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Ilustración de Juan Vida

Actualización: 17/02/2012

Porfirio Barba-Jacob

Por Felipe Benítez Reyes

"La historia literaria consiente la extravagancia, y ese consentimiento hace que Porfirio Barba-Jacob merezca ser recordado por un solo poema que no parece de Porfirio Barba-Jacob"

El poeta que, al parecer, parecía un caballo

Los desposados de la muerte

Su vida

La historia literaria consiente la extravagancia, y ese consentimiento hace que Porfirio Barba-Jacob merezca ser recordado por un solo poema que no parece de Porfirio Barba-Jacob.

Ese poema no por defectuoso menos admirable lleva por título "Los desposados de la muerte", y está dentro de los modos de la elegía; uno de sus méritos es la ausencia de énfasis, siendo curiosamente Barba-Jacob un poeta por lo general declamatorio, de resonancia hueca.

 

Los desposados de la muerte

Michel Farrel ardía con un ardor puro como la luz.

Sus manos enseñaban a amar los lirios

y sus sienes a desear el oro de las estrellas.

En sus ojos bullían trémulas luces oceánicas.

Sus formas eran el himno de castidad de la arcilla,

suave y fragante y musical.

Bajo sus bucles rubios, undosos y profusos,

parecían temblar las alas de un ángel.

 

Emiliano Barba-Jacob era muy sencillo

y tenía una infantilidad inagotable.

Su adolescencia láctea, meliflua y floreal,

fluía por las escarpas de mi madurez

como fluye por el cielo la leche del alba.

Cuando le vi en el vano ejercicio de la vida

me pareció que me envolvía el rumor de una selva,

y me inundó el corazón la virtud musical de las aguas.

¡Hay almas tan melancólicas como si fueran ríos

o bosques a las orillas de los ríos!

 

Guillermo Valderrama era indolente y apasionado;

pero la vida, como un licor de bajo precio,

le prodocía una embriaguez innoble.

Sus formas pregonaban el triunfo de una estirpe.

Había en su voz un glugú redentor,

y su amante le llamó una vez "El Príncipe de las hablas de agua".

 

Leonel Robledo era muy tímido

bajo una apariencia llena de majestad.

En el recóndito espejo de su ternura

se le reflejaba la imagen de una mujer.

Toda su fuerza era para el ensueño y la evocación.

Le vi llorar una vez por males de ausencia,

y me dije: ¡Hay una tempestad en una gota de rocío,

y, sin embargo, no se conmueven los luceros!

 

Stello Ialadaki era armonioso, rosado y azul

como las islas de Grecia y como los mares que las ciñen.

Efundía del mundo algo irreal, risueño y fantástico.

Se le miraba como marchando desde las playas de ensueño

que rozaron las quillas de Simbad el Marino,

hacia las vagas latitudes

por donde erró Sir John de Mendeville.

Cuando le conocí tuve antojo de releer la Odisea,

y por la noche soñé con el misterio de las espigas.

 

¡Evanaam! ¡Evaanam!

 

Juan Rafael Agudelo era fuerte. Su fuerza trascendía

como trascienden los roncos ecos del monte a los pinos.

Alma laboriosa, la soledad era su ambiente necesario.

Sus ilusiones fructificaban como una floresta

oculta por los tules del "todavía-no".

Sus palabras revelaban la fuerza de la Realidad,

y sus actos tenían la sencillez de un gajo de roble.

El resto de su obra oscila entre el vocerío y la sordina modernistas, ambos a destiempo y fuera de tono: Barba-Jacob practicará un modernismo anacrónico y de soniquete.

 

Su vida, por lo que sabemos, fue la propia del desclasado, y tuvo un aura turbia: bebedor ("Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-"), homosexual lírico ("Amo a un joven de insólita pureza") y a la vez malconcienciado ("Estéril mi pasión"), drogadicto ("Soy un perdido -soy un marihuano")... Características todas ellas que no dan para un maudit especialmente original ni vistoso, pero que a él le sirvieron para sentirse como un desclasado y para alimentar el ego freudiano y diabólico que todo poeta cree tener dentro, sobre si se trata de un poeta de estirpe modernista.

El guatemalteco Rafael Arévalo Martínez se inspiró en él para dibujar el personaje de su novela El hombre que parecía un caballo. -No he leído la novela ni he visto nunca una fotografía de Barba-Jacob e ignoro por tanto los argumentos de peso que barajó el novelista para atribuir al poeta esa condición equina: ¿relinchaba?

Este poeta adoptó varios pseudónimos: Ricardo Arenales, Maín Ximénez, Porfirio Barba-Jacob, en ocultamiento de su verdadero nombre, escasamente sonoro para su gusto y quizás para el de la época: Miguel Angel Osorio Benítez, que realmente parece el nombre de un oficinista atribulado.

Este colombiano que quiso que hoy le conozcamos por un nombre algo fantasioso llegó a permitirse el escribir versos como "los dioses me han hecho un regalo divino"; se atrevió a repetir hasta tres veces la palabra "infantilidad" en un breve poema; gustó de los esdrújulos estrafalarios ("undívaga", "abscóndita", "rútilas"); se arriesgó a concebir un extenso poema y a titularlo nada menos que "Acuarimántima". (Cuando a un poeta le gustan los esdrújulos, ya sabemos lo eso que significa, y hay que temerse siempre lo peor.) Pero quizás su mayor carencia como escritor de versos no esté tanto en los detalles como en su esencia: es la suya una poesía que vocifera o que susurra sin modulación, sin tono, destempladamente; hay en su poesía palabras, pero no hay voz: todo parece una sopa de letras, de palabras destempladas... y a ser posible esdrújulas.

De él ha dicho Gastón Baquero que "tomó su vida brutalmente entre las manos, y la arrojó sobre las cuartillas". Tal vez sería más adecuado suponer que tomó su vida entre las manos y que la arrojó brutalmente sobre las cuartillas.

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