Estás en: Donde na...

Donde nadie me llama, de Fernando Beltrán

Actualización: 23/03/2012

Fernando Beltrán

Donde nadie me llama (Poesía 1980-2010)

Por Araceli Iravedra

"El que abre esta summa vital y poética podría haber sido Umbral de cenizas (1978), con el que arranca en rigor la producción de Beltrán, pero es cabalmente Aquelarre en Madrid (1983), aquel poemario sonámbulo que se alzaba con el accésit del Premio Adonais y también (...) contra las «aguas muertas» de un culturalismo novísimo ajeno a la realidad y a la vibración cordial."

De tanto amar y andar

Donde nadie me llama, el lema que Fernando Beltrán ha elegido para rotular su poesía reunida (que no completa, pues ha sido cuidadosamente expurgada por la exigencia del autor), resulta felizmente indicativo del temperamento del sujeto que habita sus versos, y nos conduce de inmediato a aquel otro rótulo con el que este nombrador se singularizó para siempre cuando se aventuró a postular, hace ya más de veinte años, «una poesía entrometida». No es nada fortuito, aunque pudiera parecerlo, el modo y el lugar en que Beltrán ha dado con este título elocuente, un heptasílabo recortado de una conversación escuchada en la calle: el dato lo revela el autor y, si no es verdadero, resulta desde luego perfectamente verosímil tratándose de este «hombre de la calle» que cincela sus versos a golpe de las emociones suscitadas al contacto con la realidad más inmediata. Y ello nos sitúa a la altura de otro acierto de los varios que rodean la presentación de este volumen, y es la cita de Neruda bajo la que el poeta decide cobijarlo: no sólo porque la del asturiano sea, en grado sumo y como la del chileno, «una poesía sin pureza», sino también porque, en efecto, «De tanto amar y andar nacen los libros», todos y cada uno de los libros de Fernando Beltrán.

El que abre esta summa vital y poética podría haber sido Umbral de cenizas (1978), con el que arranca en rigor la producción de Beltrán, pero es cabalmente Aquelarre en Madrid (1983), aquel poemario sonámbulo que se alzaba con el accésit del Premio Adonais y también, como fruto granado del llamado sensismo, contra las «aguas muertas» de un culturalismo novísimo ajeno a la realidad y a la vibración cordial. Este libro de tintura existencialista en que el poeta conquista su voz personal nacía precisamente «de tanto andar» durante nueve días sobre un escenario urbano que desde entonces se erige en sustancia central de contenido de los versos de Beltrán: hábitat en el que se desenvuelve su existencia y a la vez metáfora de la colectividad y de las soledades compartidas, emblema al fin de un espacio de encuentro en el que, por encima de cualquier hostilidad, el sujeto se siente «acompañado a solas» y decide «que vuelves / a vivir porque sabes / que alguien más que los tuyos / aún te está esperando». Esta «malla urbana» por la que el poeta deambula, blasoterianamente, con los ojos abiertos, telón de fondo siempre y a veces -Aquelarre en Madrid, Gran vía (1990)- protagonista y núcleo de sentido, se conjuga con la otra gran fuente generadora de estos versos, salidos, en efecto, a la vez «de tanto amar» y desear a la mujer, a la de carne y hueso y a la mujer-poema, objeto y cifra del anhelo insatisfecho y acicate inagotable de un «viaje sin fin»: en su trayecto ha alumbrado Fernando Beltrán casi un centenar de «poemas incurables», distribuidos a lo largo y ancho de sus libros pese a que sean concretamente algunos -Amor ciego (1994), Bar adentro (1997)- los privilegiados continentes de este «error imprescindible / para poder vivir» que es el amor al otro sexo.

Claro que el amar y el andar, la mujer y la ciudad, lo privado y lo público, la introspección y el testimonio no son gestos, realidades o instancias antagónicos en la escritura de Beltrán. Muy al contrario, la poesía del asturiano integra en unidad indisociable lo interior y lo exterior, la dimensión personal y la social; y si se hace cargo de las causas civiles, es porque asoman a la puerta de la cotidianidad de su sujeto, invaden fatalmente su reducto íntimo e impactan una sensibilidad compasiva. Sólo excepcionalmente en una escritura entrometida que se resiste a abandonar el territorio del yo, la inquisición sentimental se subordina a los requerimientos de la metódica denuncia, como ocurre en los «poemas de urgencia» de El gallo de Bagdad (1991); pero lo habitual es que aquella cristalice como contestación espontánea a las provocaciones de un repertorio de anécdotas domésticas sobre este individuo piadoso y permeable a todos los estímulos de ese «tú fluido y múltiple» que es la realidad. Por ello caben en un mismo libro, y hasta hallan lugar en un mismo poema, el pesimismo histórico y la afirmación fugaz de la armonía de la vida («Sentado frente al mar»), el desengaño ante el estrago del tiempo y el deterioro de los sueños colectivos («21 de septiembre»), la reconsideración dolorosa de las relaciones filiales («Ataque al corazón») y la enunciación conmovida de los conflictos sociales («La canción del mendigo»), el descenso a las cloacas de ese complejo «país llamado El Hombre» y el «viaje sin fin a la mujer poema». El personaje de los versos de Fernando Beltrán es, en suma, como reza uno de sus textos metadiscursivos, una «criatura enamorada» empeñada en cargar a sus espaldas «todo el peso del mundo».

De ahí que se entrometa donde nadie lo llama -erigiéndose en incómoda «carabina» de la contemporaneidad, husmeando en sus trapos sucios y escudriñando en su «trastienda» social y sentimental-, pero también como nadie le pide; pues, para Fernando Beltrán, la poesía tiene por delante la tarea permanente de «mirar siempre de otra forma, sentir de otra manera, romper los esquemas», rebelar revelando: esto es, extendiendo ante el lector otra mirada -inquietante, transgresora, revulsiva, quebrantadora de cualquier clase de convención e inercia- sobre el mundo. Los poemas de Fernando Beltrán son poemas rebeldes, no sólo aquellos así bautizados en Donde nadie me llama por no haber hallado acomodo en ninguno de los libros anteriores del autor; sin embargo, no lograrían en tan alto grado su propósito de «agitar el corazón» y «remover la conciencia» de no ser por la destreza del poeta para torcerle el cuello a la sintaxis funcional y a la palabra cotidiana hasta alumbrar a cada paso significados inéditos. Si hay una constante distintiva en la diversidad de registros pulsados por Beltrán -de los procedimientos surreales de Aquelarre en Madrid a la transitividad despojada de El gallo de Bagdad, de la articulación narrativa de La semana fantástica (1999) al expresionismo vallejiano de El corazón no muere (2006)-, es precisamente esa habilidad para someter el léxico común a continua desautomatización (mediante juegos verbales, deslexicalización de frases hechas, rupturas de sistema) y el estilo conversacional a una sabia desarticulación (con transgresiones de la gramaticalidad, descoyuntamiento de la sintaxis, dislocaciones del ritmo versal) de extraordinario rendimiento expresivo. En el extrañamiento conseguido se aloja la capacidad reveladora de un lenguaje que propone en efecto otros modos de mirar, y la potencia crítica de una técnica expresiva que se muestra solidaria con la denuncia del presente (tan caótico y absurdo como el discurso que lo nombra). La ambigüedad resultante procura, además, la ganancia de un relativismo que resguarda al poema de cualquier tentación de lectura dogmática, algo imprescindible para quien se propone un análisis del mundo sin incurrir en simplificaciones maniqueas.

Son, en fin, sólo algunos de los materiales con que se levantan las paredes de la morada poética de Fernando Beltrán. Quien se acerque a este volumen los encontrará cumplida y perspicazmente glosados en el incitante zaguán de bienvenida que Leopoldo Sánchez Torre ha habilitado para mejor transitar por sus estancias, las estancias de una casa que se quiere con y para el lector. No por azar, «esta casa es contigo» es el verso que pone punto final a los treinta años de poesía y vida en ella alojados: una declaración de lealtad amorosa en el aniversario de una convivencia, pero a la vez una poética y una hospitalaria invitación al acomodo de un lector sin cuya comunión Beltrán no da por buena la poesía. Aquél queda convocado, como quería recientemente el poeta, por un exterior sugerente y armónico -«la compleja estética de lo sencillo»-, y definitivamente complicado por un interior «útil y habitable», amueblado con la especie de las emociones que le importan. Sin duda porque la poesía de Beltrán siempre está a lo suyo, pero lo suyo, según sentencia un verso elocuente: «y yo a lo nuestro», es lo de todos. Los poemas rebeldes de Fernando Beltrán, poco obedientes a capillas estéticas, no han encontrado aún su destino en las casillas dispuestas por el relato crítico para la poesía española de las últimas décadas; y sin embargo pese a ello, o quizás por ello, han sabido hacerlo libro a libro, decididamente y como pocas veces sucede, en las estanterías cómplices de ese «hombre a secas» que en ellos se espejea. Que así siga siendo.

Share this