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Jorge Galán

Actualización: 24/01/2012

Jorge Galán

Poemas El olor del café, Primer día de clases y Tarde sobre el asfalto

El olor del café

Primer día de clases

Tarde sobre el asfalto

El olor del café

El olor del café viene de abajo, de ahí donde un perro
ladra a la oscuridad, no hay nadie ahí,
eso quiero creer pero no importa,
el viento se ha aquietado, las aves
no han vuelto con la tarde,
el silencio ha crecido en las paredes
como un mapa del cielo, todo acaba y empieza,
no obstante, la tristeza es la misma,
por ello, confundido, me asomo al mundo,
es nuevo, y sin embargo nada
me parece distinto o más hermoso.
Me siento en el balcón y observó la ciudad,
oscurece, el frío suelta sus trineos,
la oscuridad se mueve, dentro de mí la siento,
de pronto avanza en mí como otra sangre.
Nada parece estar con vida. Los edificios
parecieran vacíos. Las calles,
como ríos que se volvieron látigos
debido a la sequía, se estrellan en la espalda del viento.
De lo que debía venir nada viene, salvo el aroma
del café que me hace pensar en la otra casa,
en el olor de la vainilla, en el lujo
de unos zapatos nuevos, en las voces alegres de los tíos
y el calor de la madre y al beso de la madre
y el padre de mi madre, y el dolor que crecía
entre todos nosotros como una gran penumbra
y a toda la claridad de esa penumbra, a todo eso
vuelvo a través de esta inútil memoria,
cuando veo sin quererlo hacia atrás, hacia el centro
de ese paisaje de árboles raquíticos
donde no queda bosque, ahí donde las épocas del mundo
se volvieron memoria de la dicha
para dejarnos solos.

 

 

Primer día de clases

Debió de ser febrero cuando vi a aquellos hombres salir disparados
como los dados lanzados de una mano sin suerte
y caer sobre la grama seca de la gasolinera.
Venían en un camión largo y oscuro, parados en la parte de atrás,
justo donde les golpeó el autobús.
Atrás de mí los árboles siseaban, las lechuzas dormían,
el occidente se extendía como un mar rojo en los cristales
de una estación de trenes clausurada
y dos caballos negros recorrían una pista de polvo.
El parque estaba cerrado y ya no sé si era
demasiado temprano o demasiado tarde, pero yo esperaba
el autobús parado en una acera, mirando hacia la calle,
cuando escuché aquel estallido y me volteé para mirar lo que el mundo
tenía entonces para ofrecerme, aquella escena que me hizo decir
esa palabra que ya no sé cuál es y que no tiene caso recordar
justo cuando los que habían quedado en el camión sacaron sus armas
y dispararon a todo aquello que quedaba, a los rostros
que jamás pude ver, a los cuerpos que no pude asir o palpar o abrazar.
Me quedé quieto. Estaba demasiado cerca.
¿Fueron gritos o aplausos lo que oí? ¿Qué fue lo que caía?
¿Era acaso el íntimo ruido de las hojas lo que alcancé a escuchar?
Mi alma era todo el invierno que estaba por venir.
Debió de ser febrero y debí tener siete u ocho años, no lo sé, pero sé
que entonces fui una sombra que atravesó la niebla.

Tardes sobre el asfalto

Cerca de mí, como un cachorro de león
cuya melena es cien veces más grande que su cabeza,
algo se tendió para morir mientras me iba formando,
mientras mis piernas y mis pies y mi sombra crecían
y mis ojos se hacían enormes como redes tiradas a la noche
o murales donde un artista maravilloso pintaba la caída del mundo.
No recuerdo haber dicho una oración entonces,
tampoco creo haber aprendido demasiado
salvo algunas cosas esenciales como el olor de de la muerte
o la diferencia, tan sutil, entre el sonido de los cohetes en la celebración
y el de los disparos en la batalla.
Mi madre servía los plátanos y el chocolate a las seis
de la mañana y de la tarde, y en los meses de lluvia
alguien nos relataba historias de terror.
No había mucho más. Sé que nadie reía. Y sé también
que una vez llegó el circo, una caravana de jaulas y casas rodantes,
y levantó su carpa en un predio baldío muy cercano a la casa,
y que, por la tarde, nos sentamos en su tribuna de madera
y vimos un espectáculo de payasos y bailarinas y perros,
y que, esa noche, los perros aullaron durante muchas horas
y que al día siguiente pudimos seguir el rastro de aquella caravana
a través de un firmamento de sangre dibujado sobre la calle,
estrellas y más estrellas diminutas o planetas enormes,
un mapa del cielo elaborado sobre el crepúsculo.
Cerca de mí algo se derrumbó y, desde abajo,
me miró con mis ojos y pronunció mi nombre
con una voz que conocía hacía mucho pero que ya he olvidado.
Esto también lo sé: hay tanto que he olvidado.
Cerca de mí, como una noche aún más adulta,
una presencia crece, atrás, ya demasiado atrás,
y me mira alejarme, me vuelvo el horizonte de sus ojos cerrados.

 

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