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Actualización: 01/02/2012

Cuatro opiniones

Por Héctor Carreto, Francisco Hernández, Juan Domingo Argüelles y Marco Antonio Campos

"En este mundo en constante crisis mundial resulta estimulante que en el mercado sigan surgiendo revistas literarias independientes y editoriales de libros dedicados exclusivamente a la poesía"  (Héctor Carreto)

Héctor Carreto

¿EL sentido de la poesía en la sociedad contemporánea? Como en todo arte, debe tener fines terapéuticos: debe sanar el alma maltratada por el ruido ensordecedor del ambiente urbano, por la fealdad visual, por los textos publicitarios mal escritos, por las palabras de los locutores de radio y televisión, por las palabras demagógicas de los gobernantes. Por todo eso, la poesía debe preservar lo mejor del idioma y de la cultura de quien la escribe.

Tal vez sean las publicaciones el termómetro que mejor nos diagnostique el estado actual de la poesía en México. En este mundo en constante crisis mundial resulta estimulante que en el mercado sigan surgiendo revistas literarias independientes y editoriales de libros dedicados exclusivamente a la poesía, además de las instituciones culturales públicas, las universidades y las colecciones que sobre el género tienen algunas editoriales. Así, un lector atento se dará cuenta de que en México se dan las más variadas tendencias y podrá elegir entre la poesía que apuesta por la aventura del lenguaje, la abiertamente coloquial y la contemplativa. Es cierto que los practicantes de cierta tendencia verán sus textos publicados en determinada editorial, pues por lo general ésta dicta “la poética de la casa”. Sin embargo, “muchos parientes peleados a muerte” terminan reuniéndose en la fiesta cuando alguna antología los convoca. En esto, el lector gana, puesto que en tan variado buffet puede probar un poco de todo.

 

Francisco Hernández

EN el México actual, quien no publica un poema o un libro de poemas es porque no quiere. Abundan las publicaciones de prestigio reconocido y las otras, las que empiezan, creadas por grupos de jóvenes que se reúnen en cafés o en bares para inventar editoriales, suplementos culturales, revistas o simples hojas volantes donde los versos encuentran acomodo.

En los años sesenta y setenta no éramos tantos y resultaba mucho más caro hacerlo. Ahora gracias a las computadoras, el internet y a diversas técnicas de impresión, los libros se diseñan y se distribuyen en un dos por tres, resultando un poco más baratos.

Esta nueva realidad tiene por lo menos dos caras: la ligereza en los juicios le ha ganado terreno a la exigencia, y por el otro lado, tal parece que en estos tiempos es más fácil creer que todo lo que relumbra es poesía.

Abundan también los apoyos de instituciones culturales tanto para jóvenes creadores (menores de 35 años), como para escritores si no consagrados, al menos con probada experiencia.

Los concursos literarios son parte integral de nuestra geografía y proliferan los talleres de creación, ya sean particulares o gubernamentales.

¿A dónde nos lleva todo esto?

Pienso que es preferible la manga ancha y el respaldo entusiasta a la escritura, que una exigencia extrema que pudiera provocar un panorama desértico poblado por dos o tres figuras tutelares y manejada por un par de editoriales poderosas.

El tiempo se encargará de la depuración (como siempre) y sólo habrá de sobrevivir lo extraordinario, lo verdadero, lo que nos deslumbra para obligarnos a ver un poco más allá.

P.S.: Se publica mucho pero se lee poco. Y si lectura y escritura son como lo cóncavo y lo convexo, ¿no será ésta la tercera cara de nuestra desgastada realidad?

 

Juan Domingo Argüelles

DINERO y poesía: el poeta en México.

Este relato admite solamente la primera persona del singular. Publiqué mi primer libro en 1982, hace casi veinticinco años. Era un librito de poemas por el que no obtuve un solo centavo. Más aún: debí gastarme algún dinero en uno que otro envío postal, pues obsequié ejemplares a mi familia y a unos pocos amigos. Para decirlo otra vez, mi primer libro –de poesía– no me dio a ganar dinero.

El primer dinero como escritor lo obtuve gracias a un premio literario –concedido por mi poesía–, pero no como el producto de la publicación de mis poemas. En México al menos hay una regla casi general sobre esta materia: la poesía no produce regalías sino gratitudes, que llevada a sus extremos menos elegantes se convierte en expresiones como “la poesía no vende”, “nadie compra libros de poesía”, “hasta te hago un favor publicándote”, etcétera.

Según mi recuento, en casi veinticinco años he publicado quince libros de poesía por los que he recibido, en los mejores casos, estipendios simbólicos. En el terreno de la poesía todo es simbólico y honorífico. “Hasta temo ofenderte si te hablo de dinero”, ironizaría Gabriel Zaid. (Todavía hay organizadores de premios de poesía que en lo último que piensan es en pagarles a los miembros del jurado calificador.)

Desde hace cinco lustros vivo del periodismo, el trabajo editorial y la promoción cultural y literaria. Estas actividades me han llevado a otras afines. Nunca tuve ni remotamente la idea de que la poesía pudiera ser la responsable de mi sustento material.

La poesía permite vivir, pero está muy lejos de ser un trabajo. Prueba de ello es que en el periodismo los artículos, las reseñas, las notas de lectura y con frecuencia hasta las notas de no lectura se pagan (a veces se pagan mal, pero se pagan); en cambio los poemas casi nadie los paga. Son gratuitos, porque todo el mundo supone que tu computadora o tus libretas o tus cajones están repletos de ellos pidiendo a gritos ser publicados.

Colegas más sabios o más prácticos que yo han optado por acogerse al mecenazgo de las instituciones para, complementado con el producto de conferencias, lecturas, talleres, premios, cátedra, etcétera, poder vivir sin ser burócratas, publicistas o cosas parecidas. Son sabios y son prácticos porque para un poeta que se alquila en otras cosas, esas otras cosas le quitan tiempo para ser poeta y para escribir poemas. La calidad de esos poemas es asunto aparte. Nadie puede saber de dónde saldrá un buen poema. Y hay muy malos poemas escritos en las más óptimas condiciones, y también pésimos poemas escritos en las circunstancias más desfavorables para un poeta.

Los buenos poemas tampoco tienen que ver demasiado con buenas o malas circunstancias. A veces, vivir mal concede experiencias para un buen poema; pero también puede ser lo contrario. En resumidas cuentas, un poeta vive como puede; casi nunca como quiere. Lo fundamental es que no viva tan antipoéticamente que ello lo conduzca a dejar de ser poeta.

¿Para qué sirven los poetas? Jaime Sabines lo dijo del modo más preciso y más poético: “Sirven, como en el mito de Sísifo, para subir la roca que ha de caerse, para sacar la flor de las cenizas, para arrojar del corazón del hombre el desencanto”. Es una frase poética, desde luego. Pero es que los poetas, si lo son, deben responder siempre poéticamente a las cuestiones de la poesía.

Otra respuesta posible, consecuencia quizá de la anterior, es la de Marco Antonio Campos, la cual también suscribo: “La poesía no cambia / sino la forma de una página, la emoción, / una meditación ya tan gastada. / Pero en concreto, señores, nada cambia. / En concreto, cristianos, / no cambia una cruz a nuevos montes, / no arranca, alemanes, / la vergüenza de un tiempo y de su crisis, / no le quita, marxistas, / el pan de la boca al millonario. / La poesía no hace nada. / Y yo escribo estas páginas sabiéndolo”.

Hay, desde luego, una ironía al decirlo. Pésimos poetas militantes creyeron un día (algunos todavía lo creen) que la poesía es propaganda social; pésimos poetas “comprometidos” creen que puede servir para lanzar ideas regeneradoras. En realidad, la mayor parte de la gente vive tan antipoéticamente que los poetas y la poesía no les sirven absolutamente para nada. El mundo se la puede pasar muy bien sin los poetas y sin la poesía y –aunque bien lo merece– por eso se la pasa tan mal.

Qué tan resistentes son los poetas que nada ha podido exterminarlos.

 

Marco Antonio Campos

DOS preguntas

Sentido de la poesía en la sociedad actual

En la antigüedad la poesía fue formadora de pueblos: los libros poéticos de la Biblia ayudaron a educar a los judíos y los de Homero, como dice Werner Jaeger, sirvieron de enseñanza elemental para los griegos. En el medievo los juglares llevaban la poesía a la plaza pública para cantar poemas y canciones a poblaciones en su mayoría analfabetas y en el Calmecac, la escuela de los jóvenes nobles aztecas, una de las vías de enseñanza era la memorización de la bellísima poesía escrita en lengua náhuatl. En el siglo XX y en lo que va del XXI el público lector se alejó de la poesía por las dificultades que le representaban ante todo, si no me equivoco, el verso libre y las experimentaciones de las vanguardias. Ya no había, o en mucho menos proporción, la comodidad mnemotécnica del metro y de la rima. Los poetas de nuestra lengua, salvo excepciones (Neruda, Lorca, Sabines, García Montero), fueron el siglo pasado leídos proporcionalmente muy poco y por muy pocos. No importa. Es una crisis de lectores pero no necesariamente de la poesía. La situación actual de la poesía me recuerda el final de la bella y trágica novela de Ray Bradbury (Fahrenheit 451), en la que los bomberos incendian los libros, pero una secreta minoría de hombres y mujeres los guarda en la memoria para irlos pasando a la generación venidera, que a su vez los pasará a la siguiente y así sucesivamente hasta el día en que surja una sociedad tolerante que los recupere y los circule de nuevo para volver a dar bellezas y enseñanzas al mundo. Como en la novela, los poetas seguimos escribiendo, sin saberlo o con la esperanza callada, de que algún día las sociedades venideras le den a la poesía la importancia fundamental que en otros tiempos tuvo.

La poesía me transformó. Le dio sentido a mi vida. No sé cuándo, gracias a ella, empecé a tener una perspectiva estética de la vida. La tarea esencial de un poeta es buscar escribir bellos libros y que su obra no se parezca a la de ningún otro. Hacer, como quería Ungaretti, cuánto lo anhela uno, una “bella biografía”.

 

Estado de la poesía mexicana actual

Es difícil dar una opinión. El bosque no deja distinguir mucho los nuevos árboles. Como tantas veces ocurre no se sabe bien si alguien o algunos ya publicaron o están escribiendo la obra maestra y sólo lo sabremos después. Eso, por ejemplo, ocurrió en el siglo XX con Cavafis, con Pessoa, con Vallejo mismo, que podían tener algún renombre en su momento, pero cuya gloria áurea fue póstuma. Yo creo, con J o s é 35 Hierro, que en nuestra época importa más la obra que el libro o el poema aislados. En ese sentido, según la crítica y los lectores de poesía, los poetas vivos mexicanos que han hecho una obra mayor son Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño y Eduardo Lizalde, pero quien tiene muy bien ganado un reconocimiento internacional es José Emilio Pacheco. También siguen siendo muy leídos (no sé hasta qué punto estudiados y comprendidos), López Velarde, los poetas de la generación de Contemporáneos, Octavio Paz, Jaime Sabines y varios poetas de la promoción de los treinta y de los cuarenta.

Creo que la poesía mexicana debe verse en dos direcciones: en una dirección debe verse como un todo: es tan nuestra la poesía del México prehispánico, como la de los siglos de la Colonia y de la época posindependentista, ya escrita en lenguas indígenas, ya en latín, ya, desde luego, en castellano. Ningún país americano tiene una tradición poética con ese admirable todo como los mexicanos. En la otra dirección, también es nuestra toda la poesía en lengua española escrita en América Latina y en España. Por ejemplo, a mí me han enseñado más y me han ayudado a escribir más Manrique, san Juan de la Cruz, Garcilaso, Quevedo, Góngora, Lope, Bécquer, Rubén Darío, Herrera y Reissig, Barba Jacob, Neruda, Huidobro, Vallejo y Borges, que la gran mayoría de los poetas actuales. Sin conocer a fondo los grandes modelos no se puede transitar ni conocer muy bien la ruta de los grandes.

 

 Artículo publicado en el Monográfico de México, edición impresa de La Estafeta del Viento, otoño de 2006.

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