrección”. Sirvan de ejemplo los versos de “Canción de cuna” o de “Mañana en el cementerio de Montjuïc”, del propio Margarit.
También hay poemas a su hija en No estaba lejos, no era difícil. Y versos que recuerdan a Martí i Pol, a Cicerón, a Lowell. Como los que sirven de final a “Lectura”: “El amor es / la única forma de posteridad”. Toda una declaración de intenciones. Una poética. Si la vida es un edificio que construimos día tras día, da la sensación de que Joan Margarit ya está preparado para entregar las llaves a su verdadero dueño. Mientras, va escribiendo poemas desde el amor. Emocionales y emocionantes. Reales. Definitivos. Como un mordisco en el corazón.
