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Portada de Un huésped panorámico, de Andrés Navarro

Actualización: 24/01/2012

Andrés Navarro

Un huésped panorámico

Por Rafael Espejo

Si "La poesía es sólo situar las manos/ donde las frutas caen", las manos de Andrés Navarro recogen una cosecha excelente en Un huésped panorámico. Prefiere el poeta cantar la fruta desprendida -por madura o por carambola de la intemperie- a la que se ofrece tersa, fulgente, apetitosa en las ramas del árbol

Si "La poesía es sólo situar las manos/ donde las frutas caen", las manos de Andrés Navarro recogen una cosecha excelente en Un huésped panorámico. Prefiere el poeta cantar la fruta desprendida -por madura o por carambola de la intemperie- a la que se ofrece tersa, fulgente, apetitosa en las ramas del árbol. Cuestión de carácter. Así, tras su puesta de largo con La fiebre (2005), continúa ahora el camino hacia sí mismo por donde lo suspendió: en los márgenes. Un conflicto entre centro y perspectiva -el centro a un lado- que se plantea y resuelve ya desde el elocuente título. Porque es la inteligencia el don principal de estos poemas. Una inteligencia que se quiere compartir con el lector, a quien se le desordenan los poemas -interior y exteriormente- adrede para que participe de ellos. Gusta Andrés Navarro de asociar planos de incontestable realidad con planos sentimentales fortuitos -o intuitivos, no del todo conscientes en apariencia-, de modo que las partes no encajan unas con otras, no forman un todo unívoco, no aspiran a dar integridad al mundo que retratan sino que lo formulan desfragmentado:

"La juventud termina cuando una moneda arrojada
a un estanque surte efecto. Cambiarás de estado
y de país, distinguirás lo conocido de lo casual
cuando el instinto resulte inútil
y haga frío. Aquel verano, hacia el sur, la chica
dando el alto en la cuneta no era una desenfadada
estudiante o no hacía autostop. Luego fue necesario
enjugar las toxinas, despertar a los niños,
hacerse con un mapa de la zona."
(pg. 19)

Es decir: las migas de pan en este camino desorientan a quien las sigue, porque no se sabe hacia qué dirección apunta cada una. Y entre tanto suena una música -casi lírica, casi narrativa- que nos hipnotiza y anima a continuar, pues acaso sus poemas sean eso: compañía en un viaje estático. Del punto de salida al puerto de llegada alguien nos ha encantado con su decir y, por más que uno no sea capaz de discernir a ciencia cierta de qué, no hay duda: se le ha convencido. No es necesario glosar el mensaje en el canto de un pájaro para deleitarse escuchándolo. O de otro modo: en la poesía de Andrés Navarro puede ocurrir -y ocurre- que dos más dos sumen cinco, tres, dieciséis. La razón pura, la ciencia exacta, el sentido inmutable de las palabras no tienen cabida en una poética mucho más afín a la intuición elíptica que al discurso logrado, al matiz irracional que a la precisión de un estilo neuróticamente pulcro. Y entonces sólo podemos estarle agradecidos por permitirnos escribir sus poemas con él durante el turno de lectura.

A lo largo de todo el tríptico se tiene la impresión de estar leyendo una traducción sin original, quiero decir: no se hacen concesiones a lo bien hablado, se sustituye lo bello por lo paradójico, la sentencia moral por el aforismo denotativo. Superado por fin el canon del casticismo formal -con sus sintetizadores metálicos-, liberada la última poesía española de las hormas estrechas que la hacían sonar robótica, encuentra Andrés Navarro un vasto campo en el que pastar a sus anchas entre lo confesional y lo alegórico. Tres partes, pues -más un epílogo conciliador-, donde la voz modula según las intenciones del bloque: se pone sobriamente amorosa, epigramática, tutea, se dispersa, se prueba, especula, platica, se soluciona a sí misma en una suerte de conclusión estética: "¿Son/ los mentideros del alma/ inteligencia?". Así, cuando recoge la ropa de la orilla tras el baño, a la hora del recogimiento, cuando observa "al público cambiar/ el aire de lugar con un aplauso", el huésped panorámico se lleva a casa la sensación de haber hablado desde un púlpito para sí mismo. Entonces, "Si domesticar es parecerse", Andrés Navarro se vuelve con las mismas dudas que traía, las mismas exactamente que nos lega a nosotros; aunque, como sugerí hace un momento, algo más sofisticadas: incertidumbres sin necesidad de solución, exóticos cantos de pájaros. "Y a los pies cierto gato sumido/ en un sueño simple con gorriones".

Se establece aquí un vibrante equilibrio entre tradición y contemporaneidad -o, extremando los términos, entre lírica y sociología- que vuelve perenne lo a priori caduco. Un poemario que aspira a permanecer, claro, pero también una conversación distendida y brillante preñada de metáforas reveladoras, de nubes bajas que emanan del poema y con él se desvanecen; una conversación con un igual deferentemente moderno, sin estruendo de alharacas ni banderas de postín. Un discurso íntimo del nosotros que habita en el yo desestructurado de la postmodernidad, y viceversa. E, insisto, su irresistible invitación a un viaje que gozosamente nos lleva y nos trae, frente a tanta realidad virtual, hacia la única autenticidad al alcance hoy por hoy del ser humano: el lenguaje -artesanal- y nosotros, sus huéspedes.

 

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